domingo, 30 de enero de 2022

Dios como garantía de las ideas

     El “Cogito” es una “intuición intelectual”, no una “deducción metódica”: no puede objetarse por la forma (por ejemplo, aduciendo que es un “silogismo” al que le falta una premisa) ni decir que del pensamiento no se puede seguir la existencia. René Descartes (1596 a 1650) parte del pensamiento y de la existencia como algo indisociable, pues a través del Cogito sabe que "existe la realidad en cuanto pensamiento", pero no sabe si sus contenidos reproducen algo “exterior a la conciencia”: para saberlo, y poder así fundamentar su objetividad, no puede salir de ella (pues es la “única evidencia”), y tendrá que partir del “interior de la conciencia”. En consecuencia, toda su argumentación será “a priori”, al igual que la realizada por Anselmo de Canterbury (1033 a 1109) en su famoso “argumento ontológico” (y como a partir de ahora ocurrirá en todos los idealismos). Partirá de un "contenido de conciencia" tal que, sin dejar de ser una “idea”, muestre en su estructura de idea algo exterior a la conciencia, y esto será la “idea de Dios” (que puesto que es exterior a la conciencia es “algo más que una idea”). Sin embargo, el hecho de probar algo exterior no garantiza nada para Descartes, pues para que haya "garantía de verdad" en un sentido pleno, Dios tiene que ser “verdadero” y no un “engaño”: si demuestro que "Dios existe", tengo una garantía de verdad incuestionable, porque “Dios es perfecto y omnipotente”, y en virtud de su omnipotencia puede engañarme, pero en virtud de su perfección no puede hacerlo.

     La “Meditación Quinta” de las “Meditaciones metafísicas” contiene la prueba fundamental de la "existencia de Dios": Descartes empieza por afirmar que yo tengo "ideas" que tienen unas propiedades determinadas porque son "inmutables y eternas", aunque sus correlatos no existan en la realidad. A través de aquí tratará de probar la existencia de Dios, pero su referencia son los "entes matemáticos", que existen "en el pensamiento", pero que no son ficciones del pensamiento, pues de ellos se desprenden posibilidades que no dependen de la “voluntad”. Llega así a establecer que existen “ideas objetivas”, y llega también a demostrar “esencialmente” a Dios (en tanto que “idea de ser sumamente perfecto”, idea que es objetiva y cuya naturaleza consiste en tener una “existencia externa a la mente”), pues en Dios la esencia no puede separarse de su existencia. Pero al llegar a este punto comprobamos que Descartes hace alusión a las “evidencias”, que antes habías sido puestas en tela de juicio. Por eso se ha acusado a nuestro autor de incurrir en un “círculo vicioso”: aquello mismo que necesita ser garantizado está sirviendo como primer peldaño demostrativo para que, por comparación, sirva ahora de garantía. Descartes utiliza en la demostración de la existencia de Dios el criterio de una “evidencia clara y distinta”, pero esta evidencia era la que trataba de fundamentar con la existencia de Dios. Esta objeción destaca un posible planteamiento retórico de los problemas, como supo ver Antoine Arnauld (1612 a 1694) y como criticó Benito de Espinosa (1632 a 1677).

     Este “voluntarismo” cartesiano no es una restricción irracional a su proyecto racionalista, sino al contrario, una prolongación del propio racionalismo en cuanto incluye un “trámite crítico”. La metafísica cartesiana ha querido “fundamentar las evidencias primeras” desde las cuales quiere afirmar que el edificio del conocimiento está asegurado, y para ello ha comenzado con una reflexión crítica. Las ideas, cuya realidad el “Cogito” ha dejado establecida, ha encontrado un contenido de conciencia tal que debe ser "objetivo", es decir, que debe hallarse "fuera de la conciencia". Esta idea es la “idea De Dios”, el cual se convierte, al estar dotado de las propiedades de la “conciencia lógica” (la “perfección”, la imposibilidad de incurrir en contradicción, de “engañar”) en garantía segura y fiable de las evidencias.


     Pero además “Dios” es una “voluntad libre”, lo que significa que “puede hacer lo que quiera”. Parece que desde esta segunda consideración de Dios la "garantía" pierde fuerza, y que nuestra "racionalidad" se ve comprometida siempre por esa "omnisciencia divina". Por ello, puede parecer que el proyecto racionalista cartesiano encuentre un obstáculo en el “voluntarismo divino”, pero la defensa del voluntarismo no es contradictoria con el proyecto cartesiano, sino una explicación del mismo, cuando el proyecto se ha planteado de un "modo crítico": todo racionalismo crítico comporta inexcusablemente el problema de las "limitaciones de la razón", pero también, y en igual medida, el de las “garantías de la razón”.

     Arnauld objeta a Descartes que, a pesar de que no duda de sus esfuerzos por salvar la fe, la pone inevitablemente en peligro. Porque Descartes nunca habla de Dios en otro orden que el puramente lógico. De esto ya se dio cuenta Blaise Pascal (1623 a 1662) al oponer el Dios de Abraham al de Jacob (el “Dios bíblico” al “Dios de los filósofos”). Descartes impersonaliza a Dios, y aunque pensemos en un Dios voluntarista tampoco es de carácter personal, sino un mero “límite del conocimiento”: no cabe pensar un Dios al que se pueda rezar o amar, porque “Dios es una logicidad”. El interés histórico de todo esto es que supone un primer "planteamiento crítico de la metafísica": el punto de partida es la conciencia, y a través del planteamiento trascendental de la conciencia misma se reconoce una "realidad objetiva independiente". Spinoza parte también de una realidad objetiva, de Dios, pero no se plantea el Cogito (la crítica está en otra parte: en la “realidad misma”, que es “plural y oscura”). El modo en que Descartes se escapa de la duda es indefectiblemente un “círculo vicioso”, lo cual significa que, o bien no puede escapar al escepticismo, o bien no le importa incurrir en el propio círculo vicioso. Las objeciones a esta cuestión serán planteadas con una mayor crudeza por David Hume (1711 a 1776) y por Immanuel Kant (1724 a 1804).

