jueves, 30 de marzo de 2023

Un repaso a la filosofía ilustrada


     Finalizamos nuestro repaso a la filosofía ilustrada y al criticismo kantiano con una nueva visita al excelente canal de YouTube Unboxing philosophy, del filósofo Daniel Rosende, donde encontraréis varios vídeos que resumen de forma muy acertada el pensamiento de su filósofo más relevante, que no es otro que el idealista prusiano Immanuel Kant. En primer lugar, un análisis pormenorizado de la “Crítica de la razón pura” y del desarrollo de la “teoría del conocimiento” según el idealismo trascendental; en segundo lugar, un acercamiento a la “Crítica de la razón práctica” y a las cuestiones morales por medio de la "ética formalista” defendida por nuestro autor frente a las morales materiales precedentes, que acompañamos con los correspondientes audiolibros de ambas obras por cortesía de BibliotecaEnAudio.

Immanuel Kant, “Crítica de la razón pura” (audiolibro)

Immanuel Kant, “Crítica de la razón práctica” (audiolibro)

     Y como siempre, una recomendación previa a la preparación de nuestro próximo examen: además de estudiar las aportaciones teóricas de los distintos autores, podéis hacer uso de los apuntes de vuestro profesor (que están colgados en Teams y también están disponibles en esta bitácora) en los que se incluyen varios textos de Immanuel Kant con los que podéis ejercitar el comentario de textos. Para un análisis más pormenorizado de nuestro autor y de sus textos os invito nuevamente a visitar la excelente página Webdiánoia, en la que encontraréis materiales extraídos de la “Crítica de la razón pura” y de “Hacia una paz perpetua”, además de otros enlaces a más obras del autor descargables en formato pdf; finalmente, para revisar el vocabulario específico de los filósofos ilustrados, siempre resulta agradable visitar de nuevo el excelente Diccionario filosófico de Centeno.

martes, 21 de marzo de 2023

Hacia una paz perpetua


     Ahora que podemos disfrutar de las múltiples libertades que nos otorga la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” (1948), convendría hacer un repaso previo a los orígenes de este documento histórico, para lo cual deberíamos empezar por la “Declaración de Independencia de los Estados Unidos” (1776), que se adelanta trece años a la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (1789) redactada y aprobada durante la Revolución francesa. Pero tampoco debemos olvidar el texto de Immanuel Kant (1724 a 1804) que está en la base intelectual de esta y otras declaraciones, que no es otro que “Sobre la paz perpetua” (Zum ewigen Frieden, ein philosophischer Entwurf) de 1795, en la que el autor aboga por la creación de una “Confederación europea de estados republicanos” capaz de garantizar la "convivencia pacífica" entre los mismos.

     Desde la estructura global de las tres críticas kantianas ("razón pura", "razón práctica" y "juicio"), que nos muestran la "estructura interna de la razón" funcionando armónicamente, podemos llegar a cerrar un sistema de ideas que conecte el "ser específico del hombre", como ser libre, con el "mundo de los fenómenos" deterministas y con la finalidad que vemos en la naturaleza. Kant ve depositadas en el ser humano unas posibilidades de “autorrealización” a las que éste está obligado moralmente, a través de una "historia en continuo progreso” que debe guiarnos a una “constitución civil perfecta” como meta cultural a alcanzar de forma continuada, y en la que ha de haber una progresiva aproximación de los "derechos políticos" a los "derechos naturales" y al ideal de una “sociedad armónica y pacífica”… y de una “paz permanente”. 

     He seleccionado esta escena de la reciente serie americana dirigida por Tom Hooper para la cadena HBO “John Adams” (Playtone 2008) sobre el segundo presidente de los Estados Unidos de América, el citado John Adams (Paul Giamatti), en la que el futuro mandatario, habiendo encargado a su compañero Thomas Jefferson (Stephen Dillane) un “borrador” para una futura “declaración de independencia”, muestra su asombro ante el manuscrito presentado por el literato, ya que considera que no es una mera declaración para los americanos, sino para “todos los seres humanos”. El otro invitado a la escena, Benjamin Franklin (Tom Wilkinson), hace acotaciones muy interesantes, que tendremos ocasión de comentar en el aula, sobre la "naturaleza" de las “verdades” expuestas por Jefferson en su texto, que para Franklin son "evidentes por sí mismas".

     La discusión sobre la pertinencia de la “esclavitud” es también muy jugosa: Jefferson se muestra obstinado en este punto, pero Franklin cree que la abolición es un paso radial que no sentaría bien a los estados del sur y, en vista de que no tienen suficientes aliados en favor de la declaración, prefiere posponer el debate sobre los esclavos para más adelante (sólo con Abraham Lincoln en el poder, el decimosexto presidente si mal no recuerdo, se llevará a efecto tal abolición por medio de la “Proclamación de Emancipación” casi un siglo después, en 1863). Estamos ante un momento histórico: la primera "declaración moderna de derechos para toda la humanidad", que suponen tanto la concreción del hipotético “pacto social” promovido por las teorías contractualistas (con John Locke a la cabeza) como la emergencia de los preceptos “iusnaturalistas” derivados de las mismas.

lunes, 20 de marzo de 2023

Las condiciones para la moralidad

     Nos adentramos ahora en la "Crítica de la razón práctica" (Kritik der praktischen Vernunft) de Immanuel Kant (1724 a 1804). Recordad que este autor da un giro radical a la manera de entender la ética, criticando todas las posturas anteriores a él, las denominadas “éticas materiales y de los fines”, al afirmar que el “contenido material de la acción” no es importante, puesto que es la “forma de la acción” la que debe preocuparnos. El nuevo criterio moral que propone Kant supone negar una finalidad para la acción humana, puesto que no es la virtud, ni la felicidad, ni el placer, ni la utilidad (la “consecuencia”), lo que debe movernos a la acción, sino que debemos ser conscientes de que hay una serie de “mandatos” que debemos seguir, “que nos obligan”, “que deben ser cumplidos” (importa la “intención”, nuestra “voluntad” de hacer el bien), aunque seguirlos no nos haga felices o nos produzca placer.

