lunes, 7 de febrero de 2022

El mejor de los mundos posibles


     El objetivo de la filosofía de Gottfried Wilhelm Leibniz (1646 a 1716) es concretar “una conciliación entre el mecanicismo científico de la época y la teología religiosa del cristianismo”, propósito que afrontará en su obra “Ensayo de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal” (Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal) donde Théodicée significa literalmente “justificación de Dios”, invirtiendo los términos al uso: la “sustancia” (substance) debe encontrarse no en la “extensión”, sino en lo que él llama “acciones” (actions) o “fuerzas” (forces), ya que “la sustancia es un ser capaz de acción”. Más adelante, en la “Monadología” (La Monadologie), publicada de forma póstuma en 1720, desarrollará una "Ontología" sistemática completa, en la que primero enuncia los tres momentos de la “ontología general”, a saber: el “momento abstracto” o esencial, el “momento existencial” (que prueba por vía del dinamismo psíquico o la experiencia externa de la conexión entre los fenómenos) y el “momento gnoseológico” (en el que recapitula toda su metodología matemática y enuncia los principios del conocimiento); y con posterioridad despliega una “ontología especial”, en la que prueba las tres grandes ideas de la metafísica occidental (“Dios”, “alma”, “mundo”). La parte más apreciada por su pensamiento científico, sin embargo, será la “Cosmología”, que sintetiza de forma genial el orden inorgánico cartesiano en dos párrafos y abre un sugerente panorama del “mundo orgánico”. Por último, la “Psicología” constituye un tratado completo del hombre entendido como “espíritu” (tanto en sentido individual como social).

     Leibniz introduce el neologismo “mónada” a partir del término “monas” (μονάς) que en griego significa “unidad”: “la mónada no es otra cosa que una sustancia simple, que forma parte de los compuestos; simple, esto es, sin partes”. Estas mónadas “son los verdaderos átomos de la naturaleza, son los elementos de que constan todas las cosas”. Las mónadas está “orientadas” desde su creación, no tienen movimientos internos, ni tienen ventanas por donde pueda entrar o salir algo de ellas. Es preciso además que cada mónada sea “diferente” de otra cualquiera, porque todas tienen cualidades intrínsecas que las diferencian entre sí. Pero a la vez, las mónadas son “iguales” porque son simples y porque cada una de ellas es un “espejo” del universo: contiene en sí misma, a modo de “representación”, al mundo en su totalidad, lo que significa que el contenido posible de todas las representaciones de cada una de la “infinitas mónadas” es el “mismo” en todas ellas, y que la diferencia está solo en el grado de “claridad y distinción” de estas representaciones.

     Para explicar esto, Leibniz recurre al “dinamismo psíquico” y distingue en cada mónada dos tipos de “facultades”: la facultad “perceptiva” (pues los cambios son “representaciones psíquicas” de distintos grados) y la facultad “apetitiva” (pues toda acción procede de este “principio interno”). En realidad, toda mónada es una “vis” o “fuerza” en virtud de la cual tienen lugar los movimientos del mundo, pero en este cosmos de Leibniz el ciego choque de los cuerpos se transforma en “realidades psíquicas”: cada mónada es “autosuficiente” porque es “sujeto” y, de acuerdo con el racionalismo, todo lo que se dice de un sujeto está ya contenido en su concepto mismo. Ocurre simplemente que las mónadas están siempre en un estado concreto (“percepción”) y a la vez están en tránsito dinámico hacia el estado siguiente (“apetito”). Hay dos clases de mónadas, en función del nivel de sus representaciones: las dotadas de “pequeñas percepciones”, que yacen en un estado inconsciente, y las dotadas de “apercepción”, que implican una toma de conciencia del estado anterior (una cierta “memoria”).