     En la película “El Show de Truman (Una vida en directo)” (Paramount 1998) de Peter Weir, podemos intuir esta problemática: su protagonista de la historia, Truman Burbank (Jim Carrey) es un hombre corriente y sencillo, además de risueño y un poco inocente, que vive en una idílica población americana donde “todo es perfecto”. Lleva toda la vida allí, y nunca se ha atrevido a ir más allá de los límites de su pequeño pueblo, que constituyen su único “mundo”. En esta vida idílica no hay, aparentemente, graves problemas, pero poco a poco, “extraños sucesos” hacen sospechar a Truman que algo insólito ocurre, que “las cosas no encajan como deberían”, que algo funciona mal en ese diminuto mundo de paz y sosiego. En realidad, Truman es propiedad de una empresa de televisión y se encuentra prisionero en un gigantesco plató de cine que emite 24 horas al día la vida en directo de nuestro protagonista. El final de la película muestra el momento en el que Truman decide escapar, se encuentra con Christof (Ed Harris) el "creador" del programa de televisión del que él es la estrella principal sin saberlo, un "Dios voluntarista” que todo lo puede, y descubre el engaño: “nada era verdad”, asevera Truman, a lo que el creador responde “tú eres verdad”. Es el momento en que todo queda “garantizado”: el momento en el que Truman comprende que su existencia, su ser y su mundo, no es más que la creación de un Dios que ya no engaña, que revela la verdad.

sábado, 29 de enero de 2022

La evidencia del Cogito


     Aunque resulte muy complejo mostrar la ontología cartesiana a través de una película, podemos probar con “The Matrix” (Warner Bros 1999) de los hermanos Larry y Andy Wachowski (actuales Lana y Lilly Wachowski), de la que he seleccionado un par de clips. En el primero de ellos (que ya tuvimos ocasión de comentar al hablar de los filósofos griegos en “Parménides y la pastilla roja”, y que también nos fue útil para comprender el mito de la caverna de Platón), nos encontramos con la secuencia del constructor, cuando Neo (Keanu Reeves) descubre el engaño que supone Matrix y se pregunta “¿qué es real?Parménides de Elea (515 a 440 a.n.e.) había anticipando que "es lo mismo pensar que ser", lo real es lo que puedo pensar, lo que mi cerebro "ve", "interpreta", porque lo "conoce", lo "construye". Esta idea enlaza directamente con el pensamiento racionalista de René Descartes (1596 a 1650). Al ejercitar su “duda metódica”, el autor elimina la totalidad del mundo real, que queda reducido a puro pensamiento: “Cogito ergo sum” (Je pense donc je suis), “Pienso, luego soy”, y esta es la única certeza que puedo alcanzar, una certeza a la que llego por una “intuición intelectual”. En nuestra película, el propio Morfeo (Laurence Fishburne) indica a Neo: “por desgracia, es imposible explicar qué es Matrix: has de verlo con tus propios ojos”, lo que debemos interpretar a la manera platónica: “ver” (“eideo”) con los “ojos de la mente”. Lo que, en definitiva, sostiene Descartes es que “el sujeto precede al objeto”, que no es otra cosa que el resultado de la acción del primero, pues la realidad es fruto del pensamiento, del sujeto que piensa.

     En la segunda escena seleccionada, cuando nuestro protagonista acude a ver al “Oráculo”, se encuentra en la sala de espera con otros posibles “elegidos” como él, uno de los cuales es un niño con aspecto de monje budista que juega con una “cuchara”, doblándola una y otra vez a su antojo tan solo con el “poder de su mente” (un truco de magia muy extendido durante los años setenta). El niño convence a Neo de que lo que nos dicen nuestros ojos “no es de fiar”, pues la cuchara no se dobla; de hecho, es imposible intentar doblarla, y resulta mucho más fácil “comprender la verdad”, y la verdad es que “no hay cuchara” (que esta no existe como algo físico, sino que es el “un producto de nuestra mente”). Algo tendría que decir al respecto nuestro viejo amigo Zenón de Elea (490 a 430 a.n.e.), que llegó a demostrar la “imposibilidad del movimiento” con sus famosas “paradojas” (no es extraño, pues, comprobar la línea de pensamiento que une a Parménides y los eléatas, pasando por Platón, con el moderno Descartes, pues todos ellos eran filósofos que privilegiaban la razón como única vía de conocimiento frente al engaño permanente de los sentidos).

     Llama poderosamente la atención la frase del niño: “you´ll better realize de truth” (“es mejor que intentes comprender la verdad”); un término muy hermoso este inglés “realize”, que se ha traducido por “comprender” pero que en realidad significa “darse cuenta” o “caer en la cuenta” y que, aplicado a los objetos, también puede traducirse como “realizar” (ahora comprenderéis por qué os he puesto ambas escena en su original inglés). ¿No os recuerda el término “realize” algún otro sustantivo en castellano que hemos trabajado últimamente, como por ejemplo “realidad” (realitas), que no es otra cosa que “el conjunto de las cosas” (res)? Efectivamente, "la realidad se construye desde el sujeto", porque es el sujeto quien la “realiza”, quien la “hace real” o le “da realidad” (es decir, “existencia”) por medio de su pensamiento. El niño concluye: “si comprendes que no hay cuchara, entonces no es la cuchara sino tu mismo el que se dobla”. Recordad esta lección, porque volveremos de nuevo a ella cuando hablemos del filósofo Immanuel Kant (1724 a 1804) y de su famoso “giro copernicano en el conocimiento”. Podéis consultar algo más sobre la película que os sugerimos en este último enlace, en el que se hace un análisis completo de la obra y se ofrecen algunas claves para su comprensión.


jueves, 27 de enero de 2022

Un repaso a la duda metódica


     Vamos a acometer el estudio del proceso deductivo de René Descartes (1596 a 1650) partiendo de su conocida "duda metódica" (doute methodiqué), y lo haremos inspirándonos en tres escenas extraídas de otras tantas películas de las que ya hemos hablado en el aula. Recordemos que el método cartesiano consiste en el uso de la "intuición" (intuition) y de la "deducción" (déduction): mediante la primera conocemos aquellas verdades que son “evidentes por sí mismas” y que se dan de manera inmediata “a todo espíritu atento” (lo que los geómetras llaman “axiomas”); gracias a la segunda alcanzamos aquellas verdades que, sin ser inmediatamente evidentes, alcanzan una “evidencia mediata” gracias a que partimos de los axiomas previos y seguimos una “cadena de razones”, es decir, una serie de pasos sucesivos que son evidentes (por análisis y síntesis). Una vez asentado esto, Descartes se esmera en suprimir todas las creencias con el fin de reconstruir el edificio del conocimiento desde su misma base. Para ello necesita de un punto de partida, una “verdad absolutamente cierta”, de la que “no sea posible dudar en absoluto”. Deberemos pues empezar por eliminar todos aquellos conocimientos y creencias en los que se encuentre “el más mínimo motivo de duda”. Para nuestro autor, los motivos de la duda son fundamentalmente tres:

