martes, 2 de mayo de 2023

Mercancía, plusvalía, capital y otros abusos


     Tradicionalmente, se suele considerar a los economistas británicos Adam Smith (1723 a 1790) y David Ricardo (1772 a 1823) como los padres fundadores del liberalismo económico, que en un principio fue denominado “librecambismo”, una teoría social que surge como reacción al sólido “proteccionismo” e “intervencionismo” estatal en materia económica y que promueve la necesidad de la “libertad económica” como base para el florecimiento de las naciones: bajo el conocido lema “laissez faire, laissez passer” (“dejen hacer, dejen pasar”), esta doctrina afirma que únicamente la “libre circulación de mercancías” más allá de los mercados nacionales, unida a la consecuente “competencia entre empresas”, permitirá una adecuada distribución de los bienes y servicios, así como la optimización de los recursos económicos a escala planetaria. El objetivo final del liberalismo no es otro que el de justificar y legitimar el “sistema económico capitalista”, sustentado en la “economía de mercado” y la “propiedad privada”, tal y como se dió a conocer en Gran Bretaña con los inicios de la Revolución Industrial.

    Adam Smith afirma con rotundidad en su obra más conocida, “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” (An Inquire into the Nature and Causes of the Wealth of Nations), que lo que determina el “valor” de una “mercancía” es el “trabajo”, y ambos se encuentran sometidos a una “ley natural”, la “ley de la oferta y la demanda” (law of supply and demand): las acciones económicas de los individuos se basan en el propio interés (cada particular atiende exclusivamente a su beneficio personal y no al bien común), y la “libertad económica”, al margen de la intervención del Estado, permite armonizar las acciones egoístas de los particulares según un “orden espontáneo” (equilibrium) que Smith describe como la acción de una “mano invisible” (invisible hand), una imprecisa metáfora que resulta cuando menos problemática, que conducirá irremediablemente a una sociedad más próspera, justa e igualitaria… en definitiva, que las libres y egoístas acciones económicas de los particulares redundan en el bien común por una suerte de “necesidad cósmica”. En la misma línea liberal, David Ricardo confirma en su obra “Principios de economía política y tributación” (On the Principles of Political Economy and Taxationque el “librecambio” (free trade) y la “competencia” (competitive) favorecen la “producción”, “distribución” e “intercambio” de los “bienes de consumo”, que se consideran elementos esenciales para cubrir las necesidades (básicas o superfluas) de todos los individuos. Pionero de la macroeconomía, Ricardo centra su análisis en la relación entre “beneficios y salarios” (profits and salaries): al empresario solo le basta con optimizar sus recursos (materias primas, maquinaria…) para obtener el mayor beneficio posible; para contentar al trabajador basta con asignarle un “salario mínimo” (minimum salary), el sueldo imprescindible para que éste pueda garantizar la supervivencia propia y de su familia… y ni un penique más.


     Inevitablemente, esta agresiva e individualista política económica llevará aparejada una progresiva depauperización de la “clase trabajadora”, conocida genéricamente como “proletariado” (del latín proles, “linaje”), un “cuarto estado” al margen de la nobleza, la burguesía y el campesinado, el conjunto de individuos necesarios para el mantenimiento del sistema de producción capitalista, que demanda una cantidad ingente de “mano de obra” barata y reemplazable para optimizar el trabajo fabril (sin olvidarnos de las minas y canteras) que potencien la producción tanto de “materias primas” (hierro, carbón…) como de “productos manufacturados” (vestidos, utensilios…) en aras de obtener el ansiado “beneficio económico”. Pero esta necesidad de crecimiento sin límites que exige el mercado obliga a los empresarios a “minimizar costes”, lo que pasa por “reducir los salarios”, forzando a la masa obrera a unas “condiciones de vida miserables”: a las terribles “exigencias laborales” (horarios extenuantes, medidas higiénicas inexistentes, ausencia de seguridad social…) se unen unas “situaciones vitales” lamentables (acinados en hogares mínimos e insalubres, sin calefacción o agua potable, alimentación paupérrima…) que llevan aparejadas consecuencias indeseables: enfermedades, violencia doméstica, alcoholismo… Y aunque hablamos de principios del siglo XIX, parece que estas terribles consecuencias no han cambiado mucho: aunque el capitalismo ha tenido la audacia de “reinventarse”, mejorando las “condiciones laborales de los trabajadores” (esto al menos en occidente, porque la situación laboral en muchos lugares de África, Asia o Sudamérica continua siendo injustificable), buena parte de los males vitales que acabamos de describir aún perviven.