     Es nuestra propia razón, entendida como “razón práctica”, la que debe darnos las "leyes" (Gesetze) por las que regir nuestra conducta, unas leyes que nos indiquen "cómo debemos comportarnos" (que apuntan por tanto a lo "deontológico" y no a lo teleológico") para ser personas auténticas. Estas leyes, que Kant llama “imperativos” (Imperative) no deben limitarse a ser meros “consejos” (concilia) para alcanzar un fin, sino verdaderos “mandatos” (praecepta) que nosotros mismos nos obligamos a cumplir por el hecho de reconocer en ellos la acción correcta. Mandatos que deben ser "a priori": totalmente “incondicionados”, para todo tiempo y lugar, además de perfectamente “universalizables”, válidos para todo ser racional. Estos imperativos deben ser “categóricos” (kategorisch) y no meramente “hipotéticos” (hypothetisch): mandatos que no prometen la felicidad a cambio, solo prometen "realizar la propia humanidad", puesto que ser persona es por sí mismo valioso (Kant introduce aquí el concepto de "dignidad"), y la meta de la moral consiste en "querer ser personas" por encima de cualquier otra finalidad o bien: en querer tener una “buena voluntad”.

     Un ejemplo notable de esta forma de entender la "moralidad" es la película de Clint Eastwood titulada “Cazador blanco, corazón negro” (WB 1990), de la que os muestro la primera de las dos secuencias que hemos visto en el aula, en la que vemos al viejo director "cantarle las cuarenta" a una ridícula aristócrata partidaria del nazismo (podéis consultar la segunda escena siguiendo este enlace, en la que Eastwood es apaleado por defender una "idea de igualdad" que le mueve a la acción de forma "directa e incondicionada"). No hay nada más honesto y justo que defender a judíos y a negros, en especial si uno vive en los años 40 del pasado siglo y el mundo se divide entre los que quieren conquistarlo y los que quieren defenderlo. Eastwood toma partido por los segundos, aunque ello le cueste una paliza; recordad sus palabras finales: “Hay que pelear cuando uno cree que hay que hacerlo, si no te notas las tripas llenas de pus... aunque te den una paliza soberana: si peleas, te sientes a gusto por hacerlo” (te sientes vivo, libre, autónomo: te sientes "persona", porque has hecho "lo correcto").

     Podríamos haber seleccionado cualquier otra obra de este mismo cineasta, que nos ha acostumbrado a poner en la pantalla el "pensamiento moral kantiano", y como muestra dos nuevos ejemplos. En la escena final de "Los puentes de Madison" (Warner Bros 1995) y tras un romántico "escarceo amoroso" con un fotógrafo vagabundo, una mujer casada se debate entre la búsqueda de su propia "felicidad" al lado del hombre al que ama o el "deber" de permanecer al lado de su marido y padre de sus dos hijos. En la más reciente "Cartas desde Iwo Jima" (Warner Bros 2006), tras la muerte de un soldado americano cautivo por los japoneses, uno de ellos recoge la carta que la madre del prisionero le ha enviado y la lee en voz alta ante sus camaradas, lo que nos permite constatar que, independientemente del país o cultura, "el deber lucha siempre por imponerse" (podéis consultarlo en este enlace).

domingo, 19 de marzo de 2023

La fábrica de galletas de Inmanuel Kant

     Hablemos un poco más de Immanuel Kant (1724 a 1804) y de cómo se hacen las galletas. El pensador alemán nos enseña en su “Crítica de la razón pura”  (Kritik der reinen Vernunft) que es necesario dar un “giro copernicano” a nuestro modo de entender la realidad. Para definir el “objeto” es necesario echar mano primero de las “sensaciones”, pero también de los “conceptos”, de la “sensibilidad” tanto como del “entendimiento”. Tenemos, por tanto, que dar un pequeño repaso a su “Estética trascendental”, para avanzar acto seguido a la “Analítica trascendental” (dejaremos la compleja “Dialéctica trascendental” para el final). Imaginemos que queremos definir un “objeto” concreto, por ejemplo, queremos saber “qué es una galleta”. Comencemos.

     Si “la galleta” es “el objeto”, para llegar a ella es necesario descomponerla, primeramente, en sus “ingredientes” (lo que David Hume llamaba “impresiones”). La harina, la levadura, la sal, los huevos, el aceite... ¡no son la galleta! (no se puede comer la harina): es necesario colocar estos ingredientes juntos “en el mismo sitio, a la vez”, es decir, en el espacio y en el tiempo. Para Kant, “espacio y tiempo” son las “formas puras a priori de la sensibilidad”, luego no son los ingredientes, sino algo previo, independiente de ellos: pongamos “la mesa” (espacio) y “las manos” (el tiempo), puesto que son las que ponen el ritmo, las que dan continuidad. El resultado es “la masa” (“fenómeno”) que, por cierto ¡tampoco se puede comer! (es decir, que sigue sin ser la galleta propiamente dicha).

     Entonces, ¿qué hacer? Cogemos la masa y le damos “forma” gracias a unos “moldes” que en nuestra metáfora hacen las veces de “conceptos” (hilando fino, fino... los moldes serían lo que Kant llama “esquemas del entendimiento”) que siguen sin poder comerse, pero al menos ya están estructurados. Lo único que nos queda ahora es aplicarles una “categoría”, esto es, un “concepto puro a priori” (independiente de la experiencia, ajeno por tanto a la masa fenoménica). El calor del horno actúa como “causa” o, si se prefiere, como principio que “da existencia” al fenómeno (previamente estructurado), generando nuestra deseada “galleta”... que, ahora sí, ya podemos saborear. Ya tenemos el “objeto” (fenoménico)… pero no la “cosa en sí” (“noúmeno”). ¿Existe la “galleta perfecta”? ¿Es posible una “idea de galleta”?

     Para poner fin al artículo, os he seleccionado este momento maravilloso de la película “Eduardo Manostijeras” (WB 1990), en la que su director Tim Burton rinde homenaje al cine de terror gótico de los años cuarenta y cincuenta, poniendo al frente del reparto a un maduro Vincent Price, genio incomprendido, inventor imaginativo y loco entrañable que, tras idear un sistema para “fabricar galletas”, se queda finalmente con una galleta en la mano... una galleta con forma de corazón, y se le ocurre colocar este corazón en el costado de uno de sus autómatas... menuda idea: “¡dotar a un mecanismo automático de alma!” Pero ¿es posible aplicar un concepto a una idea? ¿Tiene el alma humana existencia, o podemos aplicarle cualquier otra categoría?