     En primer lugar habremos de “negar la validez de los datos sensoriales”: los sentidos nos engañan y pueden conducirnos al error, por lo que debemos desconfiar de ellos. La película “Alatriste” (Universal 2006) de Agustín Díaz Yanes, a partir de la serie de novelas sobre el personaje de Arturo Pérez-Reverte, nos ofrece un buen ejemplo de este engaño de los sentidos (que aquí os muestro por cortesía de mi buen amigo el filósofo Juan Jesús Alonso). En la escena que abre este texto podemos ver al desgastado capitán español de los Tercios Viejos al lado de “El aguador de Sevilla”, cuadro con el que se presenta en la corte de Madrid un joven pintor sevillano de nombre Diego Velázquez. Alatriste (Viggo Mortensen), tras una noche en vela y más de un sobresalto por culpa de una escaramuza callejera, con unos cuantos maravedíes de por medio, se queda perplejo observando el lienzo, de un “realismo” sencillamente excepcional (una técnica pictórica conocida como “trampantojo”, que Velázquez dominaba a la perfección), hasta el punto de acercar su mano al cántaro que sostiene el aguador para intentar detener la “gota de agua” que resbala por su costado (una mera “ilusión”, puesto que la gota está “pintada”, esto es, no es “real” en un sentido pleno, no es agua, solo pintura al oleo). Descartes diría que “si los sentidos nos engañan una vez, nos pueden engañar siempre”. Esta película, por cierto, es un buen ejemplo para entender la forma de vida en la Europa del siglo XVII. El propio Descartes fue, durante buena parte de su vida, un “soldado mercenario” que, como el capitán en las guerras de Flandes, se vio obligado a “ganarse el pan con la habilidad de su espada” en más de una ocasión. No perdáis detalle del cuadro histórico que aquí se os muestra, pues es fascinante (podéis ver la película completa en este enlace).

     En segundo lugar cabría preguntarse si lo que nosotros consideramos “real” no es más que un “sueño”. Como nos dice Morfeo (Laurence Fishburne) en la película “The Matrix” (Warner Bros 1999) de los hermanos Larry y Andy Wachowski (actuales Lana y Lilly Wachowski): “¿Alguna vez has tenido un sueño que fuera muy real? ¿Cómo podrías diferenciar entonces la realidad del sueño?” En la película “12 monos” (Universal 1995) de Terry Gilliam nos encontramos un caso paradójico: a finales del siglo XX, la mayor parte de la humanidad ha sido aniquilada por un desastre biológico de proporciones globales, y el bueno de John Cole (Bruce Willis) es enviado desde el futuro para intentar encontrar el “virus” causante de la hecatombe en su “mutación original”, y así poder salvar a la especie humana de la destrucción total. Pero este argumento de ciencia ficción encierra un interesante análisis sobre la realidad. Cuando Cole llega del futuro y cuenta lo que sabe, todos le toman por loco y le encierran en un hospital psiquiátrico, donde comparte encierro con una serie de enfermos mentales que tienen serias dificultades para diferenciar “lo que es real” de lo que no lo es (compruébalo en este enlace). Uno de ellos afirma pertenecer a la elite intelectual de un lejano planeta: “aunque para mí esto es una verdad evidente, en realidad solo es producto de mi psique enferma: sufro una alteración de la conciencia que se conoce como pensamiento divergente” (síguelo en este enlace). Lo que ocurre a partir de aquí es que el propio Cole comienza a dudar de sus “certezas” y a suponer que realmente él es un “enfermo mental” y no un hombre del siglo XXI que ha venido a salvar a la humanidad. De hecho, cuando regresa a su propio tiempo, desprecia a todos cuantos le rodean al afirmar: “vosotros no sois reales, solo estáis en mi mente”. ¿Es esto un sueño? ¿Es real? ¿Cómo reconocer la diferencia?

     En tercer lugar, incluso aunque los sentidos no nos engañen, incluso aunque supiésemos diferenciar entre la vigilia y el sueño ¿cómo podemos estar seguros de que lo que percibimos es real? Descartes fuerza el argumento al postular la posibilidad de la existencia de un "genio maligno", un ser perverso y malvado que “nos engaña permanentemente, haciéndonos creer que es real aquello que no lo es”. Esta hipótesis era muy común en la época de Descartes, al igual que lo era la idea de que todo era un sueño (recordemos “La vida es sueño” (1636) de Pedro Calderón de la Barca: “que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”, o “Macbeth” (1606) de William Shakespeare: “la vida es un cuento contado por un idiota, llena de ruido y furia, que nada significa”). Respecto a la idea del genio maligno, quizá el ejemplo más prominente se encuentre en nuestro libro más universal, “Don Quijote de la Mancha” (1605) de Miguel de Cervantes Saavedra, en la conocidísima escena en la que el pobre Alonso Quijano se enfrenta con los molinos de viento, y que aquí os ofrezco en la versión para televisión realizada por Manuel Gutiérrez Aragón (TVE 1992) aunque es igualmente interesante la adaptación de Orson Welles, que podéis consultar en este enlace. La disputa entre Quijote y Sancho (“que si son molinos, que si son gigantes, que si tenga cuidado vuesa merced, que si ahora lo veredes...”), acaba con nuestro héroe por los suelos, herido en su cuerpo, pero también en su orgullo, clamando al cielo por el engaño “de aquel Sabio Festón que ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene”.

lunes, 24 de enero de 2022

La razón en busca de método

     Comenzamos nuestro acercamiento a la filosofía moderna definiendo las características del racionalismo de la mano de su autor más celebrado, René Descartes (1596 a 1650), y lo hacemos con el análisis de la que sin duda es su obra más significativa: “Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias” (Discours de la méthode pour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences). Previamente a la redacción de este texto (que recordémoslo, es el prólogo que acompaña a tres ensayos científicos: la “Dióptrica”, los “Meteoros” y la “Geometría”), Descartes pasó muchos años preocupado por las cuestiones que hoy llamaríamos “científicas”, y sólo por peticiones ajenas se decide finalmente a ensayar los fundamentos de su “método”, que expone primero en las “Reglas para la dirección del espíritu” (Regulae ad directionem ingenii), pero que además ejercita en el “Discurso”, ya que el autor tiene la certeza de que se trata de una cosa más práctica que teórica. Las “cuatro reglas” cartesianas tienen una gran vaguedad (Gottfried Leibniz llegaría a decir que “no servían para nada”), y es que Descartes no pretende aportar nada, sino volver al “sentido común”, a los “rudimentos de la razón”: cuando se somete el método a crítica, lo que se está cuestionando en realidad es la razón misma.

     La “facultad humana” que se usa para llegar a la verdad y a la inventiva la llama Descartesingenii”, entendida como “capacidad intuitiva” (que no “intellectus”, concepto de tradición escolástica, entendido como capacidad de sacar conclusiones a partir de premisas, a la manera lógica propia del “silogismo”). Esta “intuición” no debe entenderse en su forma técnica, sino en su significado natural en latín: “captación de una verdad de forma inmediata”, algo que el método no puede enseñar, pues el ingenio es la operación más simple y primera que quepa imaginar, y es previa al método mismo, como condición posibilitadora de la razón humana y del propio método. Descartes empieza a aplicar el método a las “matemáticas” y ve la posibilidad de extenderlo: la contemplación de la verdad aparece cuando ingeniosamente establecemos los problemas en forma de “proporciones captables”. No se necesita que los términos de la proporción se puedan cuantificar para que exista, porque aunque puedan versar sobre cualidades, se basan en la “ratio”, en la “proporción”. Las cuatro reglas o pasos del método son definidas por nuestro autor tal y como sigue:

     “Era el primero no aceptar cosa alguna como verdadera que no la conociese evidentemente como tal, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda.

