viernes, 19 de noviembre de 2021

Instrucciones para vivir en un tonel

 

     Antes de acometer el estudio de las principales aportaciones de la filosofía helenística, conviene echar un vistazo primero a las llamadas "escuelas socráticas menores", corrientes de pensamiento desarrolladas en la ciudad de Atenas (que comenzaba ya su progresiva decadencia como “polis”) por algunos discípulos directos de Sócrates, muchos de los cuales pueden considerarse precedentes evidentes de los alejandrinos, sobre todo con respecto a la temática ética y moral. Se suelen considerar tres grandes tendencias filosóficas: de un lado, la "escuela cínica", fundada por Antístenes de Atenas (450 a 365 a.n.e.), que llevará al extremo las ideas socráticas y propondrá el retorno a una “vida natural”, sencilla y plena, alejada de instituciones artificiales como la familia o la polis, ideal que lo aproxima a la “ética estoica”. De otro lado, la "escuela cirenaica", que con Aristipo de Cirene (435 a 360 a.n.e.) a la cabeza, representa la línea “hedonista” de este periodo, con la afirmación de que "el placer es el fin de la vida", tesis que encontrará amplio eco en la “ética epicúrea”. Finalmente, la "escuela megárica", fundada por Euclides de Megara (300 a ¿? a.n.e.) representa la línea “dialéctica”, que ellos desarrollan a partir del estudio del monismo de los eléatas, y que alcanzará gran notoriedad en el desarrollo de la “lógica de enunciados” (especialmente gracias a la determinación de los cinco modos del “condicional” o "implicación material") y que influirá notablemente en la “lógica estoica”.

     Centrándonos un poco más en los filósofos cínicos, es decir, los “caninos”, nombre que reciben bien porque enseñaban en el gimnasio del “Kinosarges” (κινοσάργες) o "Perro ágil", bien porque ellos mismos se comparaban con los "perros" (κυών), los cínicos defendían tanto el “máximo control de uno mismo” como la capacidad para “suprimir todas las necesidades” y la fortaleza para “aceptar sólo lo que es natural”, ideales que pasaban por el “desprecio de las convenciones sociales” más arraigadas. De hecho, los cínicos se reían del orgullo de los autodenominadnos “atenienses puros”, que se jactaban de su condición, considerando que los saltamontes y los caracoles del Ática compartían este mismo honor geográfico, y despreciaban, por antinaturales, las instituciones sociales más básicas, en especial la propia “polis”, a la que no se sentían ligados, pues preferían considerarse a sí mismos "ciudadanos del mundo" (κοσμοπολίτης). El fundador de esta escuela fue Antístenes, del que se comenta que, siendo muy joven, llamó la atención del propio Sócrates cuando, paseándose entre los tenderetes del mercado, exclamó en voz alta: "¡Cuantas cosas que no necesito!". Sostenía nuestro autor que la “virtud” (ἀρετή) era algo esencialmente "práctico", que por tanto no requería de abundantes palabras ni de un aprendizaje específico. Aunque parece haber sido un escritor prolífico, se le recuerda sobre todo por ciertas  “máximas morales” que influirán notablemente en los filósofos estoicos: “la virtud es el fin de la vida”, “la virtud puede ser enseñada y una vez alcanzada no puede ser perdida” y “el sabio se basta a sí mismo, ya que posee por ser sabio las riquezas de todos los hombres”.


     De entre los cínicos, Diógenes de Sinope (412 a 323 a.n.e.), llamado simplemente “Diógenes el cínico”, fue sin duda el más carismático de todos. A imitación del maestro Sócrates, no legó a la posteridad ningún escrito, y la fuente más completa de la que se dispone acerca de su vida y andanzas es la extensa sección que su tocayo Diógenes Laercio, historiador griego del siglo III, le dedicó en su “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”. Diógenes radicalizó las ideas de su preceptor Antístenes, presentándose como un hombre sin patria ni casa, un vagabundo pobre, sin oficio ni beneficio, que vivía siempre al día, pues consideraba que esta era la única manera de vivir “de acuerdo con la naturaleza”. Sabía, como muchos otros griegos de esta época convulsa, que alcanzar este tipo de vida, este ideal, implicaba un gran esfuerzo y sacrificio personal, a la par que superar muchas dificultades, tanto físicas como mentales: era necesario “endurecer el cuerpo” (padecer frío, hambre, dolor...) y también “endurecer el carácter” (no ambicionar dinero ni bienes materiales, soportar insultos y desprecios...). Para alcanzar este objetivo no basta solo con el “conócete a ti mismo” socrático, sino que es necesario un “gran dominio de uno mismo”, alcanzar la “autarquía” (αὐτάρκεια). En este enfrentamiento de Diógenes con el convencionalismo moral de su época yace una profunda preocupación por los “valores morales” y por el concepto de “virtud”, pues en última instancia lo que se propone es que la racionalidad propia de la naturaleza humana está en desacuerdo con la racionalidad propia de la polis, esto es, con las prácticas de la sociedad griega en su conjunto.

     Siempre que comentamos en el aula alguna “anécdota” sobre la vida de Diógenes afloran las risas: el hecho de que hubiese tomado un “tonel” por hogar, que no se lavara muy regularmente o que despreciase cualquier “propiedad privada” por superflua (amen de cualquier título o reconocimiento propios de la vanidad, que considerada igualmente superfluos), o bien el hecho de que se pasease con un candil encendido a pleno sol “buscando al hombre”, que practicase actos impúdicos en plena plaza pública o que prescindiese de los ofrecimientos del propio Alejandro Magno, no dejan de ser historias amenas y divertidas, que esconden sin embargo una “enseñanza moral” mucho más honda, que nos hacen pensar en un individuo verdaderamente peculiar… que no paraba de “dar la nota”. Echémosle pues un vistazo a la divertida película “El gran Lebowski” (Polygram 1998) de los hermanos Joel y Ethan Coen, para comprobar hasta qué punto una vida singular y un comportamiento excéntrico pueden  descansar en último término en consideraciones virtuosas. El protagonista de la película, Jeff Lebowski (Jeff Bridges), al que se conoce simplemente como “El Nota”, es un solitario de mediana edad sin oficio ni beneficio: desempleado, sin negocios propios, que vive al día en una casa mugrienta y conduce lo que parece ser su única posesión, un viejo y oxidado coche, igualmente mugriento... es decir, un ocioso que no tiene más interés que compartir amistad y buenos momentos con un grupo de amigos en la bolera local. Pero cada nuevo personaje que aparece en la película recibe de él una “pequeña lección moral” sobre cómo vivir desapegado del mundo, sin interés por lo material, sin preocupación por el futuro, pues la única manera de lograr la virtud es el “autoconocimiento” y el “dominio de uno mismo”.

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