     Leibniz dedica mucho tiempo y espacio a la “Teología natural”, que ocupa una posición central en la “Monadología”, donde Dios aparece como “sustancia necesaria”, pero inmediatamente, como garante del mundo, como la “razón suficiente” de los hechos que nos son evidentes por sí mismos. Sin embargo, el hecho de que algo exista, y exista como tal, es un “hecho contingente”, que no atenta contra el “principio de no contradicción”. En consecuencia, hay “otros mundos posibles”, pero que sean posibles no implica que existan. Solo Dios tiene el privilegio de existir “a priori”, pues “si es posible, existe”, un “argumento cosmológico” que a la vez es prueba de la existencia de las verdades eternas, las “verdades de razón” (que en consecuencia no son arbitrarias ni dependen de la voluntad de Dios). El Dios de Leibniz se asemeja, por sus acciones guiadas por razones evidentes, a un gran “empresario” o “arquitecto”, que crea un mundo regulado por el “principio de lo mejor”, por el “principio de razón suficiente”, que no se rige por la escasez sino por la superabundacia económica: Dios, de acuerdo con las verdades necesarias, construye con el “mínimo coste” el “mejor de los mundos posibles”.

     La idea de una “armonía preestablecida” es la solución leibniziana al dualismo cartesiano y uno de los puntos clave de su teoría del conocimiento, inspirada tal vez en los esquemas matemáticos y económicos, que generan un “marco ontológico formal” perfectamente cerrado. Siguiendo la famosa “metáfora de los relojes” del ocasionalista Arnold Geulincx (1624 a 1669), la armonía preestablecida es un principio de “suprema racionalidad” que nos permite comprender la variedad de los fenómenos que se desarrollan en el mundo. Supone que debe existir una “ley universal interna” de inteligibilidad de todo lo que sucede: “si vemos salir el Sol, no es el Sol el que produce mi visión, sino una representación en mí del Sol, que se hace después consciente por mi propio dinamismo interno”: La secuencia de representaciones no es más que la realización del principio de razón suficiente, y supone un mundo en perpetuo dinamismo y polimorfa variedad. La “Monadología” o “armonía de las mónadas” es el modelo abstracto que el hombre puede realizar en los “microcosmos categoriales” de la economía, la biología, la sociología y todas las demás ciencias.

     Vamos a tomar prestadas de nuevo un par de secuencias de la película “The Matrix” (Warner Bros 1999) de los hermanos Larry y Andy Wachowski (actuales Lana y Lilly Wachowski), para dar ejemplo de lo dicho con anterioridad. En la segunda parte de la saga (“Matrix Reloaded” 2003) el protagonista Neo (Reanu Reeves) consigue introducirse en el núcleo de la matriz, y es entonces cuando se encuentra con El Arquitecto (Helmut Bakaitis), el constructor responsable del diseño del complejo mundo virtual que habitan los engañados humanos (que por cierto se nos muestra como un viejo con barba blanca que nos recuerda a alguien, ¿verdad?). El caso es que el bueno del Arquitecto le explica a Neo que en un principio diseñó Matrix como un mundo matemáticamente perfecto, y que el resultado fue un fracaso total, pues olvidó introducir en este mundo la “contingencia” propia del ser humano. Reconstruido de nuevo, el mundo es ahora un lugar de entre los muchos posibles, un lugar perfectamente adaptado a las condiciones humanas... hasta el punto de que el nuevo mundo creado por el Arquitecto genera una “anomalía sistémica” (nosotros lo llamaríamos “libre albedrío”) que potencialmente puede acabar con todo el proyecto. Poco antes de conversar con el “padre de Matrix”, Neo tiene un encuentro con la “madre de Matrix”, El Oráculo (Gloria Foster), que ya le advierte en este mismo sentido: aunque hay “verdades necesarias” (vérités de raison) que no se pueden cambiar, existen también “cuestiones de hecho” (vérités de fait) que no lo son, y que se pueden alterar por medio de una “elección”, no menos racional pero igualmente trascendental… porque tal vez nos va la vida en ello.