     El segundo, dividir cada una de las dificultases que examinase en tantas partes como fuera posible y como se requiriese para su mejor resolución.

     El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo incluso un orden entre los que no se preceden naturalmente.

     Y el último, hacer en todas partes enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que estuviese seguro de no omitir nada.”

Rene Descartes, “Discurso del método”, Parte II (Espasa, Barcelona, 2010)

     Descartes entiende por claro “aquello que es presente y manifiesto a un espíritu atento”, y por distinto “aquello que es preciso y diferente de todo lo demás”. La “evidencia” (lo que es “manifiesto”, “claro y distinto”) es algo intrínseco a las ideas, no se necesita de ningún criterio extrínseco para alcanzarla, tiene carácter “intuitivo” y es “inmediato”, pues no hay reglas que nos digan lo que es claro y distinto. Estas “verdades evidentes” adquieren la forma de “verdades cuantificables”, que nos permiten aplicar este criterio de verdad a cuestiones no matemáticas que mantengan el mismo esquema de inteligibilidad. Cada uno de nosotros ejercita la razón precisamente en las “analogías de proporcionalidad”, en lo que es “intuible”: el método no viene dado por la invasión de las matemáticas en las demás ciencias, sino que las matemáticas poseen verdad precisamente porque se encuentran en ellas los rudimentos de la verdad. En la “segunda regla” se concreta la “deducción” a partir de las evidencias previas y se propone un límite a la división de las dificultades: las “naturalezas simples” (naturae simplicis), que son los elementos que constituyen el último término del “análisis” o “división” y el principio de la “síntesis” o “composición”, pues deducir no consiste en otra cosa que en “sintetizar algo”. La “tercera regla” confirma que la “intuición primera” no es irreductiblemente “subjetiva”, sino que la ven y comprenden las demás conciencias también (pues todas las mentes funcionan de forma homogénea), con lo que se evita el “solipsismo” (o al menos eso supuso Descartes).

     Vamos a tratar de ejemplificar esto con la película “El silencio de los corderos” (MGM 1990) de Jonathan Demme, a partir de la novela homónima de Thomas Harris, de la que ya tuvimos ocasión de hablar al introducir la epistemología aristotélica. Nos centramos de nuevo en la figura del Dr. Hannibal Lecter (Anthony Hopkins), prodigio intelectual que ayudará a la agente del FBI Clarice Starling (Jodie Foster) a resolver una intrincada serie de crímenes. El doctor sugiere a la investigadora que para atrapar al asesino es necesario hacer uso del “método demostrativo” a partir de principios ("primeros principios, Clarise") que nos permite avanzar hasta la intuición intelectual, que sigue a esos principios y que culmina con el conocimiento de los hechos. Su "capacidad deductiva" le permite al doctor Lecter sacar conclusiones necesarias a partir de unos pocos datos ya conocidos (que se consideran premisas, pues no parten de la experiencia), llegando a “adivinar” el resultado a través del “ingenio”, es decir, “visualizando la solución” por una especie de iluminación, de “luz natural” que nos lleva directamente a la “evidencia clara y distinta”, a la primera idea a partir de la cual iniciar la búsqueda, y a partir de ahí llegar a la "certeza".

lunes, 17 de enero de 2022

A hombros de gigantes


     La aplicación sistemática del invento de Hans Lippershey (1570 a 1619) conocido como “telescopio” (τηλε-σκοπ) a la observación de los astros realizada por primera vez por Galileo Galilei (1564 a 1642) permitió que muchas de las “ideas platónicas y aristotélicas” terminasen por ser abandonadas: los cuerpos celestes no son “esferas perfectas”, ni están hechos de una “sustancia” diferente de la de la Tierra, hay más objetos astronómicos de los que se ven a simple vista (Júpiter por ejemplo tiene “lunas” que giran sobre él, lo que supone un “modelo en miniatura” del Sistema Solar) y las estrellas no cambian de tamaño al mirarlas por el nuevo artefacto (lo que nos indica inequívocamente que están a una distancia enorme). Galileo rompe con la idea de los “movimientos naturales” al afirmar que “todos los cuerpos se comportan de igual forma con respecto al movimiento”: no hay movimientos naturales diferentes, sino que “todos los cuerpos son graves” y “todos siguen las mismas leyes”, pues la diferencia entre ellos no está en función de su “naturaleza” (como sostenían los clásicos) sino que es puramente “cuantitativa”. Los cuerpos no tienen “en sí mismos” el “principio del movimiento”: de hecho, la diferencia entre “reposo” y “movimiento” es “relativa” y está en función de la “relación posicional de un cuerpo con respecto a otro”. Galileo definió, gracias a estas ideas, tanto el “movimiento rectilíeno uniforme” como el “movimiento uniformemente acelerado”, que explican la variación de velocidades en la “caída de los graves”, además del “movimiento violento” de los proyectiles (un tema muy complejo de explicar en época antigua).

     No obstante lo dicho, el “principio de inercia” expuesto por Galileo no será suficientemente preciso, ya que se entiende como un “movimiento circular” del que no se pueden extraer todas sus posibles consecuencias para una “geometrización total del espacio”. En todo caso, el aristotelismo estaba totalmente barrido: “el movimiento no necesita motor”, y además “el reposo es relativo”: lo que hace un motor no es provocar el movimiento sino solamente la “variación del movimiento”, es decir, la “aceleración de los cuerpos”. A estos logros debemos unir la introducción del método hipotético deductivo para el análisis de las “ciencias físicas”, novedosa herramienta que trata de combinar el momento “inductivo” propio de las “ciencias empíricas” con el momento “deductivo” que caracteriza a las “ciencias formales”. Partiendo del “árbol de Porfirio”, método medieval para hallar un concepto por medio de sucesivas divisiones que permitieran clasificar las cosas en grupos distintos para comprobar luego cuáles son sus características comunes (conocido como “método de resolución composición)”, Galileo elabora una novedosa metodología basada en la combinación de la “síntesis” (compositio) con el posterior momento del “análisis” (resolutio), es decir, partir de la formulación de “hipótesis” para concluir en la “contrastación” de las mismas.

     Los pasos a seguir por este método son los siguientes: descomposición de lo que se describe en elementos simples (“análisis” de las apariencias); composición de “hipótesis”; comprobación mediante “experimentos” (tanto prácticos como teóricos) de estas hipótesis; deducción de “consecuencias observables” a partir de ellas; y composición de “leyes de la naturaleza”, que deberán ser formuladas “matemáticamente”. La sustitución del concepto  de “esencia” por el de “función” es fundamental para la comprensión moderna de la nueva ciencia, que supone una revolución en descripción y determinación de los fenómenos físicos sin parangón en la historia. Podemos comprobar algunas de estas ideas en el arranque de la película “La vida de Galileo” (GB 1972) de Joseph Losey, adaptación de la pieza teatral del dramaturgo Bertolt Brecht (para ver la película completa basta con seguir este enlace). También resulta interesante “Galileo” (Fenice 1968) de Liliana Cavani (que igualmente podéis consultar completa en este enlace).