     El “alma” (la mente, la conciencia) trasciende el ámbito estético y analítico, y nos coloca en el terreno de la dialéctica trascendental, en la que “ya no valen las categorías”: dar existencia a una galleta ideal no es lo mismo que dar existencia a un ser humano, y Vincent, aunque nos pese, no es Dios. De hecho, en el mismo (¡glorioso!) momento en el que el excéntrico inventor enseña las “manos (“el verdadero alma del ser humano”, según Aristóteles, que afirma que los seres humanos “pensamos con las manos”) para sustituir las extremidades a su criatura Eduardo (Johnny Depp), el viejo sabio se muere, dejando su obra inconclusa, y a nuestro héroe con unas imprecisas tijeras para orientarse en el mundo... Pero esto, amigos míos, ya es otra historia...

sábado, 18 de marzo de 2023

Las ideas trascendentales de la razón


     Siguiendo con la “Crítica de la razón pura” (Kritik der reinen Vernunftde Immanuel Kant (1724 a 1804), el estudio de la “Dialéctica trascendental” (Transzendentale Dialektik) se antoja con mucho el más complicado de ejemplificar, pero vamos a hacer un intento con la deliciosa, por original e ingenua, primera película de John Carpenter, titulada “Dark Star” (Bryanston 1974). En un mundo futuro, la nave espacial del título se encuentra al borde de la destrucción por obra de una máquina: el “robot inteligente” que la controla, que ha activado una “bomba” y ha iniciado la cuenta atrás. Mal asunto para los tripulantes de la nave, que se enfrentan a la aniquilación. Así que uno de ellos, el intrépido Teniente Doolittle (Brian Narelle) se desliza por la escotilla hacia el espacio infinito y se aproxima al robot para plantearle un reto intelectual: “¡una discusión sobre metafísica!”.

     Mientras el tiempo se agota, los dos interlocutores repasan la historia de la filosofía moderna en brevísimos segundos, centrándose en los tres elementos básicos que configuran toda metafísica, al menos desde René Descartes: las ideas de “Dios”, “alma” y “mundo”. El astronauta planea que el robot detenga la cuenta atrás intentando que éste responda con certeza a una (aparentemente) simple pregunta: “¿cómo sabes que existes?” Dicho de otro modo, cómo saber “con evidencia” que existimos, o que lo que está fuera de nosotros existe, o que podemos establecer una relación entre ambos. Por supuesto, la máquina cita a Descartes (“Pienso, luego existo”), pero para el astronauta esta “certeza” es sólo “psicológica”, “subjetiva”... y debe de haber algo más: “¿Cómo puedo saber que los datos que me llegan a la mente son reales, objetivos?”. Bien pudiera ser que estos datos fueran “erróneos”. Las dudas son tales, que al final el siniestro artefacto se sumerge en el mismo escepticismo epistemológico que David Hume, detiene la cuenta justo a 0 segundos, y la nave no explota (al menos por de momento), mientras se retira “a meditar una respuesta”.


     Difícil resulta dar una respuesta cuando la máquina es incapaz de aportar “datos empíricos”. Lo que el astronauta le exige es algún tipo de explicación “a posteriori”, y nosotros sabemos que esta no es posible en el campo de la “metafísica”, puesto que esta forma de pensamiento trabaja con “ideas a priori”, “trascendentales”, que tratan de definir la “cosa en sí” (Noumeno), que exceden el ámbito de la experiencia, y además no puede construir “juicios sintéticos a priori” sobre la realidad (como si lo hacen las “matemáticas” o la “física”). Las ideas que la “razón” (Vernunft) aporta escapan por completo a nuestro conocimiento, puesto que la idea de “yo” no se refiere a ningún objeto de la experiencia, y aplicarle una “categoría” (como por ejemplo, la de “existencia” o la de “realidad”) es hacer un “uso ilegítimo”, acrítico, de la razón, que genera lo que Kant llama “ilusión trascendental” (la misma que aflige a nuestro robot metafísico en los momentos finales del film). Estas “ideas trascendentales” solo pueden tener un “uso regulativo” que dirija el pensamiento hacia síntesis más generales: las totalidades Dios, alma o mundo… lo que solo puede darse a través del “uso práctico de la razón”, pero no desde su uso teórico.

     Solo un apunte final. Aunque no sea demasiado importante, finalmente el robot hace estallar la nave (“hágase la luz”… menuda frase cargada de significados), y nuestro astronauta queda “aislado del mundo” y “perdido en el espacio”, náufrago en el profundo infinito de la realidad cósmica. Pero encuentra un retazo de lo que antes fue su nave espacial y, ¿a qué no sabéis que es lo que se le ocurre hacer con él? Tal vez la “conciencia” no existe (o no podemos conocer nada sobre ella), pero si no la damos por sentada: “¿cómo justificar la libertad humana?”. No os perdáis este sorprendente final, que seguro os robará una sonrisa, y que pone una nota de color al son de la animada canción country “Benson, Arizona” (escrita por Bill Taylor y con música del propio John Carpenter). Como se suele decir: “cuando todo está perdido, por lo menos huele las rosas”. ¡Disfruta el momento!

viernes, 17 de marzo de 2023

Los concepto puros del entendimiento


     Aquí va un segundo apunte sobre la “Crítica de la razón pura” (Kritik der reinen Vernunftde Immanuel Kant (1724 a 1804). Ya hemos analizado la "Estética trascendental". Debemos pasar a continuación a la “Lógica trascendental” (Tanszendentale Logic), que el propio Kant divide en dos: “Analítica trascendental” (Transzendentale Analitic) y “Dialéctica trascendental” (Transzendentale Dialektik). La primera de ellas se encarga de estudiar la facultad del “entendimiento” (Verstand), cuyo objeto de estudio son los “conceptos”. También aquí se establece la distinción entre “conceptos empíricos” (a posteriori), aquellos que derivan de la observación de los datos comunes a diversos objetos; y “conceptos puros” (a priori, al margen de toda experiencia), aquellos que produce el entendimiento por sí mismo y que Kant denomina “categorías” (Kategorien), que se aplican a todo aquello que proviene de la sensibilidad, y que facultan para el conocimiento físico de la realidad. Recordemos que Kant denomina “objeto” de la realidad a la unión efectiva entre el “fenómeno” (polo objetivo) y el “concepto” (polo subjetivo), de modo tal que el objeto es algo más que la mera recepción de los datos sensibles, y que debe ser el sujeto quien lo “construya”, bien asignándole un concepto a esos datos de la sensibilidad, bien aplicando sobre ellos alguna categoría. El propio Kant elabora una "lista de las categorías", que quedan resumidas en su famosa “tabla de los juicios” y se reducen a doce (como podéis consultar en este enlace).

