miércoles, 24 de noviembre de 2021

Un repaso a la filosofía helenística


     Un último artículo de repaso a la filosofía del periodo helenístico con una nueva visita al canal de YouTube titulado Unboxing philosophy, del filósofo Daniel Rosende, que nos expone el pensamiento de las distintas escuelas de pensamiento con su habitual amenidad: las “escuelas socráticas”, la “filosofía del Jardín”, la “filosofía de la Estoa” y las “corrientes  escépticas”. Otro vídeo interesante es el que nos propone Monitor Fantasma en su espacio Ciclosofía, con una revisión de estas mismas corrientes filosóficas. Y para revisar la “ciencia alejandrina” os remito a los dos vídeos que vienen a continuación, extraídos de los canales El gato historiador y Mundo Top.

El gato historiador: "La biblioteca de Alejandría en 10 datos" (vídeo YouTube)

Mundo Top: “10 grandes inventos de la antigua Grecia” (vídeo YouTube)

     Y de nuevo una recomendación previa a la preparación de nuestro próximo examen: no os centréis únicamente en el estudio teórico de los distintos autores, podéis hacer uso de los apuntes de vuestro profesor (que están colgados en Teams y también están disponibles en esta bitácora) en los que se incluyen varios textos de los filósofos helenísticos con los que ejercitar el comentario de textos. Disponéis además de abundantes materiales en las páginas del Grupo Tecné y de Torre de Babel; y como siempre, para revisar el vocabulario específico de los autores, nada mejor que darse un paseo por el Diccionario filosófico de Centeno del profesor Salvador Centeno.

martes, 23 de noviembre de 2021

El apogeo de la ciencia alejandrina


     Una vez analizadas las grandes escuelas de filosofía desarrolladas en Atenas durante el periodo helenístico, deberemos dar un pequeño salto en el espacio hasta la cercana Alejandría para valorar los distintos desarrollos científicos que tienen lugar en la ciudad en este mismo periodo. El reparto del Imperio de Alejandro Magno entre sus “diádocos” (διάδοχοι) permitiría a Ptolomeo I Soter (367 a 283 a.n.e.) acceder al trono de Egipto y asentar una poderosa dinastía con capital en Alejandría. En esta época se produce por primera vez un intento consciente y deliberado de “organizar y subvencionar la ciencia”, hecho que encaja a la perfección con la estructuración racional del Estado al modo aristotélico. De hecho, el Museo de Alejandría sería el primer “instituto de investigación” subvencionado por el Estado, y su labor de “compendio y especialización” va a reflejar el aislamiento del “ciudadano griego” de la época y la tendencia a diferenciar entre dos categorías de individuos: los pertenecientes a la “élite ilustrada”, capaces de acceder a las refinadas argumentaciones de los científicos, y los “técnicos” o “productores”, cuya helenización será una de las tareas prioritarias del Estado, con la promoción y difusión de la ciencia en forma de “resúmenes” y “antologías”.

     Los sucesivos reyes de la dinastía de los Ptolomeos intentaron atraer a los grandes intelectuales griegos del momento a Alejandría, buscando por todos los medios transformar la ciudad en la “capital cultural del mundo helenístico”: nació así una ciudad excepcional y modernísima dentro de un Estado con una estructura oriental fuertemente arraigada. Los gobernantes egipcios se propusieron reunir en una “gran institución” todos los “libros” e “instrumentos” necesarios para las investigaciones científicas, aplicables a “todas las ramas del saber”, con objeto de suministrar a los estudiosos y eruditos un material sin par que no habrían podido encontrar en ningún otro lugar del planeta, induciéndolos así a viajar a la nueva metrópoli y asentar allí su magisterio.

     Así fue como nació el “Museo” (Μουσεῖον), lugar de estudio consagrado a las “Musas” (μοῦσαι), las protectoras divinas de las actividades intelectuales, institución que debe considerarse como una extensión del Liceo aristotélico, y que estaba dividido en distintos “Departamentos” dedicados a las más variadas actividades científicas: además de las salas de uso docente, el Museo contaba con un “jardín botánico” para el estudio de plantas y fármacos, un “zoológico” para la investigación del comportamiento animal, y múltiples espacios dedicados a la “observación” y la “experimentación” de los fenómenos físicos y astrónomos, laboratorios para los estudios de “anatomía” y “medicina”, y numerosas salas para el “estudio” y la "lectura".

     Sin duda el departamento más importante y famoso del Museo alejandrino era la “Biblioteca” (Βιβλιοθήκη): mientras que el primero ofrecía los aparatos necesarios para las indagaciones médicas, biológicas, físicas y astronómicas, la segunda reunía entre sus anaqueles “toda la producción literaria” conocida por los griegos. Con Ptolomeo II Filadelfo, la Biblioteca llegó a alcanzar los 500.000 volúmenes, que fueron aumentando paulatinamente hasta los 700.000, su momento de mayor esplendor, constituyendo la más grandiosa “reunión de libros” del mundo antiguo y llegando a acumular “todo el saber de la época”, lo que, unido al hecho de contar con los más afamados científicos del momento en las más variadas disciplinas imaginables, llevó a la ciudad de Alejandría a alcanzar el cenit cultural inicialmente propuesto.

     Por desgracia, con el pasar de los siglos la Biblioteca habría de sufrir múltiples adversidades: en el año 145 a.n.e. sería “saqueada” por primera vez, como consecuencia de los constantes conflictos sociales, y algún tiempo después, un pavoroso “incendio” durante el sitio de Julio Cesar a la ciudad en 48 a.n.e. la destruyó por completo, y muchas de sus valiosas obras se perdieron para siempre. Marco Aurelio volvió a edificarla en el siglo II, aportando para ello 200.000 volúmenes traídos de la Biblioteca de Pérgamo, pero en 390 el patriarca cristiano Teófilo emprendió una “cruzada” personal contra el “saber de los paganos” quemando una gran cantidad de volúmenes, lo que arruinó la colección definitivamente; finalmente, al tomar la ciudad en el año 641, los árabes “arrasaron” lo poco que quedaba de la magna institución alejandrina.

