lunes, 27 de noviembre de 2023

La existencia de Dios (o no)


     Para terminar nuestro repaso a la “metafísica” (μετὰ [τὰ] φυσικά), vamos a trabajar el concepto de “trascendencia” a partir de tres películas aparentemente diferentes, aunque podéis comprobar que las tres comparten una temática común. En primer lugar tenemos “Sin miedo a la vida” (Warner Bros, EEUU, 1993) de Peter Weir, un interesante drama sobre la supervivencia. Nuestro protagonista sufre una “experiencia cercana a la muerte” al verse envuelto en un aparatoso "accidente aéreo" del que "sale con vida" junto con apenas unos pocos pasajeros más, entre ellos una joven madre que pierde a su hijo recién nacido en el siniestro, y a la que nuestro protagonista tratará de ayudar. Os muestro el momento final de la película, cuando nuestro protagonista cae enfermo tras "ingerir unas fresas" (a las que es alérgico) y donde reconstruye en su memoria el "momento del accidente", cuando todos están “muertos de miedo” y él, tras mirar por la ventana y “ver el sol” (en una especie de "iluminación", que puede tener un sentido religioso: "la llamada de Dios"), descubre que se trata del final: “este es el momento de mi muerte”.

     La forma en que solemos enfrentarnos a la muerte puede variar. De hecho, nuestra propia disposición hacia la "experiencia de la muerte" modifica nuestra "forma de vida". Podemos suponer un Dios creador que nos ilumina, que nos bendice para que regresemos a casa, o bien podemos afrontar el final como un “juego”, como el movimiento final del juego que es la vida. Eso parece pensar el protagonista de la estimulante “El séptimo sello” (Svensk Filmindustri, Suecia, 1957) de Ingmar Bergman, un cruzado medieval (Max von Sydow) capaz de sobrevivir a las duras batallas por la conquista de Jerusalén pero que es "sorprendido por la muerte" de regreso a sus tierras. Ante la inminencia del final, el guerrero no se da por vencido y reta a “La parca” a una “partida de ajedrez”. Lo importante aquí no es tanto quien gana y quien pierde, sino el hecho de "no rendirse", de asumir el mando y tomar decisiones, de suplantar a Dios a la hora de decidir “cómo quiero vivir mi propia vida”.


     Esta misma escena parece repetirse de nuevo en el clásico de la ciencia ficción “Blade Runner” (Warner Bros, EEUU, 1982) de Ridley Scott, una película que plantea interesantes interrogantes. A principios del siglo XXI el planeta tierra, asolado por la lluvia ácida, ha dejado de ser un lugar confortable, por lo que los humanos se ven obligados a “colonizar otros planetas”, valiéndose para ello de la ayuda de "ciborgs" desarrollados genéticamente a los que se conoce como “replicantes”, que son utilizados como mano de obra esclava. Pero varios de estos replicantes consiguen escapar y regresar al hogar en busca de su “creador”, a la espera de respuestas: quieren saber "cuánto tiempo les queda de vida" (pues desconocen que han sido programados para durar sólo cuatro años). El problema es que en la tierra estos replicantes han sido declarados "proscritos" bajo pena de muerte, y que las unidades de policía especial “blade runner” tienen orden de disparar a matar en cuanto los vean (actividad que, por cierto, no se considera un asesinato, sino un “retiro”).

     Os muestro una escena terrible: Roy Batty (Rutger Hauer) el replicante metafísico que busca respuestas para dar sentido a su vida, se encara con el Doctor Tyrrell (Joe Turkel) el ingeniero genético que lo diseño (su creador: el “ojo envuelto en llamas” que vemos en el arranque de la película y que funciona como un icono, una representación ya clásica del "dios judeocristiano") y tras un pequeño debate sobre genética, el “hijo pródigo” que estaba perdido y ha regresado comprende que no puede vivir más allá de cuatro años, y que ni siquiera puede saber el momento preciso de su muerte (lo que, sin duda, humaniza a este “robot cibernético", y os recuerdo que la palabra robot procede del checo “robotnic”, que significa "esclavo"). Su reacción es verdaderamente drástica, pues se trata de un “deicidio” en toda regla: Roy mata a su creador ("extirpándole los ojos”), ese dios que le niega la eternidad y le castiga con “esta vida”, una vida corta, imprecisa, sin sentido. Y al matar a dios, le suplanta, reconociéndose a sí mismo como el nuevo dios: libre, todopoderoso, imparable… "hasta que la muerte le alcanza".

miércoles, 22 de noviembre de 2023

El sentido de la vida (y de la muerte)

     Una de las preguntas más recurrentes en el ámbito de la “metafísica” (μετὰ [τὰ] φυσικά) es la pregunta por el “sentido de la vida”. Este tema nos acerca a otro muy parejo, el de la “identidad personal”, del que tenéis algún ejemplo en esta misma bitácora, por ejemplo en el artículo “Máscara, identidad, sujeto” (en la etiqueta Valores cívicos y éticos), identidad que tradicionalmente se entendía como “espíritu” o “alma” (ligada por ello al ámbito religioso, que establecía el sentido de la existencia humana relacionándolo con la “acción divina”, como una consecuencia inevitable de un “plan cósmico” previamente delimitado del que el “ser humano” sería una pieza más… acaso la más importante de todas), y que hoy en día se relaciona, desde una perspectiva más “naturalista”, con la distinción “mente-cerebro”, desde la que se interpreta al hombre en su aspecto biológico y consciente. Será en el siglo XX cuando aparezca una nueva forma de definir el "sentido de la existencia", un renovado “humanismo” que entenderá que se pueden proponer "nuevos valores" con independencia de cualquier autoridad o revelación religiosa.

     Fijémonos en lo que le ocurre al protagonista de la reciente "Adaptation. El Ladrón de Orquídeas" (Columbia, EEUU, 2002) del director Spike Jonze, a partir de un guion de Charlie Kaufman (que en realidad es el propio protagonista, un guionista en plena crisis de creatividad que intenta adaptar una “novela inadaptable”). La pregunta es siempre la misma: “¿quién soy?” “¿Qué estoy haciendo?” “¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Todo depende del significado que le demos al término “sentido”: tiene sentido todo lo que “persigue una finalidad” (que se propone cumplir una "meta" u "objetivo"), o bien lo que “significa algo” (que no es mera palabrería sin ton ni son), o lo que “vale la pena ser vivido", una acepción del sentido que es la que verdaderamente plantea el problema de la justificación de la existencia. Y las posibles respuestas serían tres: o bien “no hay sentido” y todo es azar, o bien hay un sentido de tipo “trascendente” que va más allá del ser humano, o bien hay un sentido pero es “inmanente” al propio ser humano, y que la “conciencia individual” podría resolver por sí misma.