sábado, 5 de febrero de 2022

La geometría de las pasiones

     Continuamos nuestro repaso por la filosofía de Benito de Espinosa (1632 a 1677) adentrándonos en sus pensamientos éticos. El autor niega tajantemente la “libertad humana” (que supone una “ilusión”, pues el hombre que se cree libre ignora las causas que determinan necesariamente todo lo que sucede) así como la “finalidad de la naturaleza" (que supone un “espejismo”, pues atribuimos fines a la naturaleza porque confundimos “el orden de nuestra razón” con el “orden necesario”). En el caso del hombre, la “mente” es un elemento del entendimiento divino, un “modo del pensamiento” que existe realmente; pero esa existencia tiene lugar como “cuerpo”, que es un “modo de la extensión”. De ahí la extraña definición que del hombre hace Espinosa: “el objeto de la idea que constituye el alma humana es un cuerpo, o sea, cierto modo de la extensión existente en acto, y no otra cosa”. Así pues, una de las claves del materialismo de este autor reside en la afirmación de que “yo soy la idea que tengo de mi cuerpo” (idea corporis), esto es, “soy un cuerpo”. Y Espinosa concibe este “individuo corpóreo” como si fuera una “estructura”.

     Esta proposición, que identifica cuerpo y espíritu, solo se entiende si se niega la “sustancialidad del hombre”, que como ser contingente no puede comprenderse “por sí mismo”: niega por tanto que el hombre tenga un alma espiritual a la manera tradicional, y realiza una crítica de la “teoría clásica de las facultades”, en cuanto se consideran expresión de una sustancia anímica única. Para Espinosa no hay un alma singular, sino una sucesión de actos singulares, que son “modos finitos mediatos” de la “sustancia única infinita”: cada acto humano encuentra su razón y explicación en el acto singular que le precede. Este determinismo permite “comprender la sucesión de actos humanos por sus causas”, y lo único que permanece en esta cadena es la “idea corporis”, puesto que es la única que está presente siempre en todo pensamiento. Y por debajo del cuerpo hallamos algo aún más fundamental: “el deseo por permanecer en el ser”. El conocimiento más profundo y absoluto que tenemos del hombre está referido a la causalidad del “deseo” (conatus) que es “la esencia misma del hombre, en cuanto está concebida como determinada por una afección cualquiera de si misma a hacer algo”.

     El “conatus” no es otra cosa que la “acción misma”: para Espinosa, “ser es existir en acto”, y existir es fundamentalmente obrar. Es ésta la primera filosofía que concibe la existencia humana como acción. El “conatus” no es una fuerza irracional, ni una raíz inconsciente: desaparece la distinción tradicional entre apetitos irracionales y deseos conscientes, pues el “espíritu puede ser consciente de su deseo o de su apetito”, ya que “el espíritu se esfuerza por perseverar en su ser por una duración indefinida, y es consciente de su esfuerzo”.

     A partir de estos fundamentos, inicia Espinosa el despliegue de la “geometría de los afectos” de una manera dual, pues éticamente hay dos deseos que manifiestan la potencia o impotencia del hombre: la “alegría” (beatitudo), primer afecto positivo o "principio de vida" que conduce a la generosidad, y la “tristeza” (tristitia) un afecto negativo que "anuncia la muerte" y conduce al odio, a la envidia... al vicio. Si aplicamos el entendimiento al examen de nuestros problemas, veremos que las “pasiones” son “ideas oscuras” que hay que sustituir por “razones”, y las pasiones no sustituibles por razones han de ser condenadas.

     Racionalizadas las pasiones, el hombre dejará de ser esclavo y “colaborará” con los demás, porque la perfección ha de ser colectiva: las pasiones separan, la razón une. La “utilidad individual”, si ha transformado la pasión en razón, coincide con la “utilidad general”. Por ello el hombre ha de volcarse a la acción, una acción “alegre y confiada”, nunca “compasiva ni medrosa”. La acción eficaz ha de producirse en el seno de ese “individuo de individuos” que es el Estado: los que ven en el Estado coacción y tiranía y abominan de la norma y el sistema son en el fondo pequeños prisioneros de sus pasiones y no han descubierto la razón. Sólo la “razón” producirá una “colaboración armoniosa”, de manera que “no sean las armas las que venzan los ánimos, sino el amor y la generosidad”. En último término, es la razón quien nos descubre la “identidad” entre “libertad” y “necesidad”. Este Estado ideal del hombre es lo que Espinosa denomina “amor intelectual a Dios”, que no es otra cosa que “amor de Dios”, “amor racional al todo”, libertad conseguida por la superación de la pasión y la comprensión de la necesidad.