     El Museo verá la aparición de nuevas especialidades científicas, como la “filología” o la “geografía” (tanto física como humana); el desarrollo de disciplinas como la “historia” y la “medicina” (gracias a la disección de cadáveres); y el apogeo de la “mecánica” y la “astronomía” (mediante la codificación de las “matemáticas”). Entre los progresos más destacados que tuvieron lugar entre sus muros hay que mencionar la mejora, por parte de Arquímedes de Siracusa, de los métodos de Eudoxo de Cnido para determinar el valor de “pi” (π) con cinco cifras y las fórmulas de los volúmenes y superficies de esferas y otros cuerpos, y los estudios de Apolonio de Perga sobre las “secciones cónicas”. Un hecho aún más relevante lo constituye la sistematización de las “matemáticas” por Euclides de Alejandría, quien reúne gran parte del saber matemático de la época en un cuerpo unitario de “deducción a partir de axiomas”. Estos estudios permitieron a Arquímedes, Herón de Alejandría y otros estudiosos de la “mecánica” el desarrollo de la "estática" y la "hidrostática". También hay que citar los trabajos de Hiparco de Nicea en astronomía, con sus sistemas explicativos sobre el movimiento planetario basados en “epiciclos y deferentes”, el novedoso modelo "heliocéntrico" del universo propuesto por Aristarco de Samos (luego rechazado por Claudio Ptolomeo), la medición de las dimensiones terrestres por Eratóstenes de Cirene, la madurez de la historia gracias a Polibio de Megalópolis o el despuntar de la nueva medicina de la mano de Claudio Galeno.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Woody suspende el juicio


     Os muestro hoy una de mis películas favoritas: se trata de “Hannah y sus hermanas” (Orion 1986) del a veces irritante, siempre hipocondríaco, pero muy divertido Woody Allen, en la que el autor se pasa media película sumergido en una crisis existencial de órdago: “que si no sé si Dios existe o no”, “que si mi vida carece de sentido”, “que si no tengo motivos para ser feliz”… Podéis empezar por el primero de los videos, que muestra una interesante discusión entre padre e hijo: Woody abandona el “judaísmo”, su religión familiar, y abraza el “catolicismo”, en un intento por recuperar el sentido de las cosas y tratar de dar respuesta a esas “grandes preguntas” que todos nos hacemos alguna vez, y cuando el cristianismo no cumple con sus expectativas, busca respuestas en el “budismo”, luego en el “protestantismo”, el rito “ortodoxo”, hasta coquetea con un grupo de Hare Krishna (compruébalo en este enlace). La charla que mantiene con su padre es verdaderamente impagable, y nos recuerda las palabras de Epicuro de Samos al respecto de la “muerte” con su ya famoso “tetrapharmakón” (τετραφάρμακος), pues el padre no entiende cómo se puede preocupar uno por cosas por las que no tiene ningún sentido preocuparse.

     Esta película nos acerca al pensamiento de Pirrón de Elis (375 a 265 a.n.e.), que se conoce con el nombre de escepticismo, término derivado del griego “skeptesthai” (σκεπτέθαι), que significa literalmente "indagación, revisión o duda", y que, aunque tenga como finalidad la “abstención de todo juicio”, ésta tendrá lugar solo como resultado de una férrea “crítica” previa. Para todos estos pensadores la finalidad de la filosofía es la misma que para el resto de las filosofías morales helenísticas: se trata de alcanzar la “felicidad” (εὐδαιμονία) como “bien máximo” y “fin último” de la vida humana. Pero todos los filósofos helenísticos anteriores se equivocan al suponer que el modo de lograrla pasa por la construcción de complicados sistemas que, en opinión de los escépticos, son puras contradicciones. De hecho, tanto la “ataraxia” (ἀταραξία) o “serenidad del alma” epicúrea, como la “apatheia” (απάθεια) o “ausencia de afecciones” estoica, solo pueden conseguirlas aquellos que han logrado una situación tal de equilibrio que nada les puede ya conmover, ni inclinar hacia un lado o hacia otro: ambas presuponen por tanto la “afaxia” (αφασία), la “no-aserción” escéptica, el estado del alma que nos empuja a “no afirmar ni negar”, esto es, la actitud de quien “no se pronuncia” porque “no tiene opiniones ni inclinaciones”.

     La actitud escéptica, no obstante, no es fruto de la pereza, ni del estupor, ni de la negligencia, sino de un “estado del alma” llamado “epokhé” (ἐποχή) o “abstención de todo juicio”, estado en el que se equilibran “representaciones sensibles” o “fenómenos” (φαινόμενoν), “concepciones inteligibles” o “noúmenos” (νοούμενoν), “impulsos y pasiones” (πάθη), “imaginaciones y opiniones” (απόψεις). ¿Quiere decir esto que el escéptico “ni siente ni padece”? Sexto Empírico (160 a 210) nos explica que “no es que el escéptico no se turbe… a veces siente frío y sed y cosas análogas”. Pero frente a los ignorantes, que están sujetos no solo a estas pasiones, sino al convencimiento de que son malas por naturaleza, el sabio escéptico “suprime toda opinión aludida y alcanza mayor moderación en ellas”, pues al suprimir las creencias, privilegia la experiencia sobre la razón. La “sabiduría” (σοφία) consiste por tanto en mantener firme la convicción de que “no se sabe” lo que está pasando, porque lo único cierto es que la “realidad” (sea lo que sea) permanece siempre “inalcanzable y desconocida”: enjuiciar es turbarse, de modo que la “epokhé” o suspensión del juicio, lejos de ser expresión de “nihilismo”, es el único camino seguro hacia la “eudaimonía”.

     Volvemos a nuestra película: finalmente, aturdido ante tanta incertidumbre (y tras un fallido intento de suicidio), el bueno de Woody se encierra en un cine para tratar de “ordenar sus ideas” y se encuentra con la película “Sopa de ganso” (Paramount 1933) de Leo McCarey, una de las comedias más absurdas e irreverentes que quepa imaginar (aparentemente muy poco útil para poner orden en el desconcierto), película que le retrotrae a los buenos recuerdos de su niñez, a su infancia feliz y desordenada, cuando nada era lo suficientemente importante como para suponer un trastorno grave, cuando las “grandes preguntas” no eran necesarias por absurdas y faltas de interés. Y entonces cae en la cuenta, descubre que es imposible dar una respuesta segura a todas esas grandes preguntas y toma la opción del sabio escéptico: ya que nada se puede saber con exactitud ni certeza, lo mejor será “no emitir comentario alguno”. Pero el escepticismo helenístico no es un mero “quietismo” (a la manera del hinduismo o del budismo orientales) y esta “duda escéptica” funciona a la hora de hacer juicios, no de acometer acciones, pues en el ámbito práctico podemos optar siempre por “lo más probable”, aceptando las normas éticas de nuestra sociedad como forma de encauzar nuestra acción: “¿Acaso no te interesa esta experiencia que llamamos vida?”. Y la conclusión del “sabioWoody no puede ser más brillante: “Tal vez Dios existe, o tal vez no, pero… ¡qué más da, si tenemos a los Hermanos Marx!”.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Las virtudes del guerrero

 