     La idea de que la existencia y el mundo son "absurdos" es la que ha adoptado una de las corrientes de pensamiento más radicales en esta dirección: el existencialismo. Este movimiento parte de la idea de que el ser humano carece de “esencia” y, por tanto, tiene la necesidad de “autodefinirse” y de “autojustificarse”, pero no encuentra la manera de hacerlo, como parece ocurrirle al protagonista de nuestra película. Frente a ella se encuentra la posición "trascendente", propia de las religiones (aunque no exclusiva de ellas), que afirman que el sentido de la vida “rebasa la muerte", un sentido que el judaísmo, el islamismo y el cristianismo denominan “salvación”. La vida terrenal no tiene sentido por sí misma, sino solo en relación de continuidad con la “otra vida”, un futuro posible que se contempla como “promesa de felicidad plena”. La divertida “El sentido de la vida” (Universal, EEUU, 1983)  de Terry Jones (a la cabeza de los desternillantes Monty Python) juega con el concepto de vida que plantean dos familias abiertamente encontradas, una "católica" y otra "protestante".

     Para completar la terna, la idea de que la vida tiene un sentido “inmanente” puede apreciarse en la extraordinaria “Blade Runner” (Warner Bros, EEUU, 1982) del director Ridley Scott. Esta película es algo más que un simple film de ciencia ficción, una historia futurista de las que tanto abundan en nuestras carteleras actuales (de nuevo con un "ciborg" como protagonista, esta vez en tanto “antagonista” del personaje principal): es además un thriller, un western, una trama de cine negro, una historia de amor… y sobre todo, es un relato testimonial que habla de cómo "afrontar la vida" cuando somos consciente de nuestra propia finitud, de cómo “asumir la muerte” y el vacío que ésta supone, y de cómo “dejar este mundo” mostrándole una sonrisa a la muerte. El “replicanteRoy Batty (Rutger Hauer) moribundo, asediado por el policía que le pretende “retirar”, asume su propia muerte como algo “inevitable”, y en ese momento es “consciente”, quizá por primera vez, de la “belleza de la vida”, no sólo de su propia vida, sino de la de todos nosotros. Os dejo con su parlamento final, que es sobrecogedor: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…”.

lunes, 20 de noviembre de 2023

Los distintos tipos de memoria a largo plazo


     El estudio de la “memoria a largo plazo” es sin duda el más complejo de todos los relacionados con el sistema de la memoria, motivo por el cual muchos autores han propuesto últimamente distintas “categorizaciones” para poder abordarlo, pues la memoria a largo plazo no es una “entidad unitaria”, sino que está constituida por diferentes “subsistemas de memoria” que almacenan distintos "tipos de conocimientos", que además no se pueden localizar en una parte concreta del cerebro y exigen de su participación completa. Larry Squire (1941-) propone dos sistemas de memoria a largo plazo especialmente relevantes tanto para recordar hechos como habilidades: la “memoria declarativa” o memoria del “saber qué” es la encargada de almacenar información y conocimientos de hechos y acontecimientos, y constituye el caudal de conocimientos de una persona (lo que “sabe sobre el mundo”) y permite expresar nuestro pensamiento; por el contrario, la “memoria procedimental” o memoria del “saber cómo” se encarga de almacenar información sobre nuestras habilidades o nuestras destrezas, sobre “cómo hacer las cosas”, un tipo de conocimiento que se adquiere por “condicionamiento” o por “repetición”, y que exige de la consolidación de algún tipo ese “técnica” o “arte” perfectamente asimilado.

     Endel Tulving (1927 a 2023) diferencia por su parte entre la “memoria episódica”, que consiste en nuestra memoria “autobiográfica” o “personal”, capaz de almacena los recuerdos de todos los episodios concretos de nuestra propia vida de forma secuenciada, es decir, organizada temporalmente; y la “memoria semántica”, que es nuestra memoria del “lenguaje” y del “mundo”, encargada de almacenar nuestro “conocimiento cultural” (hechos, ideas, conceptos, reglas, proposiciones, esquemas… que incluye tanto lo que llamamos “cultura general” como el conjunto de “conocimientos especializados” sobre las temáticas que dominamos académicamente o con las que trabajamos profesionalmente) con independencia de las circunstancias de su aprendizaje, por lo que puede recuperar la información sin hacer referencia al tiempo o lugar en que se adquirió el conocimiento. Esta última memoria es prácticamente "inmune al olvido", puesto que el lenguaje, las habilidades matemáticas y otros conocimientos similares son duraderos y se mantienen intactos a lo largo del tiempo: una vez adquirida, recuerdo perfectamente la “letra de una canción” (por ejemplo “Susanita tiene un ratón…” de Los Payasos) o la “definición de una ley científica” (por ejemplo la Ley de gravitación universal).

     Este último autor ha sugerido más recientemente, con la ayuda de su alumno Daniel Schacter (1952-), una dicotomía más precisa que ha abierto las posibilidades de análisis de la memoria a largo plazo. Tulving-Schacter nos hablan de una “memoria explicita”, “intencional” (equiparable a la memoria “declarativa”) que supone un conocimiento “consciente y activo” del mundo que “podemos verbalizar" (como recordar el teorema de Pitágoras o cuál es la capital de Argentina); y de una “memoria implícita”, “incidental” (equiparable a la memoria "no-declarativa”) que nos permite aprender cosas sin darnos cuenta y sin hacer grandes esfuerzos para ello y que “no podemos verbalizar” (por ejemplo montar en bicicleta, esquiar, conducir, etc.). Esta dicotomía nos permite constatar la existencia de hasta cinco “subsistemas de memoria a largo plazo” que, avanzando de la memoria implícita a la memoria explicita, se organizan como sigue: en primer lugar la “memoria procedimental” (saber hacer cosas); en segundo lugar la “representación perceptiva” (basada en el efecto “primado”); en tercer lugar la “memoria semántica” (conocimientos de conceptos e ideas); en cuarto lugar la “memoria operativa” (llamada también memoria "de trabajo”); y finalmente la “memoria episódica” (nuestros acontecimientos autobiográficos).

sábado, 18 de noviembre de 2023

La estructura de la memoria


     Podemos definir la "memoria" como una “función cerebral” que registra los sucesos como “recuerdos” y que asocia los recuerdos nuevos con los previamente adquiridos. Los psicólogos Richard Atkinson (1929-) y Richard Shiffrin (1942-), tomando como punto de partida la famosísima “metáfora del ordenador” propia de la psicología cognitiva, han desarrollado una interesante “teoría multialmacén de la memoria” en la que especifican tres sistemas de memoria que se comunican e interactúan la una con la otra: la “memoria sensorial”, la “memoria a corto plazo” y la “memoria a largo plazo”. Analicemos cada uno de estos sistemas de una forma progresiva.