     Un buen ejemplo de estas ideas lo tenemos en la película “Minority Report” (20th Century Fox 2002) dirigida por Steven Spielberg a partir un relato corto de Philip K. Dick titulado precisamente “El informe de la minoría” (1956). El protagonista de nuestra historia, un policía de la unidad de élite "Precrimen" llamado John Anderton (Tom Cruise) encargado de detener a futuros delincuentes antes de que cometan sus delitos (lo que consiguen gracias al uso de los "precogs", tres seres psíquicos cuyas visiones sobre los asesinatos futuros nunca han fallado), descubre que él mismo es un potencial asesino y que en pocas horas ejecutará un homicidio. Se ve entonces forzado a huir y a sobrevivir a los innumerables acosos policiales de sus hasta entonces compañeros. Llegados a un punto de la narración, Anderton da con la creadora del programa Precrimen, la científica Iris Hineman (Lois Smith), que le enseña unas cuantas cosas sobre el programa y le revela algunas lecciones vitales mucho más importantes: “cuando se sientes acosados, los seres vivos se esfuerzan en una única cosa… sobrevivir”. Este es el camino a seguir: “perseverar en su ser”, algo que Anderton se verá obligado a llevar hasta sus últimas consecuencias, tratando de decidirse entre sus pasiones y su racionalidad, para alcanzar la libertad.

viernes, 4 de febrero de 2022

Deus sive natura sive substantia


     Vamos a repasar el pensamiento materialista de Benito de Espinosa (1632 a 1677) y su concepción de la “sustancia” (substantia) entendida como “naturaleza única”. A muchos de vosotros os resulta extraño que defina a este autor como uno de los primeros filósofos ateos, dada su insistencia en hablar de Dios. Lo primero que debemos precisar es que el Dios del que habla no es el Dios de la religión judeo-cristiana (recordad que el propio Espinosa, de origen judío sefardí, fue expulsado de la sinagoga por sus excéntricas ideas sobre temática religiosa), sino que habla de la “idea de Dios”, en un sentido racional, como “sustancia infinita y perfecta”. Espinosa comienza su “Ética (demostrada según el orden geométrico)” (Ethica ordine geometrico demonstrata) definiendo así la “sustancia”: “Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa”. A continuación, define los “atributos” (attibuta): “Por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como constitutivo de la esencia de la misma”; y más adelante los “modos” (modos): “Los modos son las cosas particulares, consideradas coma afecciones de los atributos de la sustancia”.

     Dios es una sustancia que consta de “infinitos atributos”, y las cosas son los modos incorporados en Dios, de manera que fuera de Dios no cabe concebir que exista ninguna otra realidad. Mientras que para René Descartes (1596 a 1650) el universo está cerrado porque sólo existen tres sustancias (la divina, la extensa y la pensante), para Espinosa "el cosmos está abierto” porque no hay más que una sustancia: “Dios”, es decir, “la naturaleza” (Deus sive natura), pero con infinitos atributos, de los que el hombre solo conoce dos: la “extensión” y el “pensamiento”, que dan lugar a dos tipos de ciencias, las físicas y las psicológicas: “el pensamiento es un atributo de Dios, o dicho de otro modo: Dios es una cosa pensante” y además “la extensión es un atributo de Dios, o dicho de otro modo, Dios es una cosa extensa”. La idea de “infinitud de lo real” supone que el conocimiento humano nunca podrá ser “cerrado”, siempre quedará un margen de “indeterminación”, una limitación para nuestro conocimiento. Cuando se habla de panteísmo en Espinosa, este no se debe entender como un “monismo ordenado”, sino como una “pluralidad inagotable de lo real”.

     Siempre será posible que aparezcan nuevas ciencias, nuevos sistemas de cosas o modos, por lo que nuestro conocimiento nunca será definitivo. La idea de “sustancia infinita” es, pues, una “idea crítica” capaz de someter la realidad a una “trituración”: en eso consistirá principalmente la filosofía, en una demolición de la realidad y del proceso de conocimiento humano acerca de la misma, puesto que ambos van parejos. Sin embargo, esta crítica racional no acabará en un mero escepticismo, a la manera de Michel de Montaigne (1533 a 1592) por ejemplo, pues existe la posibilidad de alcanzar "conocimientos positivos".