     El célebre pensador Marco Aurelio (121 a 180) ha pasado a la historia como uno de los filósofos estoicos de mayor renombre antes que como insigne Emperador romano conquistador de Germania. Sus “Meditaciones” (Τὰ εἰς ἑαυτόν) son un texto muy recomendable, no solo para los amantes de la sabiduría, sino para cualquiera que se encuentre un poco “depre” y quiera “levantar el ánimo”. Marco Aurelio es una de las piezas claves para entender la película “Gladiator” (Universal 2000) del director Ridley Scott, que narra la historia del general hispano Máximo Décimo Meridio (Russell Crowe), mano derecha del Emperador, que asume la carga de sucederle y regresar a Roma con el fin de reinstaurar la República (Rēs pūblica Populī Rōmānī), aunque en el camino se cruce el hijo del Cesar, Lucio Aurelio Cómodo (161 a 192), que usurpará el poder de su padre e intentará dar muerte a Máximo (lo que por fortuna no consigue) y a toda su familia (lo que por desgracia si consigue). Esclavizado, Máximo resurge adquiriendo fama como “luchador circense” (“gladiador”), desafiando al nuevo y poderoso Emperador, ganándose el favor de las masas y enfrentándose a él en un combate sobre la arena del que sale victorioso, pues aunque éste le cueste la vida, ha conseguido “cumplir la palabra dada” al difunto Marco Aurelio (escena recogida en este enlace).

     He seleccionado dos fragmentos muy interesantes: en el primero podemos ver a Máximo al frente de sus tropas en la impresionante Batalla de Vindovina (la actual Viena) contra los germanos, que abre la película y en la que el general hace gala de todas las “excelencias” (αρεταί) que se esperan de un guerrero: "arrojo", "valor", "furia"… todas ellas se aprecian en el respeto que le tienen sus hombres, el miedo que le profesan sus enemigos y la devoción que le guarda su superior Marco Aurelio, que ve en él al hombre adecuado para sucederle. El propio emperador enumera estas “virtudes” a su hijo Cómodo: “sabiduría”, “justicia”, “fortaleza” y “templanza”, virtudes de las que aquel carece, y que le impulsan a desafiar a su padre dándole muerte (lo que es un error histórico, por otro lado) como única manera de saciar su “ambición”. El contraste entre ambos personajes nos obliga a decantarnos del lado de Máximo y a despreciar las supuestas virtudes del joven Cómodo, incapaz de aceptar el “orden natural de las cosas”. Seguro que os estáis preguntando si la forma de actuar de Máximo se aproxima al “ideal ético” de los estoicos: durante la película, recibe muchos golpes, físicos y morales, y llora amargamente la muerte de sus familiares, pero poco a poco va aceptando este “destino” (fatum), al tiempo que acepta también la “misión” para la que parece haber nacido, que no es otra que la que Marco Aurelio le ha encomendado, y que él acomete como un “deber ineludible” (los deseos del Emperador se explican en este enlace).

 

     Marco Aurelio es uno de los representantes de la llamada “Estoa tardía”, corriente de pensamiento que se inicia con Zenón de Citio (336 a 264 a.n.e.), quien afirmaba en su obra “Sobre el logos” (Περὶ τοῦ λόγου) que había tres clases de discurso filosófico: el “físico”, el “lógico” y el “ético”. Será su discípulo Crisipo de Soli (281 a 208 a.n.e.), quien establezca las subdivisiones de la ética: “sobre el impulso”, “sobre los bienes y los males”, “sobre las pasiones y afecciones” (πάθη), “sobre el fin”, y “sobre los deberes” (καθέκον). Afirma este último autor, sin duda el más importante de los filósofos de la “Estoa antigua” (por encima incluso del fundador de la escuela), que el “primer impulso” de todo animal es el de “cuidarse a sí mismo” (movimiento hacia algo o movimiento de evitación de algo), pues el rasgo característico de cualquier animal es su propia constitución, y la conciencia de la misma. Pero la “Naturaleza” (Φύσις) ha dotado además a ciertos animales con “logos” (λóγος), que Crisipo define de forma muy plástica como una “artesanía” que permite elaborar, modelar, manufacturar y, en definitiva, racionalizar los “impulsos”. De este modo, el “vivir bajo la razón” es para los estoicos el “vivir conforme a la Naturaleza”, y esto es tanto como decir “vivir según la areté”.

     La desvinculación estoica entre la “areté” y las “emociones” (vínculo evidente respecto de la ética de Aristóteles, como vimos en artículos precedentes, pero que los estoicos niegan), les obliga a definirla exclusivamente desde el “logos”: las virtudes son sobre todo “conocimiento” (la prudencia es conocimiento de lo bueno y de lo malo; la valentía, de lo elegible y evitable... y así sucesivamente). Toda “areté”, así entendida, es un “bien” (άγαθων): es un “cierto fortalecimiento o beneficio” de la misma conforme a su “naturaleza racional”, y la misión del hombre sabio es alcanzar ese bien que le proporciona la razón. Y de todos los bienes posibles (“bienes respecto del alma”, “bienes respecto de las cosas externas”, “bienes indiferentes”), los primeros será las “virtudes”, y las acciones realizadas con arreglo a ellas, pues suponen un fortalecimiento y beneficio evidente: la “felicidad” (εὐδαιμονία). En este sentido, el ideal ético de los estoicos consistirá en la “apatheia” (απάθεια) o “ausencia de todo deseo y pasión”, así como la “imperturbabilidad ante los infortunios”, que nos lleva a lo que hoy denominamos “resiliencia”, pues la virtud consiste en la aceptación del orden cósmico predeterminado y en acomodar la propia vida a ese orden de la naturaleza, en último término: en ser plenamente consciente de la “lógica de la vida” y aceptar racionalmente la “necesidad” que que el destino nos impone.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Epicuro se corta el pelo

 

     Acabamos de entrar en un periodo de la historia realmente fascinante: la Grecia alejandrina. Este es el primero de una serie de tres artículos que nos permitirán acercarnos a las “teorías éticas” de las “escuelas helenísticas” más representativas. Os propongo tres películas contemporáneas para tres autores clásicos de la época. En “El marido de la peluquera” (Lambart 1990) de Patrice Leconte nos encontramos con el personaje de Antoine (Jean Rochefort) que, desde jovencito, sueña con casarse con una peluquera (la imaginación es libre). Llevado por los recuerdos de su infancia (fijaros en los permanentes “flashbacks” a la niñez del protagonista que podemos ver en este extracto, especialmente el último de ellos), nuestro héroe busca repetidamente el placer del contacto físico, del afecto sincero, de la sensualidad que se oculta en cada pequeño detalle, tras cada roce de la piel, cada corte de las tijeras o cada aliento de la peluquera. Todo un alarde de “hedonismo”, pues el “placer se encuentra en las pequeñas cosas, único modo de alcanzar la “autarquía” (αὐτάρκεια) o “autosuficiencia”, renunciando a todo aquello que nos perturba mediante el cultivo de la “amistad. Podéis buscar en este enlace el famoso baile del “marido de la peluquera”: “eidaimonia” (εὐδαιμονία) en estado puro.