     Pero será el británico Isaac Newton (1642 a 1727) quien consiga establecer la síntesis definitiva de la nueva visión del mundo. Influido por el mecanicismo, pero también por el neoplatonismo, y conocedor de la obra de Galileo y Descartes (“a hombros de gigantes”) sistematizó la nueva cosmología acudiendo a un criterio que “repugna a la razón de los mecanicistas”, pero que él asumió con su famosa frase “no finjo hipótesis” (hypotheses non fingo): la “acción a distancia”. Por supuesto, Newton no partió de una “revelación divina” ni de una “intuición intelectual” (al comprobar la “caída de una manzana”, como asegura la creencia popular) para postular su teorías físicas, sino del acúmulo de datos aportados por sus predecesores y la práctica de una crítica sistemática sobre los mismos. En su obra de 1687 “Principios matemáticos de la filosofía natural” (Philosophiæ naturalis principia mathematica) deriva de “principios mecánicos” todos los fenómenos naturales, suponiendo que todos ellos se deben a las fuerzas de “atracción” y “repulsión”, presentes literalmente en “todos y cada uno de los cuerpos físicos”. Establece así los tres principios de su sistema mecánico como sigue:

Principio de inercia. Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vea obligado a cambiar su estado por la acción de alguna fuerza.

Principio de la fuerza. El cambio de movimiento es proporcional a las fuerzas motrices impresas, y se hace según la línea recta en la cual se imprime dicha fuerza.

Principio de acción y reacción. La acción es siempre contraria e igual a la reacción, como las acciones mutuas de dos cuerpos son siempre iguales y dirigidas a partes contrarias.

     Estas tres leyes, al introducir la “fuerza”, añaden a la Cinemática de Galileo la Dinámica.  A estas leyes une Newton la Ley de la gravitación universal, que afirma que “dos cuerpos cualesquiera se atraen con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancias”. Según esta nueva ley, todos los fenómenos, terrestres y celestes, se rigen por los mismos “principios” antes propuestos. La teoría heliocéntrica deja de ser definitivamente una hipótesis: con ella quedan explicadas las “leyes empíricas” de Johannes Kepler (1571 a 1630) y razonados los movimientos elípticos, que quedan fundamentados físicamente. Cómo se transmite esta fuerza a través del espacio vacío es algo que no se plantea o se deja abierto: Newton postula que existen un “espacio absoluto” y un “tiempo absoluto” que rigen todos los fenómenos, y una “visión corpuscular de la materia” (y también de la luz) compuesta por “átomos y vacío”. La nueva síntesis carece no obstante de historia, pues el “origen y estructura del Universo” no tienen explicación: Dios habría dispuesto así las cosas, y otros mundos, con otras leyes, podrían haber sido creados. Immanuel Kant (1724 a 1804) primero, y William Herschel (1738 a 1822) y Pierre-Simon Laplace (1749 a 1827) después, siguiendo la estela de Newton, pudieron establecer finalmente la primera “cosmogonía atea” del Sistema Solar (en la que “la hipótesis de Dios no es necesaria”, en palabras de Laplace), según la cual los planetas son partes desprendidas del Sol, lo que explica por qué todos se mueven en el mismo plano y con el mismo sentido del giro.

sábado, 15 de enero de 2022

El cambio de paradigma


     Una de las consecuencias más destacadas del Descubrimiento de América (1492), dejando a un lado las repercusiones económicas, políticas e ideológicas evidentes (y de las que ya hemos hablado en un artículo precedente), fueron los “desarrollos técnicos y científicos” derivados, en especial el que tiene que ver con la “metodología científica”: el logro más importante de la época moderna temprana es la constitución de un nuevo “concepto de ciencia” basado en una nueva perspectiva metodológica de la “ciencia natural” en la que la “razón” y la “experimentación” serán los dos únicos fundamentos del conocimiento seguro. Nos remitimos de nuevo al clásico de la divulgación científica, Carl Sagan y su serie televisiva “Cosmos: Un viaje personal” (BBC 1980), que en el capítulo titulado “La armonía de los mundos” analiza el problema del “movimiento de Marte” (que nos plantea una duda a la que hay que poner solución a partir de alguna nueva “hipótesis”, ingeniosa y descabellada, que dé cuenta de los “hechos observados”) y desde aquí nos propone una comparativa entre el pensamiento antiguo, ejemplificado por las teorías del astrónomo Ptolomeo y su modelo geocéntrico, y la nueva ciencia, personificada en las figuras de CopérnicoKepler, con su nueva perspectiva heliocéntrica.

     Claudio Ptolomeo (100 a 170), el más importante de los astrónomos alejandrinos, había desarrollado una magna obra traducida al árabe como “Almagesto” (Hè Megalè Syntaxis) en la que proponía una nueva representación “geométrica” del movimiento astronómico que, conservando el ideal platónico de perfección del “movimiento circular”, explicara mejor los fenómenos y permitiera predicciones más concretas y cálculos más precisos: se trata de una teoría basada en “epiciclos y deferentes”, así como en “círculos excéntricos”, que rompe con la teoría de las “esferas homocéntricas” previas. Se sustituyen así las esferas aristotélicas por círculos platónicos, que ya no son meras representaciones físicas, sino “figuras geométricas ideales” que permiten “organizar las observaciones”. Este modelo ofrece además una serie de soluciones a los fenómenos que acabarían por romper con el anticuado modelo aristotélico, y desde un punto de vista puramente teórico se empezará a cuestionar la posición de la Tierra como centro, pues los “planetas” (πλανήτης) o “errantes” no giran directamente alrededor de la Tierra sino alrededor de “centros geométricos” (el del epiciclo, el del círculo excéntrico). Pese a todo lo dicho, el sistema astronómico ptolemaico y el sistema cosmológico aristotélico pasarán juntos a la Edad Media.