     La “memoria sensorial” (MS) es la “memoria del instante”, el primer sistema que nos permite generar recuerdos: básicamente, registra la información procedente del mundo exterior (imágenes, sonidos, texturas, olores y sabores) durante un breve lapso de tiempo (aproximadamente un segundo), el suficiente para que la “información relevante” pueda ser transmitida a la MCP. Esta memoria, conectada íntimamente con nuestra capacidad perceptiva, reconoce las “características físicas” de los distintos “estímulos” y registra estas “sensaciones” de forma momentánea. Su capacidad de almacenamiento es muy elevada y podemos constatar la existencia de varios “subsistemas almacén”, uno para cada sentido (icónico, ecoico, háptico…). La duración de la información, por supuesto, depende de cada sentido concreto: la “memoria icónica” (visual) guarda la información por un segundo, mientras que la “memoria ecoica” (auditiva) lo hace por dos segundos, y la “memoria háptica” (táctil) puede durar hasta ocho segundos.

     La “memoria a corto plazo” (MCP) es la “memoria del presente”, y nos permite almacenar la información procedente de la memoria sensorial por un tiempo más prolongado. La función principal de esta memoria es “organizar y analizar la información” que resulta más relevante e interpretar nuestras "experiencias más inmediatas" (desde reconocer caras hasta contestar preguntas en un examen). La información es almacenada y codificada en su mayor parte de forma "visual y acústica", y en menor medida por medio de "signos semánticos". Según George Armitage Miller (1920 a 2012) la capacidad de almacenamiento de la MCP es bastante limitada, tan solo podemos retener 7 +/- 2 “ítems” o “chunks” de información al mismo tiempo, y siempre y cuando podamos mantener la concentración sin distraernos. Incluso en el mejor de los casos, su duración es relativamente breve (entre 18 y 20 segundos) y su capacidad de retención decae vertiginosamente si no hacemos uso del “repaso” con una cierta periodicidad.

     La “memoria a largo plazo” (MLP) es la “memoria del pasado”, la gran biblioteca de nuestro “conocimiento”, pues contiene todos nuestros recuerdos sobre el "mundo físico", la "realidad social y cultural" en la que vivimos y nuestros "acontecimientos autobiográficos", además del "lenguaje" y el "significado de los conceptos", y nos permite enlazar el pasado con el presente. Si la información se guarda de forma “semántica” (otorgándole un sentido preciso al establecer relaciones significativas entre la diversidad de conocimientos almacenados) su potencial es verdaderamente demoledor, pues esta memoria es una estructura de almacenamiento “permanente”, en la que todos sus contenidos se pueden mantener tanto una hora como un mes, un año o incluso durante toda nuestra vida, lo que significa que tiene una capacidad literalmente “ilimitada” (“el saber no ocupa lugar”, como se suele decir), si bien la capacidad de “recuperación” es “limitada” y puede verse afectada por el “olvido” (del que ya hablaremos en un futuro artículo).

     Resulta crucial “organizar” y “clasificar” correctamente la información en la MLP para poder posteriormente “recuperarla” de forma sencilla y eficaz. Por eso es posible diferenciar en ella distintos “subsistemas de memoria” (que analizaremos en el siguiente artículo), pues no es lo mismo recordar el nombre de la capital de un país de Sudamérica o quién es el actual presidente de Francia que saber cambiar una bombilla o cómo se resuelve una ecuación de segundo grado, y del mismo modo, acordarnos de la fecha del cumpleaños de nuestra madre o de cuándo fue la última vez que regamos las plantas. Abordaremos estas "problemáticas cuestiones" en nuestro siguiente artículo.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Érase una vez un escorpión y una rana...


     Completamos la unidad didáctica dedicada al concepto de la “identidad personal” tratando de conectar la idea de “persona” con la de “identidad”, a la par que abordamos conceptos como el de “libertad” y “responsabilidad”, nuevas ideas que nos va a mantener ocupados el resto del trimestre y que tienen que ver con la “convivencia entre personas”, que nos permitirá abordar temas fundamentales del ámbito ético como los conceptos de “valor” y de “norma”, así como las ideas de “autonomía moral” y “heteronomía moral”. La mejor manera de hacerlo es refrescar la memoria con un par de términos que ya hemos comentado en clase, como son el “talante” y el “carácter”, que unidos determinan nuestra “personalidad”. El primero de ellos era utilizado con frecuencia por el antiguo presidente José Luis Rodríguez Zapatero, que hacía uso abundante de esta palabra. Conviene, por tanto, matizar la diferencia entre estos términos en su uso cotidiano, que nada tiene que ver con el sentido que le damos desde el punto de vista ético.

     Junto a nuestro presidente, muchos son los que utilizan el término “talante” y el término “carácter” como si fuesen sinónimos (al igual que utilizamos “moral” y “ética” con idéntico significado en el lenguaje ordinario). Un ejemplo de este uso indistinto lo encontramos en la película “Mister Arkadin” (Mercury, EEUU, 1955) de Orson Welles, en la que el director y protagonista nos cuenta una hermosa fábula de la que seguro habéis oído hablar, y que aquí os reproduzco en versión original (es un “cuento para niños”, muy fácil de asimilar, aunque sea en inglés). Pues bien: cuando Zapatero dice “talante”, en realidad se está refiriendo al “carácter”, mientras que Welles emplea el término “carácter” para referirse a lo que nosotros entendemos como “talante”. Este último término, que puede sustituirse por el de “temperamento”, designa el "bagaje con el que nacemos", aquello que no podemos elegir, sino que hemos heredado, y que determina nuestro “tono vital” o “forma de ser”, nuestro particular “sentimiento de la existencia”, con el que nos enfrentamos “por naturaleza” a la realidad. Una persona es naturalmente afable o agresiva, tímida o desinhibida, parlanchina o silenciosa... Incluso desde muy niños: unos lloran todo el día y dan “mucha guerra”, mientras que otros son “unos santos” que no dan problemas. El conjunto de estos rasgos determina lo que solemos conocer como “personalidad”.

     Pero: ¿es posible cambiar nuestra “forma natural de ser”? ¿Puede alguien tímido aprender a “abrirse a los demás” y ser más comunicativo? ¿Puede una persona naturalmente violenta comportarse “con mesura”? Son muchos los psicólogos que sostienen que los rasgos de personalidad, si bien quedan afianzados en los dos primeros años de vida, son flexibles, por lo que pueden variar con el paso de los años. Si podemos modificar nuestro temperamento (natural) por medio de las “decisiones” que vamos tomamos a lo largo de nuestra vida (es decir, por el uso que hagamos de nuestra “libertad”), entonces podemos ir “construyéndonos a nosotros mismos”, haciéndonos las personas que “queremos ser”, que “deseamos ser”: estamos forjando nuestro propio “carácter”. Y por eso es muy importante reflexionar en cada momento de nuestra vida sobre nosotros mismos, explotar nuestra intimidad, nuestra capacidad de empatía, para aprender a ser “dueños de nosotros mismos”.