     Es una escena muy sensual, por su sencillez, su naturalidad, su espontaneidad… que nos recuerda ese modo de entender la vida que nos proponía Epicuro de Samos (341 a 271 a.n.e.) en su “Jardín” (κῆπος) ateniense. Recordemos que ésta no fue nunca una “escuela” al estilo de la Academia de Platón o del Liceo de Aristóteles, sino más bien un “lugar de retiro intelectual” para la vida en común y la meditación amistosa, por tanto, una escuela donde se buscaba ante todo una felicidad cotidiana y serena mediante la “convivencia” y la “reflexión” según ciertos principios. Para el fundador del epicureismo, la adquisición de la “amistad” es el más grande de los bienes que la sabiduría puede proporcionar para alcanzar la “beatitud” de toda una vida, pues es fuente segura y permanente de “felicidad”, “bienestar” y “tranquilidad”. No obstante, la amistad no debe practicarse interesadamente, ni con la vista puesta en obtener beneficios o utilidad alguna: para Epicuro no es “amigo” quien busca ese tipo de cosas, pues el primero imposibilita cualquier buena esperanza para el futuro, mientras que el segundo mercadea sentimientos como si fueran diamantes.

     Para nuestro autor, el “hombre de bien” se consagra sobre todo a la “sabiduría” (σοφία) y a la “amistad” (φιλíα), pues estas proporcionan “alegría y seguridad”, y son inseparables del “placer”, que es el objetivo de toda vida buena: “hedoné” (Ἡδονή) es “el principio y fin de una vida beatífica”, es decir, de una vida “plácida, serena y feliz”. De hecho, el placer es el bien primero para el hombre, y connatural a él. Ahora bien, aunque todo placer es un bien y todo dolor es un mal, no todo placer debe ser disfrutado o elegido, ni todo mal debe ser evitado o rechazado, porque hay placeres de cuyo disfrute se seguirá el dolor, y existen dolores de cuyo sufrimiento se seguirá el placer. Parece que Epicuro diferenciaba los placeres según la intensidad del movimiento que es inherente a todos ellos: los “placeres catastémicos” (καταστηματικός) o “placeres del alma” son estables, reposados y serenos, mientras que los “placeres cinéticos” (κινητικός) o “placeres del cuerpo” son más movidos, y solo sirven para adornar o diversificar los placeres previos. Así, la  “ausencia de dolor” o “aponia” (απονία) y la “serenidad del alma” o “ataraxia” (ἀταραξία) corresponden a los primeros, mientras que la alegría, el goce, la diversión, el éxtasis y la algarabía se identifican con los segundos.

     El placer, por otro lado, está vinculado inevitablemente al “deseo” (επιθυμία) pues la consecución de los placeres depende ineludiblemente de una satisfacción selectiva de los deseos. Según Epicuro, algunos deseos son “naturales” y otros son “vanos”, y de entre los primeros, unos son “necesarios” y otros son simplemente naturales, y de los “necesarios y naturales”, unos son necesarios para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo y otros para la vida misma. Respecto al criterio que debe guiarnos en la elección y el rechazo de los deseos, este no puede ser otro que la “prudencia” (Φρόνησις): toda selección debe ser guiada por la “salud del cuerpo” (“aponia” o satisfacción medida y equilibrada de las necesidades naturales) y la “imperturbabilidad del alma” (“ataraxia” o serenidad que proporcionan los placeres intelectuales), pues este es el objetivo de la “vida beatífica”. Esta sería la verdadera “vida feliz” o "makaríos zén” (μακάριος ζεν), en tanto remite no solo a la noción de felicidad, sino también a la de sosiego, calma, tranquilidad, placidez y bienestar. Para el filósofo del Jardín, el ideal del sabio, del “sophós” (σοφός), pasa por la realización de una “vida tranquila”, retirada lo más posible de la agitación y el vértigo propios de la “plaza pública” (ἀγορά).

viernes, 19 de noviembre de 2021

Instrucciones para vivir en un tonel

 

     Antes de acometer el estudio de las principales aportaciones de la filosofía helenística, conviene echar un vistazo primero a las llamadas "escuelas socráticas menores", corrientes de pensamiento desarrolladas en la ciudad de Atenas (que comenzaba ya su progresiva decadencia como “polis”) por algunos discípulos directos de Sócrates, muchos de los cuales pueden considerarse precedentes evidentes de los alejandrinos, sobre todo con respecto a la temática ética y moral. Se suelen considerar tres grandes tendencias filosóficas: de un lado, la "escuela cínica", fundada por Antístenes de Atenas (450 a 365 a.n.e.), que llevará al extremo las ideas socráticas y propondrá el retorno a una “vida natural”, sencilla y plena, alejada de instituciones artificiales como la familia o la polis, ideal que lo aproxima a la “ética estoica”. De otro lado, la "escuela cirenaica", que con Aristipo de Cirene (435 a 360 a.n.e.) a la cabeza, representa la línea “hedonista” de este periodo, con la afirmación de que "el placer es el fin de la vida", tesis que encontrará amplio eco en la “ética epicúrea”. Finalmente, la "escuela megárica", fundada por Euclides de Megara (300 a ¿? a.n.e.) representa la línea “dialéctica”, que ellos desarrollan a partir del estudio del monismo de los eléatas, y que alcanzará gran notoriedad en el desarrollo de la “lógica de enunciados” (especialmente gracias a la determinación de los cinco modos del “condicional” o "implicación material") y que influirá notablemente en la “lógica estoica”.

     Centrándonos un poco más en los filósofos cínicos, es decir, los “caninos”, nombre que reciben bien porque enseñaban en el gimnasio del “Kinosarges” (κινοσάργες) o "Perro ágil", bien porque ellos mismos se comparaban con los "perros" (κυών), los cínicos defendían tanto el “máximo control de uno mismo” como la capacidad para “suprimir todas las necesidades” y la fortaleza para “aceptar sólo lo que es natural”, ideales que pasaban por el “desprecio de las convenciones sociales” más arraigadas. De hecho, los cínicos se reían del orgullo de los autodenominadnos “atenienses puros”, que se jactaban de su condición, considerando que los saltamontes y los caracoles del Ática compartían este mismo honor geográfico, y despreciaban, por antinaturales, las instituciones sociales más básicas, en especial la propia “polis”, a la que no se sentían ligados, pues preferían considerarse a sí mismos "ciudadanos del mundo" (κοσμοπολίτης). El fundador de esta escuela fue Antístenes, del que se comenta que, siendo muy joven, llamó la atención del propio Sócrates cuando, paseándose entre los tenderetes del mercado, exclamó en voz alta: "¡Cuantas cosas que no necesito!". Sostenía nuestro autor que la “virtud” (ἀρετή) era algo esencialmente "práctico", que por tanto no requería de abundantes palabras ni de un aprendizaje específico. Aunque parece haber sido un escritor prolífico, se le recuerda sobre todo por ciertas  “máximas morales” que influirán notablemente en los filósofos estoicos: “la virtud es el fin de la vida”, “la virtud puede ser enseñada y una vez alcanzada no puede ser perdida” y “el sabio se basta a sí mismo, ya que posee por ser sabio las riquezas de todos los hombres”.