     La gran transformación de los estudios astronómicos llegará en el siglo XVI de la mano de Nicolás Copérnico (1473 a 1543), quien tras cursar estudios en Cracovia y Padua se había familiarizado con las nuevas ideas expuestas en París por Jean Buridan (1300 a 1358) y Nicolás Oresme (1323 a 1381) y su física del “ímpetus” (que planteaban que es posible que no existan consecuencias observables derivadas del reposo o del movimiento de la Tierra). La teoría copernicana se inspirará en los presupuestos platónicos y pitagóricos de la belleza y sencillez del universo (lo que conocemos como “paradigma mágico-estético”) e intentará dar solución a la contradicción entre la astronomía y la cosmología antes mencionada. En la obra de 1506 “Sobre la revolución de los cuerpos celestes” (De revolutionibus orbium coelestium) plantea una “teoría heliocéntrica” que permite simplificar enormemente el número de círculos, epiciclos y deferentes que habían ido postulándose para adecuar los fenómenos observados al modelo ptolemaico a objeto de restaurar el modelo de esferas homocéntricas de Eudoxo de Cnido (390 a 337 a.n.e.) y salvar la visión ordenada propuesta por Aristóteles. La nueva teoría suponía demostrar realmente que “la Tierra se mueve”, frente a los argumentos precedentes, y convertir a la astronomía en una ciencia “físicamente real”. La Tierra se mueve de tres maneras: por “rotación” sobre su propio eje (diario), por “traslación” alrededor del Sol (anual), y por “precesión” según la revolución del eje terrestre (cada 25.776 años), lo que permite explicar las estaciones y dar cuenta de la “precesión de los equinoccios”.

     Sería Johannes Kepler (1571 a 1630) quien rompería definitivamente con la astronomía tradicional a partir del heliocentrismo copernicano. Al observar que era imposible conciliar su hipótesis sobre la “variación proporcional de la velocidad de los planetas” con la “circularidad de las órbitas”, concluyó que las órbitas tenían que ser necesariamente “élipticas” y no circulares, lo que suponía aceptar que las variaciones de velocidad no eran meramente “aparentes” sino que eran “reales”, y seguían unas reglas fijas que Kepler estableció empíricamente en su obra de 1609 "Astronomía nueva basada en causas, o física celeste" (Astronomia nova) tal y como sigue:

Primera leyLas órbitas planetarias son elípticas y el Sol está en uno de los focos de la elipse.

Segunda leyLa velocidad orbital de cada planeta es tal que una línea imaginaria que una el centro del planeta con el centro del Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.

Tercera leyLos cuadrados de los periodos de los planetas son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol.

     No obstante, esta nueva propuesta necesitará de una “teoría física” mucho más elaborada y profunda, tanto de la Cinemática galileana como de la Dinámica newtoniana, para quedar definitivamente explicada en términos físicos, pero de todo esto tendremos ocasión de hablar en un próximo artículo.

sábado, 8 de enero de 2022

Un repaso a la filosofía renacentista

     Vamos a completar nuestro repaso al Renacimiento con una pequeña reseña de algunos de los pensadores más destacados de este periodo, agrupados bajo la rúbrica genérica de humanismo, movimiento heteróclito que recorrerá Europa desde sus inicios italianos hasta el advenimiento de las modernas filosofías del racionalismo y el empirismo. Se trata de un “grupo heterogéneo de pensadores”, algunos de los cuales ya hemos visto en artículos precedentes, a los que seguramente no convendría poner el nombre de “filósofos”, por cuanto muchos de ellos no llegarían a elaborar una “filosofía sistemática” al estilo de los autores clásicos, griegos o medievales. No obstante, el “pensamiento humanista” nos ha dejado un buen número de “ideas” sobre las que reflexionar, recogidas de manera más o menos dispersa en “tratados” de todo tipo: políticos, jurídicos, antropológicos, estéticos, científicos... Quizá la unidad deba buscarse mejor en el campo del “derecho” y las “ciencias sociales”. Pero también es cierto que el humanismo se deja caracterizar por una serie de “conceptos básicos” comunes a todos estos autores, que trataremos de señalar a continuación.

     La mayoría de los llamados “humanistas” culpaban a la filosofía medieval de una “interpretación inadecuada” del saber del mundo antiguo: los escolásticos serán criticados por su “lenguaje artificioso y oscuro”, entre otras cosas. Mientras algunos autores propondrán un "retorno a la sencillez evangélica" (es el caso de Erasmo de Rotterdan, del que emanarán todas las ideas que posteriormente darán lugar a la Reforma protestante), otros iniciarán un camino de "regreso a las fuentes de la filosofía griega”. Fueran o no humanistas, los filósofos renacentistas insistieron en la correspondencia entre el “hombre” y el “mundo”, entre el “microcosmos” y el “macrocosmos”, haciendo precisamente del hombre el “centro del Universo” y considerando a la Naturaleza como “un todo infinito y vivo”. No se puede decir que esta visión haya sido unánime, pero si que dará pie a una nueva forma de acometer el estudio de las ideas que se vehiculará más adelante con la Revolución científica del siglo XVII (de la que nos ocuparemos en próximos artículos), que marcará un punto de inflexión del que se desprenderá una “nueva concepción del mundo”.

     Francesco Petrarca (1304 a 1374) es considerado por muchos el fundador del humanismo al rechazar la petrificada formación universitaria medieval en favor de un "redescubrimiento de la filosofía y literatura antiguas", cuyas obras serán tratadas como modelos tanto en el contenido como en la forma. Intentará armonizar el “legado grecolatino” con las “ideas del cristianismo”, y sus obras influirán en autores como Garcilaso, Shakespeare y Spencer. Por otro lado, Petrarca fue el primero en proponer una “unificación de toda Italia” para recuperar la grandeza que había tenido en la época del Imperio romano. A este interés por el lenguaje (“gramática”, “retórica”, “dialéctica”) habrán de unírsele posteriormente otros significativos literatos italianos como Giovanni Boccaccio (1313 a 1375).

     Nicolás de Cusa (1397 a 1482) influido por el neoplatonismo y el misticismo a partes iguales, desarrollará una importante labor matemática que le permitirá mostrar una “imagen moderna del hombre y del mundo”. Al primero lo concibe como “espíritu” (mens), término que en latín significa literalmente “medir” (mensurare), un espíritu que, al comprender el mundo, lo “diseña” como algo nuevo. Respecto del segundo, afirma que en el mundo de las cosas encontramos “contrarios” y que “la unidad del mundo en su multiplicidad”, y que esta se basa en Dios (“ser infinito”) en el que son superados todos los contrarios que se encuentran en las cosas finitas: el mundo no sería más que el “despliegue y diferenciación” (explicatio) de todo cuanto se encuentra “comprendido y unificado” (complicatio) en Dios.

     Marsilio Ficino, (1433 a 1499) encabeza la línea platónica renacentista, y sus traducciones de Platón y Plotino ayudarán a popularizar la filosofía de la “emanación” (emanatio) y de la “significación de lo bello”. Enfatiza nuestro autor la definición de hombre como “ser espiritual”: el alma inmortal del hombre es el centro y vínculo con el mundo, el medio que pone en relación la esfera de lo meramente “corporal” con el puro “espíritu” divino, de modo que mediante la “razón” el alma humana se libera del cuerpo y puede “regresar” nuevamente a su origen divino. En esta misma línea de pensamiento (compartirán docencia en la Nueva Academia Platónica Florentina) nos encontramos también a su discípulo Giovanni Pico della Mirandola (1463 a 1494).