     Para ejemplificar estos conceptos hemos seleccionado un hermoso pasaje de la película “El milagro de Ana Sullivan” (MGM 1962) de Arthur Penn, un magnífico duelo interpretativo entre Hellen Keller (Patty Duke), una chica ciega, sorda y muda, y Anne Sullivan (Anne Bancroft), la joven institutriz que intenta educarla. Aunque al principio la profesora debe centrar sus esfuerzos en enseñar "modales" a la joven, que ha sido criada bajo el consentimiento paterno y hace lo que le apetece (desde tirar objetos hasta comer con las manos), el interés de Anne no es otro que comunicarse con la pequeña, y conseguir que ella se comunique igualmente, y a tal efecto desarrolla un método de enseñanza basado en “signos”, que la profesora ejecuta con sus manos. El problema es que Hellen repite los signos de forma no comprensiva, esto es, sin darles significado (“como un mono”, llega a decir su hermano): en términos kantianos, diríamos que no es capaz de "asignar a cada signo un objeto de la realidad" o, más bien (por utilizar el famoso “giro copernicano” kantiano), que es totalmente incapaz de entender que "los signos son signos”, esto es, que “designan” objetos del mundo real, que los sustituyen o están en su lugar.

     La propia Anne repite a la niña (sin que esta pueda oírla): “si tan solo pudiera hacerte comprender que cada gesto de mis manos es una palabra” (por tanto, no la propia realidad, sino sólo algo que nos permite hablar de ella, “representarla”). Finalmente, en la última y emocionante escena de la película, Hellen comprende. Y curiosamente, lo hace gracias a que aún recuerda su primera palabra hablada (justo antes de que perdiese el oído, y con ello la voz), y la repite en el momento en que entra en contacto con ese objeto: “agua”. Para ello ha tenido que partir de los "datos de la experiencia", pero a la vez ha sido capaz de "conceptualizarlos". Es entonces cuando Hellen finalmente comprende “qué es el agua”: sólo cuando “entiende el concepto”, cuando es capaz de “nombrarlo”, puede “construir” el objeto que tiene delante, darle significado, y a partir de ahí construir "juicios": “el agua moja”, “el agua está fría”, "el agua refresca"... (de hecho, los juicios no son más que el resultado de combinar conceptos por medio de la facultad del "entendimiento").

     La posibilidad de generar juicios sobre la realidad nos permite justificar la “física” (y por extensión todas las “ciencias naturales”) como ciencias en sentido estricto, en tanto que tales juicios son “sintéticos a priori”: aportan información novedosa (“amplían nuestro conocimiento”) sin necesidad de recurrir a la experiencia (son “universales y necesarios”). Pero los meros “conceptos empíricos” (o los juicios construidos a partir de ellos) no bastan para comprender la realidad, esta debe ser “informada”, categorizada”, una labor que hace el “sujeto” a partir de los datos empíricos proporcionados por el “objeto”, a partir de las sensaciones arrojadas por la “sensibilidad”. La “realidad” (fenoménica, puesto que la realidad nouménica es inalcanzable) “se construye”, literalmente, “en la mente del sujeto”: es el “entendimiento” humano el que genera la realidad al aplicar al “fenómeno” las categorías: “totalidad”, “realidad”, “causalidad”, “existencia” (en el caso que nos ocupa) y que revelan a Hellen el hecho de que “el mundo está ahí”, listo para ser aprehendido. Un notable ejercicio de coraje el que vemos en la joven protagonista, y en su decidida maestra Anne, que bien podría inspirarnos a todos: “sapere aude” (“atrévete a saber”), en palabras del nuestro ilustre filósofo.

jueves, 16 de marzo de 2023

Las formas puras a priori de la sensibilidad


     El análisis de la teoría del conocimiento del idealismo trascendental supone un evidente esfuerzo de abstracción, que aquí vamos a intentar resolver mediante tres artículos sucesivos, cada uno de ellos dedicado a una de las tres partes de la “Crítica de la razón pura” (Kritik der reinen Vernunft) de Immanuel Kant (1724 a 1804). Comenzamos por la “Estética trascendental” (Trassczendentale Ästhetik) : os recuerdo que esta parte de la Crítica se centra en la facultad cognoscitiva denomina “sensibilidad” (Sinnlichkeit), que puede ser “empírica” (derivada de los datos de la experiencia), o bien “pura” (al margen de toda experiencia): si la primera introduce elementos como colores, sonidos, sabores... esto es, “sensaciones” (lo que David Hume llamó, grosso modo, “impresiones”), la segunda se encarga de enmarcar estos datos empíricos en el “espacio” y el “tiempo” (Raum und Zeit), que son las “formas puras a priori de la sensibilidad”. Si las sensaciones se entienden como la “materia” que compone la sensibilidad, el espacio y el tiempo son “formas”, es decir, no son las propias impresiones sensibles (verde, agudo, salado...), sino el modo como percibimos todas las impresiones particulares. Para Kant, estas formas son “intuiciones puras a priori”. Detallemos esto un poco: son “intuiciones” porque no son conceptos del entendimiento, sino formas que posibilitan la percepción; son “puras” porque carecen de contenido empírico; y son “a priori” porque no proceden de la experiencia, sino que la preceden, como condiciones para que esta sea posible. Espacio y tiempo son como dos “coordenadas vacías" en las cuales se ordenan las impresiones sensibles. Finalmente, a la percepción de los datos de la sensibilidad en el espacio y el tiempo, Kant lo denomina “fenómeno” (Phänomena), que es el objeto de estudio de la facultad de la sensibilidad, y que posibilita el “conocimiento matemático”, tanto “geométrico” (espacial) como “aritmético” (temporal).

    Para visualizar esto, os remito, en primer lugar, a la siguiente escena de la película “Blade Runner” (WB 1982), todo un clásico de la ciencia ficción del aclamado director Ridley Scott, a partir de la novela de Philip K. Dick titulada “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968). Un policía de Los Ángeles es requerido para “retirar” (asesinar) a unos “replicantes” (organismos cibernéticos genéticamente programados para ser superiores a los propios humanos). En la búsqueda de uno de estos malvados replicantes, el viejo “blade runner” descubre unas fotografías, y con la ayuda de una avanzada máquina explora el “espacio” dentro de la fotografía (su “orden geométrico”, “continuo”), para “ir más allá de las impresiones”, hasta intentar descubrir al asesino que persigue (una hermosa “cyborg” con una serpiente tatuada en el cuello). Es interesante ver como la percepción de una simple fotografía puede ser alterada solamente “cambiando la perspectiva”, enmarcando los datos que nos ofrece en un espacio diferente (en este caso, un reflejo en un espejo, que nos ofrece una imagen invertida de la realidad).