     De entre los cínicos, Diógenes de Sinope (412 a 323 a.n.e.), llamado simplemente “Diógenes el cínico”, fue sin duda el más carismático de todos. A imitación del maestro Sócrates, no legó a la posteridad ningún escrito, y la fuente más completa de la que se dispone acerca de su vida y andanzas es la extensa sección que su tocayo Diógenes Laercio, historiador griego del siglo III, le dedicó en su “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Diógenes radicalizó las ideas de su preceptor Antístenes, presentándose como un hombre sin patria ni casa, un vagabundo pobre, sin oficio ni beneficio, que vivía siempre al día, pues consideraba que esta era la única manera de vivir “de acuerdo con la naturaleza”. Sabía, como muchos otros griegos de esta época convulsa, que alcanzar este tipo de vida, este ideal, implicaba un gran esfuerzo y sacrificio personal, a la par que superar muchas dificultades, tanto físicas como mentales: era necesario “endurecer el cuerpo” (padecer frío, hambre, dolor...) y también “endurecer el carácter” (no ambicionar dinero ni bienes materiales, soportar insultos y desprecios...). Para alcanzar este objetivo no basta solo con el “conócete a ti mismo” socrático, sino que es necesario un “gran dominio de uno mismo”, alcanzar la “autarquía” (αὐτάρκεια). En este enfrentamiento de Diógenes con el convencionalismo moral de su época yace una profunda preocupación por los “valores morales” y por el concepto de “virtud”, pues en última instancia lo que se propone es que la racionalidad propia de la naturaleza humana está en desacuerdo con la racionalidad propia de la polis, esto es, con las prácticas de la sociedad griega en su conjunto.

     Siempre que comentamos en el aula alguna “anécdota” sobre la vida de Diógenes afloran las risas: el hecho de que hubiese tomado un “tonel” por hogar, que no se lavara muy regularmente o que despreciase cualquier “propiedad privada” por superflua (amen de cualquier título o reconocimiento propios de la vanidad, que considerada igualmente superfluos), o bien el hecho de que se pasease con un candil encendido a pleno sol “buscando al hombre”, que practicase actos impúdicos en plena plaza pública o que prescindiese de los ofrecimientos del propio Alejandro Magno, no dejan de ser historias amenas y divertidas, que esconden sin embargo una “enseñanza moral” mucho más honda, que nos hacen pensar en un individuo verdaderamente peculiar… que no paraba de “dar la nota”. Echémosle pues un vistazo a la divertida película “El gran Lebowski” (Polygram 1998) de los hermanos Joel y Ethan Coen, para comprobar hasta qué punto una vida singular y un comportamiento excéntrico pueden  descansar en último término en consideraciones virtuosas. El protagonista de la película, Jeff Lebowski (Jeff Bridges), al que se conoce simplemente como “El Nota”, es un solitario de mediana edad sin oficio ni beneficio: desempleado, sin negocios propios, que vive al día en una casa mugrienta y conduce lo que parece ser su única posesión, un viejo y oxidado coche, igualmente mugriento... es decir, un ocioso que no tiene más interés que compartir amistad y buenos momentos con un grupo de amigos en la bolera local. Pero cada nuevo personaje que aparece en la película recibe de él una “pequeña lección moral” sobre cómo vivir desapegado del mundo, sin interés por lo material, sin preocupación por el futuro, pues la única manera de lograr la virtud es el “autoconocimiento” y el “dominio de uno mismo”.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

El legado del rey-filósofo

 

     El llamado periodo helenístico coincide con la irrupción del reino de Macedonia como potencia hegemónica y con la formación del Imperio alejandrino. Si bien el rey Filipo II había reorganizado y mejorado su ejército hasta convertirlo en el más eficaz de la época (lo que convirtió a un pequeño y débil reino bárbaro en un estado poderoso capaz de hacerle sombra a las polis griegas más avanzadas) fracasó en su intento de dominar al Imperio persa, tarea que si acometió con éxito su hijo Alejandro III (356 a 323 a.n.e.), apodado Magno o Magnífico, que heredó el trono macedonio tras el asesinato de su padre y con tan solo 20 años emprendió una inaudita aventura militar de tal calado que acabó dominando toda Grecia, TraciaEgipto, Persia y buena parte de Asia (hasta alcanzar el río Indo) fundando innumerables ciudades de cuño helénico a las que, con cierta arrogancia, bautizó con su propio nombre.

     Alejandro no solo era un líder militar carismático con excelentes dotes para la estrategia bélica: educado por Aristóteles en la “ética” y la “política” griegas, pronto comprendió las repercusiones que traerían consigo sus audaces expansiones imperialistas hacia Oriente, justo en el momento en que comenzaban también a despuntar en Occidente los futuros imperios romano y cartaginés. Consciente del “poderío cultural de Grecia”, sometió a los pueblos conquistados por la espada para luego darles cierto grado de libertad, en la esperanza de que la lengua, el pensamiento y el modo de vida griegos se impusiesen por sí mismos inevitablemente y de forma pacífica. Los historiadores William W. Tarn y Guy T. Griffith sostienen que estos deseos de crear una fraternidad humana “se originaron el día en que, en un banquete en Opis, Alejandro oró por una unión de corazones [“hominoia”] entre todos los pueblos, y por una comunidad conjunta de macedonios y persas: fue el primero en rebasar las fronteras nacionales y en considerar, aunque imperfectamente, una hermandad del hombre en la que no habría griegos ni bárbaros”.

     Francesco Adorno señala, por otro lado, que esta defensa de una única “politeia” (Πολιτεία) común a todos los hombres no sería mas que una reinterpretación de las ideas expresadas por Platón en su diálogo “Las leyes” (Νόμοι). En cualquier caso, como nos hace ver Carlos García Gual: “la eclosión del helenismo trajo consigo una nueva sensación de convivir en un espacio ilimitado, donde las relaciones eran mucho más laxas que en el marco concreto de la ciudad nativa”, lo que hizo que se desvaneciese “el sentimiento ciudadano de pertenecer a una comunidad autosuficiente y libre que gracias a la colaboración activa y ferviente de todos sus miembros subsiste y progresa, y con ello el ideal de hombre libre que se ocupa ante todo de la política patria y es responsable ante su ciudad de su conducta”. En definitiva, una nueva forma de percibir el mundo, y de comprender la función del ser humano dentro de este nuevo marco socio-político.