     Pietro Pomponazzi (1642 a 1525) es el representante más notable del aristotelismo renacentista. Su filosofía acentúa la correspondencia entre el “cuerpo” y el “alma”: para alcanzar el conocimiento, el alma necesita de la colaboración de las “impresiones sensoriales”, lo cual es impensable sin lo corporal. Todo saber proviene de la “experiencia” (experientĭa), de modo que solo podemos saber algo sobre aquellas “relaciones” de la naturaleza susceptibles de experiencia, pero nada sabemos sobre las “causas” del ser que las subyacen. La “inmortalidad del alma” no se puede demostrar racionalmente, y además es irrelevante para la moral, puesto que no se debería aspirar a la virtud por una recompensa en el “más allá”, sino por una adecuación a la realidad presente.

     Giordano Bruno (1548 a 1600) influenciado a la par por Cusa y por Copérnico, elabora una importante metafísica que inevitablemente le llevará a entrar en conflicto con la Inquisición, que le condenará y ejecutará por el conjunto de su obra. Bruno recoge la concepción “heliocéntrica” (ἥλιος+κέντρον) del mundo, pero eliminando la “esfera de las estrellas fijas” y formulando la tesis de la “infinitud del Universo”: el Cosmos está constituido por un "número infinito de otros mundos" que, al igual que la Tierra, pueden estar habitados. Y si bien cada uno de estos mundos está sujeto a los cambios y es perecedero, el Universo en su totalidad es “eterno e inmóvil”, dado que no hay nada fuera de él, sino que él mismo es la totalidad del ser. Rompe así con algunas de las tesis sobre la Naturaleza de su predecesor Bernardino Telesio (1509 a 1588).

     Michel de Montaigne (1533 a 1592) inaugura un género literario denominado “Ensayo” (Essai) caracterizado por su forma libre y subjetiva de expresión que se sustenta en su famoso punto de partida escéptico:  “¿qué sé yo?” (que sais-je?). Para Montaigne el mundo se manifiesta en un permanente cambio y está disperso en una multiplicidad, de modo que la razón se engaña si cree que puede captar algo inmutable y eterno. De ahí que la “ciencia natural” no sea otra cosa que “poesía sofística”, y que la tradición filosófica esté dominada por la anarquía. Pero esta actitud escéptica no conduce a la resignación, sino que nos libera de fingimientos y nos educa en la “independencia del juicio” y en la “seguridad interior”: la “naturaleza reguladora”, en sentido estoico, se convierte así en la medida y la guía de una vida “conforme a lo dado”.

     Mención aparte merece la figura de Francis Bacon (1561 a 1626), que se arroga para sí la tarea de una “fundamentación” y una “interpretación” sistemáticas de “todas las ciencias”, las cuales clasifica de acuerdo con las diferentes facultades del hombre: “memoria” (historia), “fantasía” (poesía) y “entendimiento” (filosofía). La ciencia primera será la “Prima Philosophia”, cuyo objeto de estudio son los fundamentos comunes a todas las demás ciencias. El conocimiento es una copia auténtica de la Naturaleza, sin “imaginaciones engañosas”: a estas últimas las describe Bacon como “prejuicios”, a los que él llamará “idolos” (eidola), y que son cuatro: “idola tribus”, “idola specus”, “idola fori” e “idola theatri”. Frente a ellos, la “inducción” es un método correcto y seguro para disolver las imágenes engañosas y poder alcanzar un conocimiento verdadero. En su obra “Nuevos instrumentos de la ciencia” (Novum Organum scientiarum), conocida comúnmente como “Novum Organum”, afirma que el procedimiento “metódico-experimental” parte de la recogida y comparación de observaciones para captar, mediante “generalizaciones sucesivas”, las formas generales de la Naturaleza: la inducción no parte de experiencias fortuitas, sino que trabaja de manera planificada con clasificaciones de las “observaciones” (“tablas” o "registros") que den cuenta de todos los “experimentos” dirigidos.

     Hay otro aspecto de la filosofía de Bacon que cabría reseñar aquí, y es la introducción de una novedosa “idea de hombre”. Frente a la conciencia del hombre “clásica” (asumida por la cultura cristiana), que impregna la filosofía medieval y el propio humanismo, se había producido en la época un acontecimiento decisivo: el Descubrimiento de América. El encuentro con aquellos otros "modelos humanos no clásicos” habría supuesto la relativización de la concepción de hombre del humanismo y, finalmente, su disolución. Se trataría ahora de cancelar las dificultades de una realidad humana percibida como “problemática”, buscando sus “notas esenciales” y estableciendo lo “invariable” de su naturaleza. Esta nueva prospectiva habría impulsado la aparición de los primeros tratados “Acerca del hombre” (De Homine), es decir, las primeras obras de antropología filosófica, característicos de la época moderna, el primero de los cuales habría sido el de Bacon, y que tendrán como base lo que Immanuel Kant (1724 a 1804) llamará “conflicto de la facultades” (de Medicina, Teología y Derecho, por oposición a la de Filosofía). Lo que va a ocurrir de aquí en adelante es que se tenderá a equiparar esta idea de “Hombre” (homo) con las ideas de “Dios” (Deus) y de “Naturaleza” (natura), en tanto que novedosa “idea práctica” que es entendida como un “proceso que se hace a sí mismo" y que "construye su propia esencia".

viernes, 7 de enero de 2022

¡Ese invento de Satanás!


     El tercero de nuestros artículos dedicados al Renacimiento tratará de analizar el proceso de la Reforma Protestante que sufre la Iglesia a partir de la publicación del “Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias” (Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum), más conocidas como “Las 95 tesis” (1517) por  Martín Lutero (1483 a 1546), un autor que aquí os presento en la reciente película de Eric Till, que en un ataque de inspiración decidió titular su obra “Lutero” (Paramount 2005). La película condensa la totalidad de claves para entender el conflicto que enfrentó al joven sacerdote y doctor en Teología con la cúpula de la Iglesia católica. La campaña de las “indulgencias”, iniciada ya en época antigua, se consolidó durante el siglo XV en la Ciudad del Vaticano, dada la necesidad de sufragar la costosísima construcción de la nueva Basílica papal de San Pedro, a mayor gloria y grandeza del nuevo papa León X (que no de Dios, como cabría esperar), lo que obligó a la Iglesia a hacer un esfuerzo económico importante, para el que sería necesaria la ayuda del pueblo. Cientos de clérigos recorren Europa en esta época pidiendo la “contribución de los pobres”, a los que se les promete el Paraíso (παράδεισος) por unas pocas monedas. Nos encontramos en la “nueva Babilonia”: Roma es un lugar marcado por la corrupción y la lucha por el poder, donde “todo se puede comprar”, desde la satisfacción de la carne, para aplacar el deseo sexual, hasta la salvación del alma, para limpiar nuestra conciencia moral y liberarnos de los pecados.