     Las primeras manifestaciones del “descontento obrero” tendrán lugar a partir de la segunda década del siglo en Gran Bretaña, primeramente con el movimiento de resistencia conocido como ludismo, promovido por los artesanos ingleses, y más tarde con la consolidación de los primeros “sindicatos libres” (hasta entonces eran clandestinos) y la fundación en 1834 de la Grand National Consolidated Trades Union, con la participación del que quizá sea el primer pensador socialista, el galés Robert Owen (1771 a 1858). Pero  tras estos hechos, positivos sin duda para el surgimiento del movimiento obrero, varios autores postulan la necesidad de dar un paso adelante en la lucha por la defensa de los derechos de los trabajadores y promueven la creación de los primeros “partidos políticos” proletarios. Son los llamados socialistas utópicos, afincados mayormente en Francia, pensadores como Henri de Saint-Simon (1760 a 1828), Charles Fourier (1772 a 1837), François Babeuf (1770 a 1797), Flora Tristán (1803 a 1844), Louis Auguste Blanqui (1805 a 1881) o Pierre-Joseph Proudhon (1809 a 1865), autores premarxistas que desde una “perspectiva humanista”, a menudo cercana al cristianismo, renegarán de la “lucha de clases” y de la “revolución social” y buscaran una mejora de las condiciones de vida y trabajo de los asalariados cercanas a la incipiente “socialdemocracia” y al posterior “socialismo democrático”, basada en principios ideales afines a la idea de “progreso” ilustrada. Todos ellos acabarían integrados, en mayor o menor medida, en el extenso y hegemónico “movimiento socialista” consolidado con la primera Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), fundada en Londres en 1864. Dedicaremos un futuro artículo al análisis del pensamiento de estos interesantes autores, pero de momento valga como muestra este pequeño documental que sigue a continuación.


     Pero será sin duda Karl Marx (1818 a 1883) el primero en abordar el problema de forma “radical” (y radical significa “ir a la raíz”). Frente a los delirios utópicos de los franceses, a los que conoce de primera mano, postula la necesidad de afrontar el problema desde la crítica  a la “economía política” capitalista promovida por los liberales británicos. Y la raíz del problema está en el sistema de “producción de mercancías” (Produktion von Waren), que aborda tanto en su obra “Una contribución a la crítica de la economía política” (Zur Kritik der politischen Ökonomie) como en la más extensa y compleja El capital” (Das Kapital). Una “mercancía” (Ware) es un producto desarrollado por el trabajo humano que “se puede llevar al mercado”, es decir, que “se puede comprar o vender”, conforme a las leyes de la oferta y la demanda. Este producto tiene un “valor de uso” (Nuztwert), la utilidad del objeto en cuanto que cubre una necesidad humana, pero también un “valor de cambio” (Tauschwert), en tanto que bien económico susceptible de compra y venta. Este ultimo valor puede diferir entre el “valor de cambio real” (lo que cuesta estrictamente producir el objeto) y el “valor de cambio de mercado” (el precio que el objeto alcanza en una transacción económica). La divergencia entre uno y otro valor se denomina “plusvalía” (Mehrwert).

     Y aquí es donde Marx muestra la raíz del conflicto: aunque supuestamente lo que se está vendiendo es una “mercancía” (un objeto material, o bien un servicio en sentido más actual), lo que realmente se está vendiendo es la “fuerza de trabajo”, esto es, “el tiempo y el esfuerzo” que llevó producir esa mercancía. Es cierto que el capitalista pone los medios (la fábrica, la materia prima, la maquinaria…) pero en definitiva la diferencia entre el trabajador y el burgués consiste, esencialmente, en que el primero “vende su fuerza de trabajo” (por un salario que le permita sobrevivir), mientras que el segundo “vende la fuerza de trabajo de otros” (por un plusvalor que le permite enriquecerse), ambos igualmente materiales. No es por tanto una transacción entre objetos (una mercancía por dinero) cuanto una transacción entre la “actividad humana” (menschliche Aktion) y el “objeto capital” (Kapitalobjet). Porque ya no podemos hablar de dinero, sino de capital… el beneficio que supone la acción humana en tanto se compra y se vende, más allá de los objetos físicos que sustentan dicho intercambio. En última instancia, se trata de una “explotación del hombre por el hombre”, como postularon autores como Thomas Hobbes (1588 a 1679) o Jean-Jacques Rousseau (1712 a 1778), una situación indigna, enfermiza, parasitante, que es necesario revertir a la mayor brevedad posible, para superar dialécticamente su propia contradicción interna… y que exige una determinacion inflexible: una “transformación efectiva”, una “demolición organizada”, una “praxis revolucionaria”… que pasa primeramente por la “abolición de la propiedad privada”, que es el verdadero meollo del asunto.