     Un ejemplo notable de lo que estamos comentando lo encontramos en la reciente película “Gran Torino” (Warner Bros, EEUU, 2008) del incombustible Clint Eastwood, donde el protagonista, Walt Kowalsky, un viejo cascarrabias anclado en las tradiciones y con una personalidad agresiva y huraña, va poco a poco modificando su actitud hacia sus vecinos asiáticos, aparentemente tan diferentes pero tan iguales, hasta convertirse en la persona que le gustaría ser, y evitar de paso que Thao (Bee Vang), su joven vecino, cometa el mismo error que él cometió en el pasado: porque “si matas a alguien, te conviertes en un asesino”; mientras que “si ayudas a alguien”, si eres capaz de empatizar con él, te abres a los demás, y de paso al mundo, y “te haces mejor persona”. Os he seleccionado la escena final (aunque convendría recordar el momento en que Walt encierra a Thao para evitar que este cometa una locura, escena que tenéis en este enlace), cuando el protagonista literalmente se “autoinmola” (una palabra que suele darnos a todos “mal rollo”), consciente de que su “sacrificio por los demás” supone “un bien mayor para todos”, a la par que libera a Walt de la pasada carga que ha soportado desde hace muchos años. Tendremos tiempo de volver a esta película cuando nos adentremos en el estudio de las distintas teorías éticas, algunas de las cuales ya hemos visto en el aula, pero que profundizaremos en artículos posteriores.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Realidad, apariencia, posibilidad


     Continuamos nuestro pequeño análisis de la “metafísica” (μετὰ [τὰ] φυσικά) por el camino de la “ontología” (ὄντος-λόγος), es decir, la “teoría acerca del ser”, y nos centramos en la pregunta por la “realidad” (realitas). Hemos comentado en clase una posible definición negativa del término, tratando de oponer “realidad” a “apariencia”, por un lado, y a “posibilidad” por otro. Realidad sería “todo aquello que no es aparente”, y si bien la apariencia nos puede mostrar  en ocasiones “el ser real de las cosas” (recordad el reciente artículo precedente sobre las “teorías de la verdad”, donde abordábamos el concepto de “verdad metafísica”), lo común es suponer que la apariencia “esconde u oculta el ser real de las cosas”, en cuyo caso la realidad estaría más allá de lo que las cosas parecen ser. Pero también hemos comentado que la apariencia puede ser el camino para descubrir al “ser real de las cosas”, como muestra el vídeo que abre este artículo. La película “Entrevista con el vampiro” (Geffen, EEUU, 1994) de Neil Jordan nos muestra a un grupo de vampiros dirigiendo un pintoresco “teatro parisino” en el que se representan “historias de vampiros”, y donde nuestros protagonistas “son vampiros que juegan a ser actores que juegan a ser vampiros”.

     El concepto de “realidad” también se opone al de “posibilidad”: lo “posible” es “lo que aún no es real”, “lo que no existe de facto”, pero que es algo que “podría llegar a ser”, si actualmente se dan las condiciones para que esa posibilidad sea real en el futuro. Casi cualquier película de ciencia ficción parte de este principio básico para mostrarnos una “realidad posible”, no actual sino ficticia. En buen ejemplo lo encontramos en la saga “The Terminator 2: El juicio final” (Pacific Western, EEUU, 1984) de James Cameron, que en esta segunda entrega de la serie nos presenta de nuevo al T-800 (Arnold Schwarzenegger) un robot que nos muestra cómo ser más humanos. La máquina cibernética que da título a la película sirve como perfecto ejemplo de lo que los filósofos llamamos “contrafáctico”: se trata de un objeto o acontecimiento que no existe porque no se ha producido aún, por lo que pensar en él supone vulnerar la realidad, pensar “contra los hechos”. El “terminator” es un “ciborg” procedente del futuro, con una tecnología tan avanzada que es, literalmente, increíble. Pero el mismo robot que visita el presente es en realidad “el principio de esa realidad futura”, porque la “sofisticada tecnología” que alberga en su interior inspirará a los científicos a desarrollarla, lo que nos introduce en un “bucle temporal” verdaderamente extraño).

     La definición positiva de “realidad” es mucho más difícil de alcanzar, toda vez que al término realidad habremos de añadirle siempre un adjetivo que lo clarifique: realidad “necesaria” o “contingente”, “física” o “psíquica”, incluso “virtual”... Todas ellas nos ofrecen dificultades de interpretación, como mostramos a continuación en esta escena de la película “Doce monos” (Universal, EEUU, 1995) del director americano Terry Gilliam, uno de los seis maravillosos gamberros que dieron origen a los Monty Python, el grupo de humor británico más irreverente del que se tiene noticia. Esta película juega permanentemente a “alterar el sentido de la realidad”, tanto física como psíquica. Os resumo la historia brevemente: John Cole (Bruce Willis) es un “enviado del futuro” que regresa al año 1995 para recoger datos que permitan comprender el “desastre biológico” que ha asolado el planeta tras una “pandemia” o infección masiva de la práctica totalidad de la población por culpa de la “manipulación genética” cometida por un grupo terrorista conocido como el “ejército de los 12 monos“.

     Ni que decir tiene que, en cuanto él les cuenta esta historia a los atónitos policías de Baltimore, estos “lo encierran en un manicomio” y le ponen inmediatamente a “tratamiento psiquiátrico”. Lo que ocurre a partir de aquí es que el propio Cole comienza a “dudar de sus certezas”, y a suponer que realmente él es un “enfermo mental” y no un hombre del siglo XXI que ha regresado al siglo XX para salvar a la humanidad. Incluso cuando vuelve a su propio tiempo, desprecia a todos cuantos les rodean al afirmar: “vosotros no sois reales, solo estáis en mi mente“. Fijaos en la secuencia en la que uno de los internos del hospital, un enfermo con “divergencia mental”, le plantea a Cole la duda esencial que se planteaba René Descartes (1596 a 1650): aunque para mí esto es una realidad “evidente por sí misma”, lo cierto es que todo lo que yo conozco y doy por válido no es más que un “producto de mi mente enferma”. Pero el caso es que podríamos jugar a interpretar la escena desde el punto de vista de la razón, al modo cartesiano, o bien desde la perspectiva de las pasiones, como nos sugiere David Hume (1711 a 1776), para así hacernos una idea de las distintas “posibilidades del conocimiento”: ¿idealismo o realismo? ¿O todo es “fenomenológico”, imposición? ¿O todo es “hermenéutica”, interpretación?