     Este juego también puede verse en una película algo más antigua: “Blow-Up (Deseo de una mañana de verano)” (Bridge Films 1966) de Michelangelo Antonioni,  basada en el relato "Las babas del diablo", de Julio Cortázar, donde un fotógrafo profesional es capaz de descubrir un asesinato a partir de la unión de varias fotografías. Lo interesante aquí es que se juega con el “tiempo”, más bien que con el espacio, para ir superponiendo “una fotografía tras otra” (las fotos, por definición, son “discontinuas”: detienen el tiempo para captar un momento aislado). Pero a partir de una simple intuición empírica, una sombra en una de las instantáneas que llama su atención, el fotógrafo comienza a enlazar unas fotografías con otras, sucesivamente (1, 2, 3… en “orden aritmético”, “discreto”), y entonces las imágenes “cobran sentido”, y nos revelan el “fenómeno” (en este caso, el asesinato de una joven, que pasa desapercibido en cada fotografía separada, pero adquiere sentido si se juntan todas ellas).

     Otro ejemplo de utilización del tiempo lo encontramos en la más reciente “En el nombre del padre” (Universal 1990) de Jim Sheridan, a partir de la autobiografía de Gerry Conlon titulada “Inocencia probada” (1991). El protagonista, uno de los cuatro jóvenes irlandeses conocidos como los “Cuatro de Guildford”, es acusado de terrorismo, detenido y encarcelado por un crimen que no había cometido. Tras pasar varios años en la cárcel (“limitado su espacio” a unos pocos metros), su “sentido del tiempo” varía, hasta modificar su propio punto de vista sobre el mundo. En un momento de la narración, Gerry se mira en el espejo y reflexiona: “Es increíble como la cárcel puede cambiar tu percepción del tiempo: puedes escuchar el goteo de un grifo, cómo cada gota golpea en el lavabo, una, y luego otra, y otra, y otra... es interminable… De repente parpadeas, y han pasado dos años”. Lo que se sugiere aquí es que el tiempo no es algo “uniforme”, que nos viene ya dado por la naturaleza, sino que depende de la percepción humana, de la “sensibilidad” (y no del entendimiento). Y no depende tanto de los “datos materiales” objetivos, como del modo en que nuestra sensibilidad “ordena esos datos”, del hecho subjetivo de “darles cierta forma”. Un juego similar a este se encuentra en la novela “El perseguidor” (1959) de Julio Cortázar. Si tenemos tiempo, podremos echarle un vistazo en el aula a uno de mis pasajes favoritos, en el que el protagonista Jonnhy Carter (trasunto del saxofonista Charlie Parker) es capaz de vivir “quince minutos en un minuto y medio”, para lo que sólo necesita meterse “dentro de un reloj”, o de algo que funcione como un reloj, por ejemplo el “metro de París” (puedes explorar el pasaje en este enlace).

miércoles, 15 de marzo de 2023

¿Y qué pasa con las mujeres y las ciudadanas?


     La “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” promovida por la Asamblea Nacional Constituyente en 1789, proclama fundamental para comprender la “realidad social y política” de los años por venir, nace no obstante con una limitación radical que las “primeras filósofas feministas” denunciarán: la mujer aún no computaba de pleno derecho en esta definición de “hombre” y de “ciudadano”. Aparcado el Antiguo Régimen, la mujer continuaba siendo “mujer”, y en ningún caso se la podría considerar como “ciudadana”, anclada aún en el feudalismo, sometida a la “voluntad del varón” (llamémosle señor, monarca, déspota, padre, esposo…), que ejerce su “soberanía” sobre ella… contra ella. No se trata de un mero “juicio de valor” sobre las mujeres, ni mucho menos de un “prejuicio psicológico” sobre sus capacidades intelectuales o morales… se trata de una descripción de su “situación jurídica”: la mujer es inferior al varón “de derecho”… poco importa pues si lo es o no “de hecho” (si bien esta es la justificación más común para sostener aquello).

     La primera en alzar la voz fue Marie Gouze, dramaturga, panfletista y filósofa política francesa, más conocida por su seudónimo literario Olympe de Gouges (1748 a 1793). Inicialmente ninguneada por la Comédie Française (dependiente económicamente de la Corte de Versalles), sus primeros escritos teatrales opuestos a la “trata de esclavos” serán duramente censurados, y llevarán a la autora a pasar una temporada en La Bastilla. Firme defensora de los principios revolucionarios, inicia entonces un activismo político inusitado para una mujer, publicando en el “Periódico General de Francia” algunos artículos sobre la necesidad de un “impuesto patriótico”, contra el “lobby colonial” y en defensa de la “abolición de la esclavitud”, que es sin duda el elemento rector de muchos de sus textos, y anticipa sus ideas en favor de una “igualdad legal efectiva entre todos los seres humanos”.

     En 1791 publica la que será su obra más relevante, la “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana” (Declaration des droits de la Femme et de la Citoyenne): “Hombre, ¿Eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. La frase que inaugura el texto es toda una declaración de principios, una proclama radical e irreverente: ¿es posible una sociedad justa sin la participación de las mujeres? ¿Hasta cuándo van a ser ninguneadas por su condición “femenina” (afectada, vehemente, sentimental… ¡irracional!)? La lucha de Gouges se focaliza en la defensa de los “derechos jurídicos” de las mujeres, especialmente de su derecho a la “propiedad”: a la tierra, al hogar, al capital… posteriormente a la emancipación, a la visibilidad pública, al voto… (pero eso no queda tan claro en la autora, porque hay prioridades: lo primero es lo primero). La mujer entra en este momento en el “debate público”, se hace visible en el “ágora”… y se expone a la dialéctica de la contradicción, al debate, a la confrontación, y también a la crítica, a la infamia, a la represalia: se hace “igual” (y “se hace ella”, porque “lo decide ella”).

     Defensora de la “monarquía constitucional” y de la “separación de poderes” promovida por Montesquieu, su oposición a la condena a muerte del rey Luis XVI y su apoyo incondicional al partido de los “girondinos”, opuestos a los “jacobinos” liderados por Robespierre (que, no lo olvidemos, defienden el “sufragio universal” frente al “sufragio censitario” promovido por sus opositores) le valen la animadversión del Comité de Salvación Pública e inician un proceso contra ella bajo los cargos de “rebelión y traición” que inevitablemente acabarán con sus huesos en el cadalso. ¿Primera mártir feminista? ¿O simplemente una nueva víctima del “poder establecido” y su secular inquina hacia los “librepensadores” (Sócrates, Epicuro, HipatiaBruno, Espinosa…)? Abanderada de la lucha por la igualdad, tras ella las espadas permanecen en alto… la pelea continúa.

