miércoles, 17 de noviembre de 2021

El legado del rey-filósofo

 

     El llamado periodo helenístico coincide con la irrupción del reino de Macedonia como potencia hegemónica y con la formación del Imperio alejandrino. Si bien el rey Filipo II había reorganizado y mejorado su ejército hasta convertirlo en el más eficaz de la época (lo que convirtió a un pequeño y débil reino bárbaro en un estado poderoso capaz de hacerle sombra a las polis griegas más avanzadas) fracasó en su intento de dominar al Imperio persa, tarea que si acometió con éxito su hijo Alejandro III (356 a 323 a.n.e.), apodado Magno o Magnífico, que heredó el trono macedonio tras el asesinato de su padre y con tan solo 20 años emprendió una inaudita aventura militar de tal calado que acabó dominando toda Grecia, TraciaEgipto, Persia y buena parte de Asia (hasta alcanzar el río Indo) fundando innumerables ciudades de cuño helénico a las que, con cierta arrogancia, bautizó con su propio nombre.

     Alejandro no solo era un líder militar carismático con excelentes dotes para la estrategia bélica: educado por Aristóteles en la “ética” y la “política” griegas, pronto comprendió las repercusiones que traerían consigo sus audaces expansiones imperialistas hacia Oriente, justo en el momento en que comenzaban también a despuntar en Occidente los futuros imperios romano y cartaginés. Consciente del “poderío cultural de Grecia”, sometió a los pueblos conquistados por la espada para luego darles cierto grado de libertad, en la esperanza de que la lengua, el pensamiento y el modo de vida griegos se impusiesen por sí mismos inevitablemente y de forma pacífica. Los historiadores William W. Tarn y Guy T. Griffith sostienen que estos deseos de crear una fraternidad humana “se originaron el día en que, en un banquete en Opis, Alejandro oró por una unión de corazones [“hominoia”] entre todos los pueblos, y por una comunidad conjunta de macedonios y persas: fue el primero en rebasar las fronteras nacionales y en considerar, aunque imperfectamente, una hermandad del hombre en la que no habría griegos ni bárbaros”.

     Francesco Adorno señala, por otro lado, que esta defensa de una única “politeia” (Πολιτεία) común a todos los hombres no sería mas que una reinterpretación de las ideas expresadas por Platón en su diálogo “Las leyes” (Νόμοι). En cualquier caso, como nos hace ver Carlos García Gual: “la eclosión del helenismo trajo consigo una nueva sensación de convivir en un espacio ilimitado, donde las relaciones eran mucho más laxas que en el marco concreto de la ciudad nativa”, lo que hizo que se desvaneciese “el sentimiento ciudadano de pertenecer a una comunidad autosuficiente y libre que gracias a la colaboración activa y ferviente de todos sus miembros subsiste y progresa, y con ello el ideal de hombre libre que se ocupa ante todo de la política patria y es responsable ante su ciudad de su conducta”. En definitiva, una nueva forma de percibir el mundo, y de comprender la función del ser humano dentro de este nuevo marco socio-político.

     Tras la muerte de Alejandro, los que fueron sus generales en el campo de batalla, los “sucesores” o “diádocos” (διάδοχοι), se repartieron su inmenso Imperio, generando una serie de nuevos Estados con una robusta “estructura monárquica” que se mantuvo firme gracias a una “administración fuertemente centralizada” y a la “contratación de mercenarios persas” para reforzar sus ejércitos, Estados de corte monárquico que por cierto combatirían entre sí durante más de tres décadas, debilitándose lentamente y dejando el camino expedito para las nuevas “potencias imperiales” que se levantaban en el oeste (especialmente Roma). Durante todo este periodo, los “soldados eméritos” que sobrevivían a las campañas militares se repartían las tierras conquistadas como pago por sus servicios, que dejarían en herencia a sus descendientes, fundándose así nuevas ciudades a imitación del modelo clásico de ciudad griega (Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Seleucia…) que incorporaron elementos característicos de las antiguas polis: ágoras, templos, gimnasios… y lo que es más importante: asambleas, consejos, magistraturas…

     A todo esto debemos unir el uso preeminente de la “lengua común” o “koiné” (ἡ κοινὴ γλῶσσα) como código universal (el “inglés” de la época, para entendernos), lo que nos permite definir este periodo como “helenístico”, por oposición al anterior periodo “helénico”. Lo helénico nos remite a "Hellas" (Ἑλλάς), topónimo con el que los habitantes de la península del Peloponeso se referían a su tierra y a sí mismos al menos desde Hesiodo (el término “Grecia” y “griegos” es una invención romana). Lo helénistico, sin embargo, deriva del verbo griego “hellenizein” (ἑλληνίζειν) que se puede traducir por “hablar griego” y que, según Tucídides, se aplicó inicialmente a los bárbaros que habían adoptado la lengua griega como propia en contacto con los habitantes de la Helade. Más adelante, ambos términos se utilizarían para distinguir a los verdaderos griegos (“helenos”) de los orientales que habían abandonado su civilización ancestral y adoptado o superpuesto elementos de la civilización griega a la cultura propia (“helenistas”).

     Este nuevo clima social, político y cultural sería el caldo de cultivo perfecto para una serie de corrientes filosóficas de nuevo cuño, que tendrán un amplio recorrido en los siglos por venir, tanto en la etapa de “domino romano” como en el largo periodo que conocemos con el nombre de “medievo”, e incluso se dejarán sentir con renovada fuerza con la llegada de la modernidad. Conviene, por tanto, hacer un repaso minucioso de este periodo histórico, y para ello os propongo revisar estas dos entradas del canal de YouTubePero eso es otra historia”, que nos ofrecen una perspectiva general de la época tan amena como precisa (con una divertidísima narración que no escatima ni siquiera en palabras malsonantes… lo que la hace si cabe más entretenida). Completamos este artículo con una primera mirada a la “forma de vida” y a los “rasgos culturales” propios del periodo alejandrino, que analizaremos con detalle más adelante.

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