miércoles, 15 de noviembre de 2023

En torno al concepto de identidad


     Acabamos de completar el tema dedicado a la “identidad personal” haciendo un pequeño repaso de las distintas “dimensiones de la persona”. A la idea de que somos “personas afectivas” (dotadas de “sentimientos” y “emociones”) y “personas racionales” (dotadas de “inteligencia” y capaces de desarrollar nuestra razón, tanto “dialógica” como “cordial”), hemos de sumar el hecho de ser “personas sociales”, siempre en relación con otros seres humanos que nos identifican como personas y nos enseñan a serlo, facilitando nuestro pleno desarrollo. Llamamos a este desarrollo “proceso de socialización”, gracias al cual aprendemos a interactuar con los demás miembros de la sociedad, para poder llegar algún día a ser considerados nosotros mismos como miembros activos dentro de ella. Lo cierto es que este proceso por el que nos hacemos “seres sociales” en un proceso que nos forma individualmente, que con convierte en “individuos” (del latín “in-divido”, “que no se puede dividir”), nos convierte en seres únicos dotados de una “identidad propia”, con nuestra propia “personalidad”. Por eso mismo, el “proceso de socialización” es, sobre todo, un “proceso de individuación”, gracias al cual aprendemos a "ser quienes somos": nosotros mismos, y no otro cualquiera.

     Aceptar esta individualidad implica, como hemos visto en el artículo previo (recordad a Odiseo o al doctor Fausto), aceptar que pertenecemos también a los demás, que nuestra “alma” no sólo es “nuestra”, sino que pertenece también a todos aquellos que nos rodean y que configuran nuestras vidas (o como decía José Ortega y Gasset, que “yo soy yo”, pero también soy “mis circunstancias”. ¿Qué pasaría si se nos negase ese aspecto social? ¿Qué pasaría si se nos arrebatase la capacidad para "interactuar con los demás", para comunicarnos, para compartir experiencias? Os propongo un par de ejemplos que seguramente os resulten familiares. Hace ya un buen montón de años, a Antonio Mercero se le ocurrió esta brillante parábola sobre la "incomunicación" (además de una crítica política encubierta al régimen franquista). En su memorable película corta para televisión “La cabina” (TVE, España, 1974), que podéis ver completa en el primero de los vídeos, se nos plantea una situación verdaderamente absurda: un viandante, un hombre cualquiera, accede a una cabina telefónica... de la que "no conseguirá salir". Reflexionad sobre esta metáfora, que tendremos tiempo de debatir en el aula.

     Otro ejercicio interesante a la hora de abordar la “dimensión social” de la persona es analizar el caso de los llamados “niños salvajes”. Esta expresión hace referencia a los "niños que son abandonados" a una edad muy temprana y sobreviven al margen de cualquier tipo de “socialización” (incluso si son acogidos por otros animales, son criados de modo ajeno a la cultura humana). El caso más significativo que hemos visto en el aula es el Víctor de Aveyron, que fue encontrado vagando solo y desnudo por unos bosques franceses en el verano de 1799 y entregado a los cuidados del doctor Jean Marc Gaspard Itard. Este acontecimiento ha sido llevado al cine de forma notable por el director François Truffaut en su obra “El pequeño salvaje” (Carrosse, Francia, 1969), de la que os he seleccionado el arranque, que muestra el momento de la captura y las primeras horas de Victor en un “ámbito social” que desconoce. Quizá esto os ayude a responder a la pregunta que planteábamos en clase: ¿es Victor un “ser humano”, una “persona”? Contestar a esta pregunta es más difícil de lo que podría parecer en un principio. La secuencia inicial, que abre la película, nos permite hacernos una idea aproximada del "estado real" del niño en el momento de ser encontrado. Recordad que Victor tendría por entonces unos 11 años de edad: podéis comparar sus "habilidades" con las que vosotros teníais en ese mismo periodo vital (que seguro que aún permanecen frescos en vuestra memoria). Tendréis así una base más sólida para responder a la pregunta que se os plantea.

martes, 14 de noviembre de 2023

¿Estás prestando atención?

     Cerramos el estudio de la “percepción” haciendo un pequeño análisis del proceso de la “atención”, que es parejo al anterior y que tanto influye en la forma en que concebimos la realidad. De hecho, son tal la cantidad de "estímulos" a los que estamos expuestos permanentemente (cientos de ellos en tan solo un segundo, tanto del "mundo exterior": imágenes, sonidos, olores, temperatura… como de nuestro "propio organismo": hambre, ser, cansancio, dolor…). Prestar atención a todo lo que percibimos sería "agotador", además de insoportable, por lo que necesitamos de un “vigilante” que "filtre todos esos estímulos", orientando nuestros receptores sensoriales a aquellos estímulos que deseamos percibir, desechando aquellos que consideramos meramente secundarios o directamente superfluos, para así poder "planificar mejor nuestras acciones" y "adaptarnos al medio de forma más eficiente".

     Sabemos que la forma en que procesamos la información puede darse en dos niveles: el “procesamiento automático” nos exige muy poca atención, lo que nos permite "realizar varias tareas al mismo tiempo" (por ejemplo cuando conducimos un coche a la vez que fumamos un cigarrillo, o cuando cocinamos una rica receta mientras escuchamos música); por el contrario, el “procesamiento controlado” implica un mayor esfuerzo en el "control de la conducta" que exige una fuerte "concentración" (por ejemplo cuando estudiamos para un examen importante… y cualquier ruido o molestia nos impide prestar atención a lo que estamos haciendo).

     Existen tres elementos que determinan nuestra atención: la “selección”, por la que discriminamos aquellos elementos de información que "deseamos procesar" (pensemos en un estudiante que atiende a las "palabras del profesor" sin percibir los ruidos que vienen del exterior de la clase); la “vigilancia”, por la que podemos realizar una "tarea monótona" durante un largo periodo de tiempo sin disminuir la atención (pensemos en un "juez de línea" durante un partido de tenis); y el “control”, la capacidad de suspender una actividad para procesar otra "información básica" más importante (pensemos en una madre que deja de hacer algo en el momento en que "oye llorar" a su bebe).

     La “focalización” y la “concentración” de la conciencia son esenciales en este proceso. Y para mostrar la importancia de todos estos elementos os he seleccionado dos vídeos que espero que os resulten estimulantes. El primero se titula “El pase invisible”, un pequeño experimento de atención que nos obliga a concentrarnos en el "número de pases" que dan unos jugadores de baloncesto vestidos con "camiseta blanca": debemos acertar el número de pases totales, y luego reflexionar sobre alguna otra cosa que “nos haya llamado la atención”. El segundo se titula “¿Quién es el asesino?”, y aunque la respuesta a la pregunta es muy sencilla, al final nos propone un juego similar al conocido como “las siete diferencias”, solo que aquí los cambios que se producen en la habitación se multiplican por tres: ¿somos capaces de detectar que "objetos" de la escena del crimen han sido modificados? 