     Al otro lado del canal, destaca con luz propia la novelista y ensayista británica Mary Wollstonecraft (1759 a 1797), una de las primeras mujeres en establecerse como “escritora profesional e independiente” en su país, algo totalmente inconcebible para la época, ya que resultaba terriblemente complicado mantenerse económicamente con semejante ofició siendo mujer. Casada con el escritor William Godwin (1756 a 1836), precursor del “activismo anarquista”, y madre de la escritora Mary Shelley (1797 a 1851), celebre autora de la primera novela de ciencia ficción, “Frankenstein o el moderno Prometeo” (Frankenstein, or The Modern Prometeus), murió a temprana edad como consecuencia de las “complicaciones derivadas del parto” de su segunda hija, algo por desgracia muy habitual en la época, lo que seguramente nos privó de una contribución literaria más extensa.

     Tras abrir una escuela en Newington Green junto a Fanny Blood (“la mujer que abrió mi mente”) se dedica por entero al mundo de la “enseñanza” y la “traducción” de textos al francés y al alemán, pero la prematura muerte de su querida amiga la fuerza a modificar sus planes y a trasladarse a Francia para vivir de cerca la Revolución de 1789, de la que se declara devota incondicional, al punto de escribir en 1790 una “Vindicación de los derechos del hombre” (A Vindicación of the Rights of Men), en respuesta crítica a un texto opuesto a las premisas revolucionarias del conservador Edmund Burke (1729 a 1797). En París se hace consciente de las confusiones que azotan al país y de las desigualdades que las premisas del Comité de Salvación Pública generan, y en respuesta a ello escribe la que sin duda es su obra más reputada, la famosa “Vindicación de los derechos de la mujer” (A Vindication of the Rights of Women) de 1792, donde proclama una “ordenación social basada en la razón” que pasa por la necesaria “igualdad entre los sexos” como prerrogativa determinante para tal efecto: las mujeres no son inferiores a los varones “por naturaleza”, y tan solo su “condición social” y su “educación tradicional” las someten a este estado de inferioridad.

     Tras su muerte, su marido (que era anarquista, recordemos) se atrevió a publicar sus “Memorias” (1798), un gesto que sin duda le honra, pero que tuvo un efecto inesperado: al constatar el público su “estilo de vida heterodoxo e inconformista”, y su “moral extravagante y disoluta”, su reputación cayó en picado, hasta tal punto que tuvieron que pasar varias décadas para que su figura pública y sus escritos filosóficos fueran rehabilitados. Hoy en día, esta forma de vida “iconoclasta y reivindicativa” se aprecia en su justa estima, y Wollstonecraft ha pasado a ser considerada como una de las “pensadoras fundacionales del movimiento feminista” en su lucha por los principios de “igualdad y equidad”.

     Las dos filósofas que acabamos de mencionar constituyen la “punta de lanza” de las primeras reivindicaciones en favor de los “derechos de la mujer”, y sus figuras excepcionales oscurecen en cierta medida la labor de muchas otras féminas que, renuentes a aceptar su “condición servil” y a su reclusión en el “ámbito doméstico”, proponen modelos alternativos (sin necesidad de salir de su espacio hogareño) que pasan por el “asalto a la razón” en igualdad de disposición a los varones. Hablamos de las primeras “filósofas mundanas”, promotoras de los conocidos “salones literarios”, las famosas “salonnière”, pioneras eminentes como Anne-Catherine Helvétius, Marie Anne de Vichy-Chamrond (marquesa de Deffand), Marie-Thérèse Rodet Geoffrin, Anne-Thérèse de Marguenat de Courcelles (marquesa de Lambert) o Jeanne Julie Eleonore de Lespinasse, por citar a algunas de las más insignes, que abren las puestas de sus hogares a los más afamados filósofos, científicos, literatos y moralistas de la época, cautivados sin duda por estas mujeres excepcionales que “se atreven a saber”. Pero este hecho inusitado merece un artículo en profundidad que dejaremos para una próxima ocasión.

martes, 14 de marzo de 2023

Allons enfants de la Patrie...


     La “revolución contra la monarquía” que vivió la Francia de finales del siglo XVIII tuvo sus raices en la crítica contra la desmesura y la intolerancia del poder absolutista. Luis XIV había muerto en 1715, y el trono recayó en la persona de Luis XV (1710 a 1774): durante su reinado, la nación vivió un notable “debilitamiento” y una "descomposición" del absolutismo imperante, y la escasa capacidad práctica del Rey, unida a los fracasos en política exterior, contribuyeron al desprestigio de la Corona y a una creciente intervención del Parlamento. Se produjeron “enfrentamientos entre las clases privilegiadas y la burguesía", cada vez más acaudalada: "la nobleza y el clero", que constituían el 5% de la población, eran estamentos privilegiados que acumulaban grandes propiedades y rentas, mientras que el 95% restante lo formaba el llamado “tercer estado”, integrado por la “burguesía” (con muchas expectativas económicas), el “artesanado” (con los anticuados y debilitados gremios) y los “campesinos” (que en su mayoría vivían sometidos todavía a un régimen feudal). Y era este tercer estado el que asumía la mayor parte de los "impuestos" que tenían que cubrir los "gastos públicos" y el "déficit crónico" de la Corona: los nobles disfrutaban de numerosas excenciones fiscales y el clero sólo tributaba voluntariamente.

     Así las cosas, la ineptitud de la Corona para acometer unas "reformas económicas" que se antojaban imprescindibles, los graves "desequilibrios sociales", el enfrentamiento de muchos nobles al "poder absoluto del monarca" y la “crítica radical de los ilustrados” (especialmente de Voltaire y los enciclopedistas) arrastraron a Francia hacia la Revolución de 1789. Tras el declive de Luis XV, el reinado de Luis XVI (1774 a 1792) estuvo marcado desde el principio por continuas "insurrecciones", a las que seguirían diversos intentos de "reforma" promulgadas por sus sucesivos ministros de Hacienda. La "bancarrota nacional" de 1788 obligó al Borbón a aumentar el número de representantes del tercer estado en los Estados Generales, los cuales exigieron "participación en la dirección política de Francia".

