lunes, 17 de enero de 2022

A hombros de gigantes


     La aplicación sistemática del invento de Hans Lippershey (1570 a 1619) conocido como “telescopio” (τηλε-σκοπ) a la observación de los astros realizada por primera vez por Galileo Galilei (1564 a 1642) permitió que muchas de las “ideas platónicas y aristotélicas” terminasen por ser abandonadas: los cuerpos celestes no son “esferas perfectas”, ni están hechos de una “sustancia” diferente de la de la Tierra, hay más objetos astronómicos de los que se ven a simple vista (Júpiter por ejemplo tiene “lunas” que giran sobre él, lo que supone un “modelo en miniatura” del Sistema Solar) y las estrellas no cambian de tamaño al mirarlas por el nuevo artefacto (lo que nos indica inequívocamente que están a una distancia enorme). Galileo rompe con la idea de los “movimientos naturales” al afirmar que “todos los cuerpos se comportan de igual forma con respecto al movimiento”: no hay movimientos naturales diferentes, sino que “todos los cuerpos son graves” y “todos siguen las mismas leyes”, pues la diferencia entre ellos no está en función de su “naturaleza” (como sostenían los clásicos) sino que es puramente “cuantitativa”. Los cuerpos no tienen “en sí mismos” el “principio del movimiento”: de hecho, la diferencia entre “reposo” y “movimiento” es “relativa” y está en función de la “relación posicional de un cuerpo con respecto a otro”. Galileo definió, gracias a estas ideas, tanto el “movimiento rectilíeno uniforme” como el “movimiento uniformemente acelerado”, que explican la variación de velocidades en la “caída de los graves”, además del “movimiento violento” de los proyectiles (un tema muy complejo de explicar en época antigua).

     No obstante lo dicho, el “principio de inercia” expuesto por Galileo no será suficientemente preciso, ya que se entiende como un “movimiento circular” del que no se pueden extraer todas sus posibles consecuencias para una “geometrización total del espacio”. En todo caso, el aristotelismo estaba totalmente barrido: “el movimiento no necesita motor”, y además “el reposo es relativo”: lo que hace un motor no es provocar el movimiento sino solamente la “variación del movimiento”, es decir, la “aceleración de los cuerpos”. A estos logros debemos unir la introducción del método hipotético deductivo para el análisis de las “ciencias físicas”, novedosa herramienta que trata de combinar el momento “inductivo” propio de las “ciencias empíricas” con el momento “deductivo” que caracteriza a las “ciencias formales”. Partiendo del “árbol de Porfirio”, método medieval para hallar un concepto por medio de sucesivas divisiones que permitieran clasificar las cosas en grupos distintos para comprobar luego cuáles son sus características comunes (conocido como “método de resolución composición)”, Galileo elabora una novedosa metodología basada en la combinación de la “síntesis” (compositio) con el posterior momento del “análisis” (resolutio), es decir, partir de la formulación de “hipótesis” para concluir en la “contrastación” de las mismas.

     Los pasos a seguir por este método son los siguientes: descomposición de lo que se describe en elementos simples (“análisis” de las apariencias); composición de “hipótesis”; comprobación mediante “experimentos” (tanto prácticos como teóricos) de estas hipótesis; deducción de “consecuencias observables” a partir de ellas; y composición de “leyes de la naturaleza”, que deberán ser formuladas “matemáticamente”. La sustitución del concepto  de “esencia” por el de “función” es fundamental para la comprensión moderna de la nueva ciencia, que supone una revolución en descripción y determinación de los fenómenos físicos sin parangón en la historia. Podemos comprobar algunas de estas ideas en el arranque de la película “La vida de Galileo” (GB 1972) de Joseph Losey, adaptación de la pieza teatral del dramaturgo Bertolt Brecht (para ver la película completa basta con seguir este enlace). También resulta interesante “Galileo” (Fenice 1968) de Liliana Cavani (que igualmente podéis consultar completa en este enlace).


     Pero será el británico Isaac Newton (1642 a 1727) quien consiga establecer la síntesis definitiva de la nueva visión del mundo. Influido por el mecanicismo, pero también por el neoplatonismo, y conocedor de la obra de Galileo y Descartes (“a hombros de gigantes”) sistematizó la nueva cosmología acudiendo a un criterio que “repugna a la razón de los mecanicistas”, pero que él asumió con su famosa frase “no finjo hipótesis” (hypotheses non fingo): la “acción a distancia”. Por supuesto, Newton no partió de una “revelación divina” ni de una “intuición intelectual” (al comprobar la “caída de una manzana”, como asegura la creencia popular) para postular su teorías físicas, sino del acúmulo de datos aportados por sus predecesores y la práctica de una crítica sistemática sobre los mismos. En su obra de 1687 “Principios matemáticos de la filosofía natural” (Philosophiæ naturalis principia mathematica) deriva de “principios mecánicos” todos los fenómenos naturales, suponiendo que todos ellos se deben a las fuerzas de “atracción” y “repulsión”, presentes literalmente en “todos y cada uno de los cuerpos físicos”. Establece así los tres principios de su sistema mecánico como sigue:

Principio de inercia. Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vea obligado a cambiar su estado por la acción de alguna fuerza.

Principio de la fuerza. El cambio de movimiento es proporcional a las fuerzas motrices impresas, y se hace según la línea recta en la cual se imprime dicha fuerza.

Principio de acción y reacción. La acción es siempre contraria e igual a la reacción, como las acciones mutuas de dos cuerpos son siempre iguales y dirigidas a partes contrarias.

     Estas tres leyes, al introducir la “fuerza”, añaden a la Cinemática de Galileo la Dinámica.  A estas leyes une Newton la Ley de la gravitación universal, que afirma que “dos cuerpos cualesquiera se atraen con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancias”. Según esta nueva ley, todos los fenómenos, terrestres y celestes, se rigen por los mismos “principios” antes propuestos. La teoría heliocéntrica deja de ser definitivamente una hipótesis: con ella quedan explicadas las “leyes empíricas” de Johannes Kepler (1571 a 1630) y razonados los movimientos elípticos, que quedan fundamentados físicamente. Cómo se transmite esta fuerza a través del espacio vacío es algo que no se plantea o se deja abierto: Newton postula que existen un “espacio absoluto” y un “tiempo absoluto” que rigen todos los fenómenos, y una “visión corpuscular de la materia” (y también de la luz) compuesta por “átomos y vacío”. La nueva síntesis carece no obstante de historia, pues el “origen y estructura del Universo” no tienen explicación: Dios habría dispuesto así las cosas, y otros mundos, con otras leyes, podrían haber sido creados. Immanuel Kant (1724 a 1804) primero, y William Herschel (1738 a 1822) y Pierre-Simon Laplace (1749 a 1827) después, siguiendo la estela de Newton, pudieron establecer finalmente la primera “cosmogonía atea” del Sistema Solar (en la que “la hipótesis de Dios no es necesaria”, en palabras de Laplace), según la cual los planetas son partes desprendidas del Sol, lo que explica por qué todos se mueven en el mismo plano y con el mismo sentido del giro.

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