Las leyes perceptivas de la Gestalt


     La conocida escuela de psicología de la Gestalt (también conocida como “psicología de la forma” o “psicología de la configuración”) fue desarrollada en Alemania a principios del siglo XX por autores como Max Wertheimer, Wolfgang Köhler, Kurt Koffka y Kurt Lewin, que centró sus intereses en la comprensión de la "percepción", y en cómo la mente humana “configura los elementos estimulares” que le llegan a través de los canales sensoriales y de la memoria para generar “formas” o "estructuras” que siguen unas “leyes” precisas, unos “patrones fijos y universalizables”, y que ellos ilustran con el famoso aforismo: “el todo es mayor que la suma de las partes”. Aunque estas leyes se puedan aplicar al estudio de todos los "órganos exteroceptores", nos centraremos en la “vista” para ejemplificarlas mediante los dos interesantes vídeos que acompañan este artículo.

     Las dos leyes generales, y también las más conocidas, son la “ley de fondo-figura”, que consiste en la agrupación de sensaciones en un "objeto o figura" que se percibe necesariamente sobre un "fondo" (en el famosísimo ejemplo de la “copa Rubin” el efecto se hace reversible, podemos saltar de la figura al fondo y viceversa, lo que nos indica que la “representación de la realidad” está dirigida enteramente por el “sujeto”); y la “ley de pregnancia”, “buena forma” o “destino común”, que consiste en un modo constante de agrupar los estímulos perceptivos para que sean estables y consistentes, y que tengan además una “estructura muy básica” que exija al sujeto el menor gasto de energía (una ley que ha sido utilizada muchísimo en el diseño de “logotipos comerciales” simples, como por ejemplo el emblema de Correos, el cartel de peligro, los hombrecillos de los semáforos o el logotipo de Apple). 

     Otros principios generales propuestos por los gestaltistas son la “ley de agudeza perceptiva”, que afirma que para percibir necesitamos de un “bagaje previo”, tanto personal como cultural, para poder entender lo que percibimos (pensemos en las “sombras chinescas” que ejecutamos con las manos); la “ley de constancia perceptiva” (que es la capacidad de percibir los objetos de manera constante aunque estos cambien de posición o forma, o bien sean vistos desde una determinada perspectiva o estén afectados por diversas modificaciones (pensemos en un “cubo de Rubik” sin resolver); y la “ley de movimiento aparente”, que permite que dos estímulos que se ofrecen con un intervalo de tiempo suficientemente corto entre ambos tienden a ser percibidos con una vinculación real (pensemos en el "cine", donde una serie de “fotogramas” aislados nos sugieren "movimiento").

     Pero sin duda las más interesantes leyes perceptivas, y las que más han provocado vuestra atención cuando las vimos en el aula, son las leyes particulares, conocidas como “leyes de agrupación de estímulos”, que a partir de unos estímulos muy simples nos permiten percibir "formas complejas" mucho más elaboradas (que en ocasiones ni siquiera existen, pero son generadas por nuestro cerebro para dar un sentido a lo que percibimos). En los dos vídeos que acompañan al artículo podemos comprobar cuales son las más conocidas, con abundantes ejemplos: “ley de proximidad” (agrupar estímulos cercanos), “ley de semejanza” (agrupar estímulos similares), “ley de continuidad” (mantener la forma según un patrón estable), “ley de contraste” (agrupar estímulos diferenciados), “ley de cierre” (agrupar estímulos abiertos) o “ley de simetría” (considerar elementos aislados como grupos). Fíjate en los ejemplos que nos ofrecen los vídeos... y cuidado con la silla.

lunes, 13 de noviembre de 2023

Máscara, identidad, sujeto


     Nos quedamos con "bardo inglésWilliam Shakespeare (1564 a 1616) en el último artículo, donde meditábamos sobre la idea de “persona”. Pero también citamos a Homero (siglo VIII a.n.e.), que no parecía salir muy bien parado. Retomamos ahora una de sus viejas historias para arrojar un poco de luz sobre la idea de “identidad”. En la inmortal “Odisea”, el viejo “aedo griego” nos narra las andanzas del bravo Odiseo (Ulises, si se prefiere) en su peregrinar de regreso a Ítaca, su patria, donde le esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Diez años tardará en producirse este encuentro, mientras Ulises vagabundea por el mar Mediterráneo en busca de su hogar, víctima de algunos episodios terribles... y otros un poco más divertidos. Nos centramos ahora en uno de ellos, y veremos que siempre que alguien "gana algo", también "pierde algo". El siguiente vídeo está extraído de la serie “La Odisea” (Zoetrope, EEUU, 1997), dirigida por Andrei Konchalovsky y producida para la televisión por Francis Ford Coppola (y de la que sólo he encontrado esta pieza original en inglés y sin subtítulos, para que practiquéis un poco vuestra competencia plurilingüe).

     En la actual Sicilia, Ulises y sus hombres desembarcan para buscar alimentos y se encuentran con una “gigantesca guarida” repleta de comida y vino. Poco tardarán en saber que esta cueva es en realidad la casa de un “gigante” llamado Polifemo, uno de los grandes “cíclopes” (criaturas de un solo ojo) que, junto a sus hermanos, habita la isla. Cuando el cíclope regresa con el ganado, se encuentra a estos intrusos en su casa y decide comérselos uno tras uno. Como su apetito no decae, Ulises urde una de sus famosas “artimañas”: se enfrenta al gigante y le habla, presentándose con el nombre de “Nadie”, y acto seguido le ofrece vino. Unas cuantas copas más tarde, Polifemo, borracho, se tumba en su camastro y se echa a dormir, momento que aprovechan los hombres para tomar un mástil y clavárselo en su único ojo. Herido y ciego, el monstruo se apresura a pedir ayuda al grito de “Nadie me ha herido”, “Nadie me ha hecho daño”... pero ninguno de sus hermanos cíclopes acude a su llamada de auxilio porque, efectivamente, si nadie te ha herido es que “no ha pasado nada”. Este es el momento que aprovechan los hombres de Ulises para huir de la guarida y ponerse a salvo en el mar. Pero he aquí la reflexión: para ganar su “libertad”, Ulises ha tenido que perder su “identidad”. Dicho con otras palabras: para “ser libre" he de renunciar “a mí mismo”, a “lo que yo soy”.