    A partir de este momento, se iniciará un “imparable y sangriento” proceso revolucionario: se convocan en el Palacio de Versalles los Estados Generales (5 de mayo) que se constituyen en Asamblea Nacional primero (16 de junio) y poco después en Asamblea Nacional Constituyente (9 de julio) mientras surgen los primeros conflictos militares; se produce el asalto a la Bastilla, prisión y arsenal del Estado, por parte del “pueblo de París”, que libera a los presos y se hace con las armas (14 de julio, actual “Fiesta Nacional francesa”), lo que concluye en la "abolición del régimen feudal" (4 de agosto) y la proclamación el 26 de agosto de la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano" (Declaration des droits de l´homme et du citiyoen), donde se legitiman los derechos de "resistencia a la opresión" y se hacen efectivos la "igualdad jurídica" y la "libertad personal".

    En el mes de enero de 1793 el rey Luis XVI es invitado a probar las bondades del nuevo invento de Joseph Ignace Guillotin, mientras la Europa monárquica mira aterrada a la "nueva Francia revolucionaria", a la que se opondrá de forma armada. Tras la ejecución del monarca llegará el "Reinado del Terror" bajo el mando del jacobino Maximilien de Robespierre (1758 a 1794), y tras él una nueva "constitución" que dejará el poder en manos del Directorio, al que siguen diferentes "revueltas" que inicialmente serán reprimidas por el ejército, y que a largo plazo movilizaran al general Napoleón Bonaparte (1769 a 1821) a dar un “golpe de Estado” el 9 de noviembre de 1799 (18 de Brumario), instalando el Consulado. Y a partir de aquí, todo es historia (porque el alzamiento de Napoleón como “Emperador del mundo” lleva inscrito en sus genes el inevitablemente signo del fracaso).

     La nueva situación política planteada por la revolución no dejará indiferentes a los filósofos por venir, que tendrán que "posicionarse radicalmente" ante un evento de semejante magnitud histórica, la mayoría de ellos a favor: algunos abiertamente (pues ven en las proclamas de la Asamblea Nacional la concreción de los "ideales propuestos por los ilustrados") y otros con más reservas (pues tendrán que lidiar con el inevitable "periodo del Terror" que le sigue, y explicar su inherente necesidad). Nosotros queremos detenernos en el acontecimiento más relevante (filosóficamente hablando) de todo el proceso, que no es otro que la "Declaración de Derechos", primer paso para la consolidación de los preceptos iusnaturalistas y que anticipa las futuras declaraciones de Derechos humanos de las que disfrutamos en la actualidad, y que tendrá ya un carácter internacional, ecuménico (universal).

    En el arranque de la película “Danton” (Coproducción 1983) de Andrzej Wajda, nos encontramos con una escena cotidiana: una mujer dando un baño a su hermano pequeño (sólo avanzada la película, nos enteramos que ella es la esposa del gobernante Robespierre). El niño recita de memoria los artículos de la “Declaración de los Derechos”; lo hace de forma puramente repetitiva, y es reprendido por la mujer (físicamente) cada vez que comete un error, sin llegar a comprender exactamente por qué se le maltrata. Más allá del viejo dicho popular “La letra con sangre entra” (que nos indica que es necesario el trabajo y el estudio para comprender algo o para avanzar en algo), la escena nos invita a reflexionar sobre la necesidad de "conocer nuestros propios derechos", hacernos conscientes de cuáles son nuestras libertades “como individuos y como miembros de una colectividad”, si de verdad queremos participar como "ciudadanos de pleno derecho" en la "construcción de la Nación". El niño aprende por la fuerza que los derechos no son algo que “se tiene”, sino algo que “se pelea”… en la esperanza de que sus hijos y nietos no tengan que hacerlo, nacidos ya en un mundo de libres, iguales y solidarios. “Marchemos, hijos de la Patria… ¡A llegado el día de la gloria!”.

lunes, 13 de marzo de 2023

Las teorías del contrato social


     Se conoce como contractualismo a la teoría política que establece que el origen de la “sociedad política” y del “Estado moderno” son “convencionales”, y que surgen como fruto de un “pacto o acuerdo” entre los seres humanos. Frente a la teoría política denominada organicismo, que sostiene que la “sociedad” es anterior a los “individuos” (y que de hecho es la sociedad la que constituye al individuo, ya que no existen hombres al margen de la sociedad), la teoría contractual sostiene que son los individuos los que constituyen la sociedad “por asociación” mediante un hipotético “contrato” (social contract). Definido así el “estado de sociedad”, deberemos aceptar la existencia de una situación previa (igualmente hipotética) anterior al surgimiento de este, que generalmente se conoce como “estado de naturaleza” (state of nature). Seguramente fue Thomas Hobbes (1588 a 1679) en su obra de 1651 “Leviatán, o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil” (Leviatan, or the Matter, Form and Power of a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil) el primero en describir esta situación de la siguiente manera:

     “Los hombres son todos iguales”, por lo que no tienen necesidad alguna de estar juntos (la sociabilidad no se antoja necesaria). Pero este escenario provoca un “derecho de todos sobre todas las cosas” (ius omnium in ovni), ya que todos los hombres gozan del mismo “derecho natural”, consistente en “la libertad de usar su propio poder, como se quiera, para preservar la propia naturaleza”. Esto obliga a una “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes) promovida por el ánimo competitivo, la situación de inseguridad y el deseo de gloria o fama. Es evidente que Hobbes tiene una concepción negativa de la naturaleza humana: “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus est). Esta situación es caótica y miserable: puesto que no hay agricultura, ni industria, ni ley, ni moralidad, en el estado de naturaleza reina un ambiente de desconfianza y el hombre siente un “temor continuo al peligro y a la muerte violenta”.

     Sólo puede ponerse término a esta terrible situación pactando la instauración de un “poder incontestable”, al que los individuos ceden “todo el suyo” (todos sus “derechos naturales”). Gracias a este “pacto” surgen tanto el Estado como la sociedad: es la fuerza de este “contrato” la que, al crear un poder irresistible, saca a una multitud de individuos de su estado de naturaleza y les confiere una “organización social y política”. El conjunto de seres así unidos se llama “Estado” (civil society), el que asume el poder se llama “soberano” (sovereign authority), y los pactantes pasan a tener la condición de “súbditos” (subjets). El poder del soberano es “absoluto”, “ilimitado”, “inalienable” e “indivisible”, sencillamente porque si no lo fuera no podría cumplir con la función para la que ha sido instituido: asegurar la “paz social” (motivo por el cual el monarca debe estar “al margen del pacto”, como garante del mismo, pero sin estar sometido a él). En último término, Hobbes está legitimando el poder de las “monarquías absolutas” como forma de gobierno más adecuada a las condiciones de la naturaleza humana.