     Tras la muerte de Alejandro, los que fueron sus generales en el campo de batalla, los “sucesores” o “diádocos” (διάδοχοι), se repartieron su inmenso Imperio, generando una serie de nuevos Estados con una robusta “estructura monárquica” que se mantuvo firme gracias a una “administración fuertemente centralizada” y a la “contratación de mercenarios persas” para reforzar sus ejércitos, Estados de corte monárquico que por cierto combatirían entre sí durante más de tres décadas, debilitándose lentamente y dejando el camino expedito para las nuevas “potencias imperiales” que se levantaban en el oeste (especialmente Roma). Durante todo este periodo, los “soldados eméritos” que sobrevivían a las campañas militares se repartían las tierras conquistadas como pago por sus servicios, que dejarían en herencia a sus descendientes, fundándose así nuevas ciudades a imitación del modelo clásico de ciudad griega (Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Seleucia…) que incorporaron elementos característicos de las antiguas polis: ágoras, templos, gimnasios… y lo que es más importante: asambleas, consejos, magistraturas…

     A todo esto debemos unir el uso preeminente de la “lengua común” o “koiné” (ἡ κοινὴ γλῶσσα) como código universal (el “inglés” de la época, para entendernos), lo que nos permite definir este periodo como “helenístico”, por oposición al anterior periodo “helénico”. Lo helénico nos remite a "Hellas" (Ἑλλάς), topónimo con el que los habitantes de la península del Peloponeso se referían a su tierra y a sí mismos al menos desde Hesiodo (el término “Grecia” y “griegos” es una invención romana). Lo helénistico, sin embargo, deriva del verbo griego “hellenizein” (ἑλληνίζειν) que se puede traducir por “hablar griego” y que, según Tucídides, se aplicó inicialmente a los bárbaros que habían adoptado la lengua griega como propia en contacto con los habitantes de la Helade. Más adelante, ambos términos se utilizarían para distinguir a los verdaderos griegos (“helenos”) de los orientales que habían abandonado su civilización ancestral y adoptado o superpuesto elementos de la civilización griega a la cultura propia (“helenistas”).

     Este nuevo clima social, político y cultural sería el caldo de cultivo perfecto para una serie de corrientes filosóficas de nuevo cuño, que tendrán un amplio recorrido en los siglos por venir, tanto en la etapa de “domino romano” como en el largo periodo que conocemos con el nombre de “medievo”, e incluso se dejarán sentir con renovada fuerza con la llegada de la modernidad. Conviene, por tanto, hacer un repaso minucioso de este periodo histórico, y para ello os propongo revisar estas dos entradas del canal de YouTubePero eso es otra historia”, que nos ofrecen una perspectiva general de la época tan amena como precisa (con una divertidísima narración que no escatima ni siquiera en palabras malsonantes… lo que la hace si cabe más entretenida). Completamos este artículo con una primera mirada a la “forma de vida” y a los “rasgos culturales” propios del periodo alejandrino, que analizaremos con detalle más adelante.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Un repaso a la filosofía aristotélica

 

     Un último artículo de repaso a la filosofía de Aristóteles (384 a 322 a.n.e.) con nuestra acostumbrada visita al excelente canal de YouTube titulado Unboxing philosophy, en el que el filósofo Daniel Rosende nos expone de forma muy amena el pensamiento completo de nuestro autor: en primer lugar, la “metafísica o filosofía primera”; después la “física o filosofía segunda”; para concluir con la “ética y la política”. Otros vídeos interesantes en este mismo canal nos hablan de la “teoría del conocimiento”, además de la “idea de alma” y de la “lógica silogística”. Por otro lado, para un repaso en profundidad de las diferencias y semejanzas entre el pensamiento de Aristóteles y las teorías filosóficas de su maestro Platón, solo tenéis que teclear en el siguiente enlace.

Unboxing philosophy: "Aristóteles: teoría del conocimiento" (vídeo YouTube)

Unboxing philosophy: “Aristóteles: alma y lógica” (vídeo YouTube)

     Y de nuevo una recomendación previa a la preparación de nuestro próximo examen: además de estudiar las aportaciones teóricas de los distintos autores, podéis hacer uso de los apuntes de vuestro profesor (que están colgados en Teams y también están disponibles en esta bitácora) en los que se incluyen varios textos de Aristóteles con los que podéis ejercitar el comentario de textos. Disponéis además de bastantes textos en las páginas Webdianoia y Torre de Babel; también podéis consultar este interesante enlace Youtube que incluye textos de la “metafísica” y de la “ética” comentados y explicados; y como siempre, para revisar el vocabulario específico del autor, nada mejor que darse un paseo por el Diccionario filosófico de Centeno del profesor Salvador Centeno.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Sobre la virtud de la prudencia

 

     Aristóteles (384 a 322 a.n.e.) sentencia que el hombre no es un ser solitario, sino un animal que vive en la “polis” (πόλις) y posee un “logos” (λóγος): es por lo tanto un “animal cívico, social, político, comunicativo”, es un “zoon politikón” (ζῷον πολῑτῐκόν). El “ciudadano”, el hombre que lucha por la defensa de la polis permanentemente, se diferencia del “bárbaro”, que habita en los límites de la ciudad, y de los “metecos” y las “mujeres”, que habitan en su interior pero no participan de la vida cívica plenamente. Esto que hoy puede escandalizarnos bastante da muestras del mundo paradójico e inarmónico en el que vivimos, pues la “polis”, como lugar de convivencia privilegiado, nace de la experiencia de la solidaridad en la guerra. La manera en la que combate el ejército griego frena las rivalidades individuales, porque el éxito colectivo depende del valor y habilidad con que cada ciudadano se mantiene en su línea de combate, blandiendo la lanza contra el enemigo y protegiendo a la vez con el escudo al hombre que tiene a su lado. El hombre solo puede llevar una vida buena por mediación de la “palabra”, del “logos”, es decir, como “ciudadano”, en el interior de la polis y en el esfuerzo conjunto con los demás hombres: salirse de estos límites significa que se es “una bestia o un dios”.