     La visita que Lutero realiza en 1510 a la capital del mundo cristiano (que podéis ver en el primero de los vídeos) indigna de tal manera al entonces monje agustino de Erfurt, que no tiene por menos que denunciar los hechos: una simple "moneda de plata" y unos cuantos "padrenuestros" bastan para liberar a su abuelo del Purgatorio (el propio Martín se lamenta de su pobreza, consciente de que unas pocas monedas más hubieran significado la salvación de toda la familia). El clérigo alemán estalla: en el año 1517 redacta y hace públicas sus famosísimas "tesis" (que podéis leer en este enlace o escuchar en este audiolibro), en las cuales proclamaba un retorno al “auténtico espíritu evangélico” y al “mensaje bíblico original”, donde se incluyen la defensa de la “salvación por la fe” (y no por las indulgencias), el rechazo de la “virginidad de María” y del “culto a las imágenes y los santos” y, sobre todo, la “libre interpretación de la Biblia". En el preciso momento de su publicación, las tesis se dan a la imprenta, recién ideada por Johannes Gutenberg (1400 a 1440), “ese invento de Satanás” que permite que todo alemán que supiera leer pudiera sacar sus propias conclusiones de la "lectura directa" de los Evangelios. Ni que decir tiene que esto supondría la excomunión de Martín, que de hecho se libra de arder en las llamas por los pelos. Pero la traducción de la Biblia al “idioma alemán” (Deutsch), un idioma bárbaro y vulgar en comparación al latín, realizada por el propio Lutero, será el punto de inflexión definitivo para una nueva situación.

     Estamos ante el comienzo de una nueva era, en el que se desarrollará la “interpretación bíblica”, la “exégesis” (ἐξήγησις) latina, que ya había comenzado con la Patrística en el siglo III, inaugurando un movimiento conocido como Hermenéutica (ἑρμηνευτικὴ τέχνη), la técnica de “interpretación, comprensión y traducción” de los textos orales y escritos, que tanto juego ha dado a la filosofía durante el siglo XX. Pero serán precisamente los Padres de la Iglesia, iniciadores de esta tendencia, los que “fijen el dogma”, que a partir de entonces no podrá ser modificado por una nueva lectura e interpretación (por algo se les denomina “dogmas”). Pero frente a ellos, si el ser humano no necesita del papa, ni de la Iglesia, para comprender el mensaje divino, si es “libre de pensamiento” para decidir por su propio criterio “qué es lo que está escrito”, entonces ya no es un vasallo, menos aún un esclavo, sino que es un “individuo” (individŭus), alguien “in-divido”, esto es, “que no se puede dividir”, que no tiene partes (un “átomo”) y por tanto una “perspectiva”, un “punto de vista sobre el mundo”, uno entre millones: el de Lutero, el mío, el tuyo, el de cada uno de nosotros. El hombre es finalmente “un hombre”, una “subjetividad”, y todo porque la imprenta permite a todos el acceso al conocimiento, y “¡el conocimiento es poder!”.

     La Reforma protestante cristaliza en un clima que se venía gestando desde la Edad Media: herejes y reformadores medievales habían iniciado una tradición de crítica que trataba de contener la progresiva "mundanización" de la Iglesia. Las “corrientes humanistas evangélicas” ideaban una restauración del “texto exacto” de los “primeros libros cristianos”. Los mayores exponentes de este movimiento serán el español Juan Luis Vives (1492 a 1540) y el ingles Tomás Moro (1478 a 1535). Pero serán las obras de Erasmo de Rotterdam (1469 a 1536) las que marcarán las directrices culturales y espirituales del momento, que serán adoptadas por escritores, intelectuales y hombres de Estado. Junto a la difusión en Alemania y Holanda del “humanismo erasmista”, podemos precisar varios factores históricos más favorables al triunfo de la Reforma: el declive del prestigio de la Curia Romana y del Papado; la cristalización en Alemania de los “programas centralizadores” del Estado Moderno; la política de los príncipes alemanes tendente a impedir cualquier atentado contra los privilegios de la “Bula de Oro” de Carlos I de Bohemia (1316 a 1378); y finalmente la fermentación económica y social provocada por la afluencia de “metales preciosos” provenientes del Nuevo Mundo.

     El nuevo principio es verdaderamente revolucionario porque se niega a reconocer a la Iglesia, “encarnación histórica del Espíritu Santo”, como única intérprete autorizada de la “palabra divina”. La Iglesia cristiana medieval, “única y universal” (“ecuménica”), había dejado de existir: “en lugar de una Iglesia habría muchas iglesias”. Se ponía de manifiesto así el importante papel que desempeñaba el Estado en el proceso de configuración religiosa y el enorme fortalecimiento que experimentó gracias a dicho proceso. Las distintas confesiones se consolidaban a través de los Estados a la vez que los bastiones de fe se convertían en auténticos baluartes de hegemonía política. El Calvinismo tendrá su cuna en Suiza de la mano de la acción reformadora de Ulrico Zwinglio (1484 a 1531), cuya obra sería recogida por Juan Calvino (1509 a 1563), quien defenderá la doctrina de la “predestinación absoluta”, que pronto se extenderá a Francia y a los Países Bajos. El Luteranismo, con germen en Alemania, hará lo mismo en los Estados escandinavos y Dinamarca (y en menor medida en Polonia, Bohemia y Hungría). Inglaterra es un caso excepcional, pues la Reforma fue un acto exclusivo del poder de Enrique VIII (1491 a 1547), en el que se concretó la separación de Roma con la fundación del Anglicanismo (podéis repasar las distintas corrientes reformistas en el vídeo que precede a estas líneas).

     La Iglesia católica reaccionará rápidamente ante la Reforma respondiendo con un amplio movimiento de “restauración religiosa” que se conoce como Contrarreforma. Para combatir a los protestantes surge una nueva orden religiosa: la Compañía de Jesús, fundada por el español Ignacio de Loyola (1491 a 1556), que llegará a organizarse como una “estructura militar” y que tendría como regla básica la “obediencia pasiva a las órdenes del Papa” (ambos motivos nos permiten explicar el recrudecimiento de las acciones de la Inquisición en estos mismos años). Otro de los instrumentos de lucha contra la Reforma fue el Concilio de Trento (1545 a 1563), que dio lugar a una gran obra de “reorganización doctrinal y disciplinaria” del catolicismo. Desde el punto de vista filosófico, la Contrarreforma generó una serie de obras y corrientes de pensamiento político que pretenden una conciliación entre la “razón de Estado” y las “exigencias de la moral”. Destacamos aquí a Jean Bodin (1529 a 1596), quien llevará a cabo una dura crítica moralista a Nicolás Maquiavelo. Otros teólogos y pensadores católicos llegarán a realizar una verdadera cruzada contra el “pensamiento realista” maquiavélico tomando como punto de partida el análisis del “poder político”; tal es el caso del español Francisco Suárez (1548 a 1617), que expondrá una primera “concepción contractualista” del “concepto de soberanía”.