     John Locke (1632 a 1704) en su obra de 1660 “Dos tratados sobre el gobierno civil” (Two Treatises of Goberment) adopta un punto de vista similar al de su compatriota Hobbes, pero le objeta que el hipotético “estado de naturaleza” no está regido por el “reino de la licencia” sino por la “ley natural” (law of nature), y es gracias a ella que el individuo tiene derecho a “castigar el crimen, protegerse a sí mismo y a los demás y obtener la reparación del daño”, llegado el caso. Pero precisamente esto mismo convierte a este escenario en algo inseguro. El único medio de conservar los derechos individuales con seguridad es la unión de los hombres en sociedad, mediante un “pacto” (igualmente hipotético) con el cual se construye un “cuerpo político” (goberment) con suficiente “autoridad” para salvaguardar “los bienes y los derechos de todos”. Nadie, a partir de ese momento, puede “tomarse la justicia por su mano”, puesto que la comunidad política resultante tiene como finalidad la “seguridad de todos” y la “defensa de sus derechos”.

     A diferencia de Hobbes, Locke entiende que no es necesario entregar “todo el poder” (todos los derechos) a la autoridad constituida sin reservarse los pactantes ninguno para sí mismos. El poder deberá estar vinculado al fin para el que fue instituido: la “salvaguarda de los derechos naturales”, que son básicamente tres: “la vida” (life), “la libertad” (liberty) y “la propiedad” (property), entendida ésta unas veces como “el conjunto de bienes y derechos propios del hombre”, otras como “los bienes que el hombre alcanza con su trabajo”.

     Por otro lado, “el poder se ejerce sobre todo el territorio de la comunidad”, que no es otro que las tierras de los pactantes Para conocer cuándo en un territorio dado se ha pasado del “estado de naturaleza” al “estado civil” (civil state), como Locke lo denomina, deberemos constatar la existencia de tres elementos: “leyes ciertas” (true laws), “jueces conocidos” (known judges) y “poder suficiente” (enough authority). Allí donde existen hay que suponer celebrado el pacto e instituida la “comunidad política”. De lo contrario, se está todavía en el estado de naturaleza: esto último es lo que ocurre con el Estado absoluto.

     Así pues, Locke va a distinguir tres “funciones” o “poderes” en un Estado constituido: “legislativo” (encargado de la redacción de las leyes: leyes justas), “ejecutivo” (encargado del derecho de gentes: jueces conocidos) y “federativo” (encargado de las relaciones exteriores y del derecho internacional: poder suficiente). Las ideas de Locke tendrán una amplia repercusión política a lo largo del siglo XVII en Inglaterra, ya que van a suponer la conquista de determinados derechos por parte de los “hombres libres” (citizens), los “propietarios”, paralela a la emergencia del Parlamento como orden político equiparado al Rey. En último término, Locke está legitimando el poder de las “repúblicas parlamentarias” como única forma de gobierno adecuada para preservar las libertades individuales. Esta propuesta de corte “liberal” tendrá su epítome con la “Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América” (1776), que transforma en un “hecho jurídico” lo que hasta entonces tan solo era una hipótesis de trabajo: “la constitución de un Estado a través de un pacto entre particulares”.

     Frente a este optimismo, Jean-Jacques Rousseau (1712 a 1778), va a sostener que nuestra sociedad actual está basada en la “desigualdad”, y que por tal motivo es “injusta” y ha “pervertido al hombre”. Todo está establecido como si hubiera tenido lugar un “pacto desigual y leonino”, en virtud del cual “los poderosos y ricos toman lo poco que les queda a los débiles y pobres a cambio de las molestias que sufrirán gobernándolos”. Ahora bien, la “igualdad” (égalité) es indisociable de la “libertad” (liberté), y una y otra son “derechos humanos inalienables”. En su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” (Dicours sur l´origine et les fondements de l´inegalite parmi les hommes) afirma que una sociedad como la nuestra, basada en la desigualdad y en la servidumbre, es “ilegítima”, incapaz de garantizar la plena libertad de los individuos: hace falta una transformación de la sociedad existente sobre un “pacto social igualitario” (nuevamente hipotético), conforme al cual cada uno cede todos sus derechos “a la comunidad”, sin reservarse ninguno para sí, porque ni lo necesita ni sería permisible que nadie se los reservara con la intención de utilizarlos en su particular provecho a expensas del interés común.

     Afirma Rousseau en su obra de 1762 “El contrato social, o Los principios del derecho político” (Du contract social, ou Principes du droit politique): “Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. Debemos distinguir por tanto entre la libertad natural, “que no tiene límites mas que en la fuerza del individuo, y la libertad civil, que está limitada por la voluntad general”. Y junto a estas dos formas de libertad, será necesario añadir una tercera, la libertad moral, “la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad”. Es precisamente esta libertad moral la que permite justificar la acción de gobierno tendente a asegurar unos servicios sociales básicos para la ciudadanía y una cierta redistribución de la riqueza que evite “que un puñado de favorecidos rebosen de superfluidades mientras que la multitud hambrienta carece de lo necesario”.

     La diferencia entre el pacto roussoniano y el hobbesiano reside en que el primero no instaura un soberano diferente de la propia comunidad: “el pueblo es el soberano”. La “voluntad general” (volonté générale) se expresa mediante la “ley”, aunque en los dos autores los particulares deben ceder sus derechos originarios (bien al “monarca” en el caso de Hobbes, bien a la “comunidad” en el caso de Rousseau). Los particulares “retienen sus derechos” (su “soberanía” por tanto) “en cuanto parte de la comunidad”, pero “no a título individual”. En estas condiciones, la voluntad general (la decisión de la mayoría, y su expresión más firme, la ley) es infalible, pues transforma los “derechos naturales” (droits naturels) en “derechos civiles” (droits civils), positivizados por la ley y garantizados por las instituciones del Estado, que no es otra cosa que la propia comunidad en su conjunto. En último término, Rousseau está legitimando el poder de la “sociedad civil” como garante de las “estructuras de gobierno”, pues solo una forma de gobierno que atienda a las “necesidades sociales básicas de toda la población” podrá considerarse plenamente justa, libre e igualitaria.