     Podemos sondear esta idea en la reciente pelÍcula "300" (Warner Bross 2007), adaptación cinematográfica realizada por Zack Snyder del conocido cómic de Frank Miller sobre la Batalla de las Termópilas, en el momento en que Leónidas (Gerard Butler) relata al jorobado Efialtes (Andrew Tiernan) el modo en que sus tropas combaten, y le rechaza para la batalla (hoy diríamos que de forma cruel) porque su evidente discapacidad física “pone en peligro al resto de sus soldados”. Es esta una práctica muy habitual en el ambiente militar. Por ejemplo, los antiguos guerreros sioux obligaban a sus jóvenes aprendices aspirantes a guerreros a “pintar sobre la arena” la configuración de las Pléyades de Tauro, como “rito de paso” esencial hacia la edad adulta, y eran “desechados como guerreros” si no lo lograban: no poder pintar las Pléyades significaba que no las podían distinguir con claridad en el cielo, esto es, que “no veían bien”, y un guerrero que no ve bien es un peligro potencial para el resto de compañeros, pues “la batalla es una actividad colectiva”, en la que todos los engranajes deben funcionar correctamente, y un solo eslabón débil en la cadena puede dar al traste con toda la operación militar y suponer la debacle para todo el grupo.


     La “politeia” (πολιτεία), término de difícil traducción que se suele significar como “política” pero que más exactamente equivaldría a “constitución”, se refiere tanto a la vida institucional como a la vida cotidiana. El horizonte de la vida griega conjuga ambos aspectos: el hombre es un ser “ético” y “político” a la vez, y resolver esta aporía supone un nuevo reto para la filosofía: porque si bien el hombre “ha de vivir en comunidad” y la vida humana está subordinada al bien de la ciudad, la vida contemplativa es más rica que el honor o el placer que la vida social nos reporta. En la cuidad los hombres pueden, mediante la adquisición paciente de “hábitos” y de “razonamientos” en cuestiones “prácticas”, haciendo uso de la “phrónesis” (φρόνεσις), alcanzar la felicidad o “eudaimonía” (εὐδαιμονία), de “eu”, bien, y “daimon”, espíritu: literalmente “tener buen hado”, un término que recoge tanto el aspecto subjetivo de “estar contento” como el objetivo de “llevar una vida digna”. Pero además de esto, los hombres pueden desarrollar una vida “contemplativa” o “theorethikós” (θεωρητικός) que no es un mero sobrevivir, sino un vivir conforme a una elección deliberada, propia de cada uno de nosotros. La “virtud” o “areté” (ἀρετή) es “aquello que nos hace mejores”, una “excelencia” propia del hombre que ha de desempeñar su función propia, su actividad racional y moral, en el sentido de realizar su “esencia”, de alcanzar su “fin” u “objetivo vital”.

     Esta función no es espontánea: la virtud hay que cultivarla desde la infancia: hay que inculcar a los niños “hábitos de comportamiento” que impliquen una actitud frente al mundo, y de ahí la responsabilidad de los padres en la educación. La virtud es, por consiguiente, un “accidente del alma”, que se divide en dos conforme a la propia división del alma: unas virtudes son propias del “carácter” (“virtudes éticas”), como la liberalidad, la amabilidad y la autonomía; mientras que otras son propias del “intelecto” (“virtudes dianoéticas”), como la sabiduría filosófica, el buen juicio y la sabiduría práctica o prudencia. Esta última, la “phrónesis” (de la que también hablaba Platón) debe entenderse como una “capacidad”: la de penetrar en las cuestiones prácticas, como resultado de una actitud cultivada y desarrollada por la experiencia. La prudencia no es solo tener buen juicio en general, sino que ha de resolver casos individuales: si la virtud o excelencia nos asegura que “el fin es el adecuado”, la prudencia nos refiere “los medios para alcanzar dicho fin”. El hombre bueno es el hombre prudente, capaz de elegir aquello que le beneficie a sí mismo. Y puesto que puede ser perturbado continuamente, la prudencia no puede realizar su función sin la “templanza” o “sophrosyne” (σοφροσυνη) que modela y controla la experiencia.

     Un notable ejemplo de la idea de virtud aristotélica lo tenemos en “Crash” (Lions Gate 2004) la excelente película coral de Paul Haggis, y si bien son varias las secuencias del film que nos servirían para ejemplificar las ideas previas, nos hemos decidido por esta trama: un joven carpintero hispano acude al negocio de un comerciante persa para arreglarle una “cerradura defectuosa”, y le sugiere que “cambie la puerta” al completo; pero este no le hace caso y al día siguiente se encuentra su negocio desvalijado como consecuencia de un robo. Furioso con el carpintero, al que cree “cómplice del delito”, acude con su hija mayor a una tienda de venta de armas y se compra un revolver, y posteriormente se dirige a casa del carpintero con ánimo de “venganza”, en la errónea suposición de que tiene algo que ver en el asunto. Cuando amenaza al joven, la hija pequeña de éste sale de su casa, se abalanza sobre su padre para protegerle con su “manta mágica” y sufre el disparo del arma (en el vídeo precedente se explica por qué la niña hace esto), pero milagrosamente, a la niña “no le pasa nada”. Si nos remontamos un poco atrás en el tiempo, vemos como, en el momento de comprar el arma, no es el comerciante sino su hija mayor la que “cierra el trato” y, consciente de las posibles repercusiones de la ira de su padre, decide llevarse a casa munición de fogueo.


     La “virtud” es un estado permanente, un “hábito” o “costumbre” (ἦθος), por lo que un solo acto virtuoso concreto no es garantía de virtud. Nos hacemos buenos, virtuosos en sentido pleno, mediante las “acciones repetidas”, por “elecciones deliberadas tomadas con conocimiento y ejecutadas con firmeza y coherencia”. Practicando actos buenos nos hacemos buenos, no es suficiente solamente la intención. Para Aristóteles, la virtud consiste en seguir el “término medio” (aurea mediocritas), teoría que posee estratos muy profundos en Grecia (“Nada en demasía” enseñaba Quilón de Esparta; “La precipitación es peligrosa” dice Periandro de Corinto; “La riqueza no tiene término, la saciedad, la hartura, la arrogancia engendra el orgullo aristocrático” comentaba Solón de Atenas). Se trata de un medio entre dos “vicios”: uno por “exceso” y otro por “defecto”, que consisten en sobrepasar o no alcanzar, en uno u otro caso, lo necesario en las pasiones y en las acciones. Este término medio es siempre “relativo a nosotros”, a las morfologías corpóreas humanas concretas. En el individuo es cosa buena el no hacer nada en demasía o hacerlo en pequeña medida: ni el miedo ni la confianza ni el deseo ni la cólera… aunque algunas acciones “no admiten término medio”, como el adulterio, el robo o el homicidio.