     Cambio de escenario, pero no de tema. En la novela romántica (del periodo romántico, se entiende) “Fausto”, de Johann Wolfgang von Goethe (1749 a 1832), el autor recoge una “vieja leyenda germánica” que narra la vida y peripecias de un hombre que se deja “tentar por el diablo”. Aquí os muestro el principio de la historia, en una adaptación cinematografía titulada “Fausto” (UFA, Alemania, 1926) de Friedrich Wikhelm Murnau. El doctor Fausto se debate “entre el bien y el mal”: sus ansias de conocimiento y su avaricia de poder le llevan a establecer un "pacto" con el mismísimo diablo. Mefostófiles (ese es el nombre elegido esta vez por el “ángel caído”) le promete concederle todos los favores: riquezas, placeres, sabiduría... pero, a cambio, el doctor debe comprometerse, cumplido el plazo, a “renunciar a su propia alma” y entregársela al viejo diablo. Todo sigue el curso anunciado: Fausto mejora en todos los aspectos de su vida de forma notable, se convierte en un triunfador, y las cosas no le podrían ir mejor cuando... finaliza el plazo acordado. Entonces Mefistófeles aparece de nuevo y "reclama lo que es suyo" en pago de los favores ofrecidos. ¿Qué se puede hacer en una situación así?

     Entonces Fausto echa mano de una “vieja artimaña”: puesto que se trata de un “contrato”, justo es que esté en manos de los "abogados", y que sean ellos los que decidan. Y los abogados de Fausto aclaran a Mefistófeles que el acuerdo “no es posible”, y que Fausto no puede darle su alma, porque en realidad “su alma no le pertenece a él”, sino a todos los que forman parte de su vida: su esposa, sus hijos, sus amigos... todos aquellos que comparten su vida. De nuevo tenemos a un hombre que gana su “libertad”... a cambio de su “alma” (que en lenguaje moderno se dice “sujeto”, “conciencia”... pero que en realidad significa lo mismo: “identidad”) y de nuevo la identidad (aquello que nos hace “ser lo que somos”) es entendida de forma colectiva, como fruto de un “proceso” no solo de “individuación”, sino sobre todo de “socialización”. A partir de aquí, os resultará más fácil comprender que, a la hora de responder a la pregunta “¿quién soy yo?” tengamos que echar mano, no solo de aspectos personales como la “interioridad”, la “apertura al mundo” o el “proyecto vital”, sino también de componentes sociales (ya sean “culturales”, “políticos”, “religiosos”...) que nos determinan y nos hacen “ser lo que somos”.

domingo, 12 de noviembre de 2023

Lo que vemos, oímos, tocamos, olemos, saboreamos...


     Para introducirnos en el mundo de la "percepción humana" hemos visto en el aula este interesante cortometraje de la página web Notodofilmfest titulado “Iniciación a la fotografía” (2013) de Nico Aguerre, donde comprobamos como nuestros “sentidos” a veces nos provocan “sensaciones” que nos impiden comprender verdaderamente qué es lo que está pasando. Un ejemplo similar lo podéis encontrar en el vídeo que cierra este artículo, extraído de la película “Interstate 60” (Firewords, EEUU, 2002) de Bob Gale, donde un enigmático doctor llamado Ray (Christopher Lloyd) enseña a uno de sus pacientes lo complejo que puede resultar el proceso perceptivo, pues nuestra “experiencia previa” sobre la realidad, o bien nuestras “motivaciones, deseos, intereses”, nos fuerzan a percibir cosas que realmente no existen, o que no son tal y como creemos que son. Podemos comprobarlo también en este interesante enlace que nos muestra un "experimento sobre audición" verdaderamente impactante.

     ¿Cómo funciona realimente nuestro “proceso perceptivo”? Para dar una adecuada respuesta a esta pregunta debemos establecer una diferenciación inicial entre tres conceptos fundamentales: “estímulo”, “sensación” y “percepción”. Un “estímulo” es una “energía física” procedente del mundo exterior o de nuestro propio interior que causa en nosotros una “excitación de un órgano sensorial” (como un haz de luz incide en el ojo o una frecuencia de sonido lo hace en el oído). La “sensación” es la detección de uno de estos estímulos por el “órgano sensorial” pertinente, ya sea externo (cualquiera de los cinco sentidos tradicionales) o interno (los receptores del movimiento, el equilibrio y el malestar), pero esta detección se produce “en bruto”, sin que la información haya sido elaborada o tenga significado. La “percepción” es el “proceso mental constructivo” por el cual organizamos las sensaciones y las dotamos de una “estructura” (“Gestalt” en alemán), puesto que nuestro cerebro le otorga un sentido a los datos que le llegan de la sensación y nos permite captar “conjuntos” o “formas” que hacen que los múltiples mensajes sensoriales recibidos se conviertan en “percepciones conscientes”.

     El proceso perceptivo en sí mismo se puede definir como la interacción de cuatro operaciones sucesivas, cuatro “fases perceptivas” diferenciadas que pasamos a comentar a continuación. Empezamos por la “detección” de un estímulo por medio de un sentido concreto (pues cada uno dispone de “receptores específicos”, como el tímpano o las papilas gustativas); pasamos a la “transducción”, operación por la que estos órganos sensoriales convierten la energía física estimular (luz, frecuencia sonora, temperatura…) en “mensajes nerviosos” específicos; viene a continuación la “transmisión”, que es el momento en que esa energía electroquímica adquiere suficiente intensidad para desencadenar un “potencial de acción” o “impulso nervioso” que llega de forma “codificada” al área cerebral específica (visual, auditiva, táctil…) encargada de procesarla, que es el cuarto momento que concluye el proceso: el “procesamiento” es la operación mediante la cual el “cerebro” organiza e interpreta la información y la convierte en “experiencias conscientes” para el individuo. Este largo proceso perceptivo nos indica que no percibimos el mundo “tal cual es”, de forma simple y automática, sino que lo “construimos” nosotros mismos… y por eso mismo elementos como la atención, la experiencia previa o la motivación son fundamentales.

     Respecto de los “órganos sensoriales” que intervienen en el proceso, cabría diferenciar entre los “exteroceptores” o “sentidos externos” (nuestros cinco sentidos básicos: vista, oído, tacto, olfato y gusto) que nos informan de la realidad exterior (los dos primeros son los más desarrollados en los humanos, mientras los tres últimos, llamados “nocioceptores”, tienen un impacto menos acusado en nuestras vidas); los “interoceptores” o “sentido orgánico”, que regula la actividad de nuestras “células viscerales” y nos advierte de los estados fisiológicos más evidentes (como el hambre, la sed, el cansancio…) además e avisarnos de las sustancias nocivas para el organismo; y los “propioceptores”, que combinan el “sentido cenestésico” (que nos informa de la “posición relativa” del cuerpo y de la “tensión muscular”) con el “sistema vestibular” (que nos facilita información sobre el “movimiento” y la “orientación” de la cabeza y el cuerpo respecto a la tierra conforme nos desplazamos, ya sea por nosotros mismos o por impulso de algún vehículo).

viernes, 10 de noviembre de 2023

¿Qué es esa cosa llamada verdad?