     El propio Espinosa distingue “tres géneros de conocimiento”: el conocimiento “empírico” o mero “registro pasivo de imágenes y experiencias vagas” (conocimiento parcial e impreciso que lleva a la falsedad y que debe superarse); el conocimiento “racional” por medio de “causas o nociones comunes” que llamamos “deducción o encadenamiento de conceptos” (superior al vago pero incompleto, puesto que se refiere a “mi razón” y no a “la razón de las cosas”); y el conocimiento “intuitivo”, que es la “percepción evidente de un nexo lógico de implicación” (lo que la mente construye cuando entiende algo es precisamente “la necesidad misma del ser de la cosa”).

     Como los modelos que tiene en mente Espinosa son siempre matemáticos, diremos que la intuición se refiere más al aspecto “constructivo” de los axiomas que al deductivo. Algo “existe” cuando se produce de un modo “necesario”; en consecuencia, el conocimiento verdadero (“claro y distinto”) es el que versa sobre la “construcción”, la “génesis” o la “producción” de las cosas. Por un lado, la infinita riqueza de la realidad nos impide que nuestro conocimiento sea nunca definitivo, pero por otro lado, existen conocimientos verdaderos, y la “tarea del hombre" consiste en instaurar paulatinamente en el mundo un "orden racional". Nunca llegaremos a saber con certeza “cómo se unen las partes de la naturaleza entre sí y con su todo”, porque para saber esto habría que conocer toda la naturaleza y sus partes. Pero el entendimiento del hombre racional “se forja por sí mismo sus instrumentos espirituales, mediante los cuales adquiere la capacidad de realizar nuevas obras intelectuales, y de estas obras otros instrumentos o capacidades de ulteriores indagaciones”.

     Para comprender un poco mejor este pensamiento, he seleccionado el arranque de la película “El último mohicano” (20th Century Fox 1994) de Michael Mann, según la novela de James Fenimore Cooper, en el que unos indios nativos americanos persiguen y dan caza a un venado en medio de un paraje natural sobrecogedor. Fijaros en la forma de actuar de los tres “pieles rojas”, en permanente movimiento (una idea dinámica que tendremos tiempo de analizar en nuestro siguiente artículo). El desenlace de la escena es muy interesante: los tres hombres se arrodillan delante del animal abatido (al que consideran un “hermano”) y “suplican su perdón” por haberle dado muerte, y “rinden honores a su valor”, a “su destreza en el combate” y a “su bondad de espíritu”. Para completar la actividad, convendría que le echaseis un vistazo a la famosa carta que el Jefe Seattle, de las tribus Suquamish de los territorios del noroeste, dirige en 1855 al presidente del gobierno, Franklin Pierce (y que os ofrezco en este enlace). Tan vez os ayude a comprender mejor en qué consiste eso que Espinosa llamaba “Dios (es decir la naturaleza, es decir la sustancia)”.

martes, 1 de febrero de 2022

Una moral por provisión


     Es una cuestión largamente debatida si la “moral provisional” (moral par provision) de René Descartes (1596 a 1650) es una moral “transitoria e imperfecta” a la espera de ser completada o, por el contrario, una moral “mínima pero suficiente” para los objetivos por él buscados. Algunos aseguran que las “reglas” de esta moral son “circunstanciales”: el filósofo las adopta “mientras llega a la formulación de algo definitivo” (al menos eso es lo que da a entender en el “Discurso del método”), pero el hecho es que no volvió a hacer más consideraciones sobre la moral en ningún otro lugar, lo que podría indicar que se trata de una “moral definitiva”. Las palabras que usa Descartes no implican necesariamente que “provisional” se contraponga a “definitiva”, puesto que “provisión” (en francés como en español) es un término jurídico que alude “a los fondos que se adelanten para responder a los gastos que sobrevengan”, lo que significa construir un “fondo previo” para el futuro, que hay que tener en cantidad suficiente para lo que nos depare la vida. En Descartes, lo que se adelanta de la moral es completamente definitivo, aunque se puedan añadir cosas (si bien él nunca rectificaría lo dicho primeramente). Las “reglas de la moral” no son por tanto contingentes, constituyen una “moral básica”, y se usan de la misma manera que las “reglas del método”:

     La “primera regla” considera las “opiniones de carácter social”, que cristalizan en un tipo de “religión” y de “política”, y se corresponde con la “evidencia” de las reglas del método. Desde el punto de vista práctico, supone un conformismo que aleja a Descartes de la revolución política y lo acerca a una reforma cautelosa de las artes y de las ciencias. La “segunda regla” también se puede corresponder con el segundo paso del método, e implica “firmeza y estabilidad en unos principios” aunque estos hayan sido dudosos en su origen. Esta fijeza se establece en función de los resultados, que dependen de la bondad de los principios, y si no mantenemos los primeros es imposible llegar a los segundos. La “tercera regla” implica “vencerse a uno mismo, antes que a la fortuna” y “cambiar los deseos antes que el orden del mundo”; pretende buscar una correspondencia entre el orden de la naturaleza y el orden de las autoridades, y supone un “orden afectivo”, un buen funcionamiento de la conciencia y de la conducta. La “cuarta regla” tiene una importancia más secundaria, pues implica “pasar revista a las distintas sabidurías”, como lo hacía el paso final del método, y este repaso tiene un sentido auxiliar a las evidencias (pues permite comprobar si lo son o no) y supone una aplicación práctica de las mismas.

     La correspondencia establecida entre las “reglas del método” y las “reglas de la moral” supone que existe una cierta homogeneidad entre la manera de especular pura y la “especulación práctica”. La filosofía cartesiana tiene como último principio la “conservación”, de tal manera que su "racionalismo" no pretende ser un "escepticismo". Esto no parece que tenga un sentido revolucionario, a pesar de que no se apoya en la religión o en la fe porque no las necesita. Desde el punto de vista de las evidencias, Descartes es muy "prudente", muy "conservador y conformista": entre las condiciones que hacen al sabio no incluye el cambiar la sociedad (lo que puede explicarse por su compromiso personal con la nobleza aristocrática y semiburguesa de la época). La moral y su doctrina del conocimiento tienen ambas una “función práctica”: asegurar que la conciencia esté a “salvo de toda duda”, y por tanto sea capaz de “conocer” en un sentido pleno, lo que posibilitará la nueva ciencia, que conduce a la felicidad. La filosofía, en el sistema cartesiano, es “sierva de la ciencia” a la par que “sierva de la vida”: esa doble conservación de la conciencia y del cuerpo se ve también en Benito de Espinosa: lo esencial en el hombre es el esfuerzo por “perseverar en su ser” (el “conatus” espinosista, que algunos autores interpretan como “esfuerzo por aumentar el ser”).

     Tomaremos prestadas de nuevo algunas escenas de la película “Alatriste” (Universal 2006) de Agustín Díaz Yanes, a partir de la serie de novelas juveniles “Las aventuras del capitán Alatriste” de Arturo Pérez-Reverte, en la que vemos al viejo capitán de los Tercios de Flandes comparecer ante el poderoso y temible Conde-duque de Olivares para dar explicación de un turbio y violento encuentro con unos extranjeros. El capitán Diego Alatriste (Viggo Mortensen), que tantos parecidos guarda con el Descartes mercenario en sus años jóvenes, muestra ante el Grande de España la misma “altivez y valentía” que acostumbra en la batalla, haciendo gala de una “prudencia y sensatez” que resulta “muy aristotélica” (pues es más que notable la deuda del racionalista francés con las virtudes éticas del estagirita griego) al no revelar el nombre del personaje que le ha hecho el encargo por el que es juzgado (el asesinato de los mencionados extranjeros, que resultaron ser el futuro rey de Inglaterra y su ayudante, y a los que el capitán perdona la vida). Lo mismo nos podemos encontrar en el desenlace de la película, una recreación de la Batalla de Rocroi, en la que Alatriste se muestra entero y elegante frente a la más absoluta adversidad, esa “fortuna” con la que es mejor no enfadarse. Las palabras finales de la película, relatadas por su ayudante Iñigo Balboa (Unax Ugalde), se corresponden con las primeras frases de la novela, que os invito a leer y disfrutar con todo entusiasmo.