     La "virtud" siempre deberá estar determinada por la “razón”, y no es separable la “virtud intelectual” de la “virtud moral” ni a la inversa. Quien alcanza la virtud está destinado al gobierno de las ciudades (el discípulo peripatético sigue al maestro académico): de aquí viene la identificación que existe en nuestra tradición cultural entre la virtud política y la virtud ética. La "prudencia", por su parte, nos permitirá unificar todas estas virtudes. Aristóteles, y en eso discrepa con Platón, estudia al hombre concreto, no al "hombre ideal", y aunque considera que el hombre en su perfección es “el mejor de los animales”, hay que tener en cuenta que en ocasiones está “fuera de control” y se vuelve “incontinente”. Si la virtud ha de encajar en el “orden de la ciudad”, entonces la justicia será una virtud privilegiada. La “justicia” (δικαιοσύνη)  permite pasar de las “virtudes éticas” (recortadas a escala individual) a las “virtudes políticas” (recortadas a la escala de la vida en común). Lo justo es lo que resulta “conforme a la ley” y lo que “respeta la igualdad”, mientras que lo injusto es “lo contrario a la ley”, lo que falta a la igualdad, pues este es el mayor de los males, porque desgarra el tejido social que configura la convivencia.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Atrapados en el día de la marmota

 

     Es corriente traducir la palabra “areté” (ἀρετή) por “virtud”, pero la traducción más exacta del término, en el ámbito de la filosofía griega no contaminada todavía por el cristianismo, es la de “excelencia”, en el sentido de “destreza en grado óptimo”, lo que implica que cualquier destreza que no se practique “de manera perfecta” no es propiamente una “virtud”. Para Aristóteles (384 a 322 a.n.e.), absolutamente ninguna virtud ética se produce en el ser humano de forma natural: “las aretaí no se producen en nosotros ni por naturaleza, ni contra la naturaleza, y su perfeccionamiento es causado por el éthos [carácter], por la costumbre, por la repetición”. Lo que hacemos por naturaleza (ver, oír…) es consecuencia de la posesión natural de la capacidad correspondiente, el órgano y su función propia (el ojo y la vista, el oído y la audición…). Sin embargo, las “aretaí”, que determinarán en gran medida nuestro comportamiento, se obtienen por medio de la habituación, de la práctica, de la repetición, del aprendizaje, esto es, se aprenden haciendo una cosa una vez y otra vez, y otra más… Del mismo modo que uno se hace citarista tocando la cítara o constructor edificando casas, uno se hace valiente (adquiere la virtud de la “valentía”) practicando la valentía, siendo valiente una vez y otra vez, y otra más.

     En su conocida “Ética a Nicómaco”, Aristóteles precisa que la “areté“ es “lo medio” (μεσόνιο), es decir, que la naturaleza de la virtud es lo intermedio entre dos extremos. Cabe distinguir, no obstante, entre “lo intermedio con respecto a las cosas” (lo que nosotros llamaríamos “media aritmética”) y “lo intermedio con respecto a nosotros”, donde lo medio no se determina matemáticamente, puesto que es relativo. Todo el que tenga conocimiento huye del exceso y del defecto, y busca y elige lo medio, pero no el de la cosa, sino el relativo a nosotros. Pero ¿lo medio respecto de qué? Para Aristóteles, la “areté” no se define en sí misma, sino por relación a las “emociones” (πάθος), las cuales se dan en el alma sin elección previa por nuestra parte: nosotros no elegimos tener miedo, sino que el miedo se produce, irrumpe de manera súbita y abrupta en nuestras vidas.

     Llamamos “emociones” a los movimientos que se dan desde el alma: “deseo, ira, miedo, confianza, envidia, alegría, amistad, odio, añoranza, piedad y, en general, todo aquello de lo que se siente placer y dolor”. No hay, por tanto, emociones exclusivas del alma, sino que todas se producen conjuntamente con el cuerpo: las emociones no son algo exclusivamente anímico, sino que son también somáticas, corporales. En todas las emociones se da el exceso, el defecto y lo medio. Así por ejemplo, en el tener miedo se da “lo más”, y “lo menos”, y ninguno de los dos es bueno.

     Pero si se tiene miedo cuando se debe, en torno a lo que se debe y de la manera en que se debe, entonces se está en lo intermedio y lo mejor, y esta es la "areté", que en este caso recibe el nombre de “valentía”, entendida como el intermedio entre el exceso de miedo (que se llama “cobardía”) y la ausencia total de miedo (la “aphobia” que, según nuestro autor, carece de nombre, aunque quien nada teme es un loco o un insensato). En este sentido, Aristóteles considera a la virtud como una “disposición”, en el sentido de “colocación entre lo más y lo menos”.

     Toda virtud es pues “lo intermedio” cuando hablamos de su “entidad” (oὐσία) y de su “definición” (λóγος): pero desde el punto de vista de “lo excelente” y “el bien”, ya no es lo intermedio, sino “el extremo perfecto” (ακρότς), pues la "areté" consiste en “una cierta perfección”. Luego para Aristóteles, la virtud es, según se mire, una “habituación” (συνήθεια), un “entrenamiento” (διάθεση), una “disposición” (“διάθεση”) o una “perfección” (τελείωση) en los sentidos explicados. Más exactamente, la virtud, considerada desde el punto de vista de la “acción del sujeto”, de la praxis individual, es una habituación o entrenamiento; desde el punto de vista de la “entidad y definición”, es decir, en sí misma, es una disposición anímica, una localización precisa del actuar emocional; y finalmente, desde el punto de vista “moral”, desde la consideración de la "areté" en el marco de lo excelente y el bien, es una perfección, el extremo perfecto, lo mejor posible.

     Tenemos un divertido ejemplo de este modo de entender la virtud en la película “Atrapado en el tiempo” (Columbia 1993) de Harold Ramis. Su protagonista, Phil Connors (Bill Murray), un cínico hombre del tiempo de Pittsburgh, acude con su equipo televisivo a la pequeña localidad de Punxsutawney para cubrir el conocido “Día de la Marmota”, y por un azar del destino se queda atrapado en ese mismo día: cada noche se acuesta en su cama de hotel y cada mañana a las 6:00 en punto se despierta en esa misma cama con el mismo sonido en la radio, la misma rutina en su vida y los mismos personajes a su alrededor. Condenado a revivir la misma jornada una y otra vez, aprovecha la información que obtiene cada día para beneficiarse “al día siguiente” (exceso) o bien decide suicidarse al pensar que jamás podrá salir de ese “bucle temporal” (defecto), y viendo que nada de esto funciona, finalmente decide mejorar sus habilidades (“repetición”), al punto de aprender a tocar el piano, esculpir en hielo, hablar francés y memorizar la vida de todos los habitantes del pueblo (“habituación”), y comienza cada jornada haciendo el bien a quien lo necesite (“disposición”), pues se da cuenta de que puede mejorar su vida actuando como un benefactor (“perfección”), lo que poco a poco le permitirá ganarse la confianza y la simpatía de todos sus concuidadanos gracias a esta sencilla mejora en su propio comportamiento… y alcanzada la excelencia, queda libre del bucle, y alcanza la “felicidad”.