     No hemos tenido tiempo de trabajar muy a fondo las distintas “teorías acerca de la verdad”, por lo que vamos a tratar de arrojar sobre ellas un poco de luz gracias al cine. Nos centramos primero en la llamada “verdad metafísica”, para luego trabajar el concepto de “verdad epistemológica” en sus dos vertientes: la verdad entendida como “identidad” (en sentido “analítico”) y la verdad entendida como “correspondencia” o “adecuación” (en sentido “sintético”). Nada mejor que acudir a uno de los más grandes, Orson Welles, que inició su carrera artística provocando el pánico en la población americana con la adaptación radiofónica del libro "La guerra de los mundos" de H. G. Welles, en la que se simulaba una "invasión extraterrestre" que nunca tuvo lugar, y que en su última película “F. de Fraude” (Janus, Francia, 1973), que aquí se conoció simplemente como “Fraude”, nos ofrece una magnífica reflexión sobre el mismo tema, el que más insistentemente aparece a lo largo de su obra fílmica: la dualidad entre “lo real y lo ficticio” en la representación artística, a partir de una notable historia protagonizada por el pintor español Pablo Picasso (1881 a 1973).

     La película es una historia sobre "trucos" y “engaños”, uno detrás de otro: Elmyr de Hory (1906 a 1976), un notable "falsificador de cuadros" de autores contemporáneos (Modigliani, Matisse, Picasso…), es reclamado por la justicia de varios países. La corrupta trayectoria profesional de d'Hory salió a la luz, por cierto, a través de una biografía publicada por un escritor venido a menos, Clifford Irving (1930 a 2017), el cual fue acusado a su vez de la publicación de una autobiografía totalmente falsa sobre el multimillonario Howard Hughes (1905 a 1976). Afirma d'Hory que sus "falsificaciones", extendidas por todo el mundo y que cuelgan de las paredes de reconocidos museos, se convierten en "obras artísticas “n sí mismas” si son expuestas durante suficiente tiempo en un importante museo. La teoría de la “verdad metafísica” insiste en afirmar que algo es real cuando su “aspecto” (su “apariencia”) manifiesta realmente “lo que es” (su “esencia”), una conexión a la que damos el nombre de “autenticidad”. Así pues, un cuadro que parece pintado por Picasso pero que ha sido pintado por Picasso simplemente es falso: “no es un Picasso”… pero nada de esto parece claro.

     Esta “dualidad” entre “lo realmente cierto” (lo auténtico) y la “falsedad total” (el fraude) fascinaba a Welles. No deja de sorprender, no obstante, que lo que esconde el director bajo la chistera pueda ser en realidad una cruda reflexión existencialista sobre el sentido de la “identidad” en el ser humano. De hecho, la película no es un film montado, es en sí mismo "un montaje” (una farsa). El cine es, a través del procedimiento de ensamblaje de planos, un “fraude” permanente, ya que bajo la apariencia de realidad que muestra se esconde la mayor mentira que un medio artístico pueda perpetrar: la “falsificación de la realidad”. Consideremos el famoso comentario del propio Picasso, cuando descubre que ninguna de las obras expuestas en una famosa galería parisina son suyas: en vista de que “todos me copian”, voy a tomar una hoja y un carbón y voy a tratar de hacer lo mismo: “yo también puedo pintar un Picasso falso” (aunque es difícil imaginar como un “auténtico” cuadro pintado por Picasso podría ser “falso”).

     Hemos cruzado la barrera para adentrarnos en el terreno de la “verdad epistemológica”, que no se refiere ya a “lo real” sino al “conocimiento de lo real”. Y como todo conocimiento debe darse a través de “juicios”, y son dos los tipos de juicios de los que somos capaces (“analíticos” y “sintéticos”), dos serán las posibles respuestas a lo que nosotros conocemos verdaderamente. Por un lado tenemos la “identidad”, resultado de “juicios a priori” en los que el predicado está incluido en el sujeto o se deriva necesariamente de este como su consecuencia lógica, y que se apoyarían en el "principio de identidad" y el “principio de no-contradicción”. Así, por ejemplo: “un triángulo tiene tres ángulos”, “los solteros son no casados”… o “un Picasso es un Picasso”. Por otro lado tenemos la “correspondencia” o “adecuación”, que consiste en el ajuste entre “lo que se dice de algo” y “lo que ese algo es”. Se trataría, no obstante, no de una “correspondencia material”, sino de una “correspondencia formal” entre la representación que nos hacemos del objeto (llámase “concepto” o llámese “proposición”) y el objeto mismo.

     Detengámonos en esto: se trata de contrastar un juicio sobre la realidad con la misma realidad, de “ponerlo a prueba” o, si se prefiere, de “verificarlo”. Como ya hemos estudiado, la ciencia postula para ello una serie de "hipótesis sobre el mundo", hipótesis que han de ser suficientemente consistentes. Recordemos las cuatro características que debe tener toda hipótesis: debe dar respuesta a un problema, debe ser posible que se deriven de ella consecuencias, debe permitir hacer predicciones y deber ser siempre la más simple posible. A esta última característica se la conoce como “Navaja de Ockham" o “principio de economía”, y fue formulada por vez primera por el británico Guillermo de Ockham (1285 a 1347) allá por el siglo XIV. El principio expone que: “dadas dos posibles explicaciones para un mismo hecho, la más sencilla siempre es la correcta”. Como ocurre en muchos de los ejemplos que hemos visto en clase, desde la “materia infecciosa” de Ignaz Philippe Semmelweis (1818 a 1865) al “planeta desconocido” de John Couch Adams (1819 a 1892) y Urban Le Verrier (1811 a 1877); este pertinaz principio tiende a repetirse una y otra vez.

     La reciente “Contact” (Warner Bros, EEUU, 1997) de Robert Zemeckis, a partir de un relato de ciencia ficción de Carl Sagan (1934 a 1996) trabaja sobre este presupuesto. La protagonista de la película, una joven y prometedora científica de la NASA, estudia el cielo en busca de una posible “señal de vida inteligente” fuera del sistema solar. Finalmente, recibe una "misiva extraterrestre" en la que, en “lenguaje matemático”, se ofrecen los planos para la construcción de una nave capaz de transportarla a otra galaxia. Construida la nave, ella viaja en el espacio durante “unas 18 horas”, pero al volver se entera de que la nave no se ha movido de su sitio, y que su viaje sólo ha durado unas décimas de segundo. Hasta aquí todo es ficción, lo bueno viene ahora. ¿Qué es más sensato, pensar que "ha viajado en el espacio", como ella cree, o que "todo ha sido una ilusión", como creen todos los demás? Los políticos y científicos encargados del viaje la desacreditan porque sus registros "solo contienen nieve", no aportan “evidencias” de lo que dice: para demostrar algo es necesario tener “pruebas concluyentes” y “verificarlas con los hechos”. Pero el final de la película nos tiene reservada una “pequeña sorpresa”… que no os revelo para no estropearos su visión.