domingo, 14 de noviembre de 2021

Sobre la virtud de la prudencia

 

     Aristóteles (384 a 322 a.n.e.) sentencia que el hombre no es un ser solitario, sino un animal que vive en la “polis” (πόλις) y posee un “logos” (λóγος): es por lo tanto un “animal cívico, social, político, comunicativo”, es un “zoon politikón” (ζῷον πολῑτῐκόν). El “ciudadano”, el hombre que lucha por la defensa de la polis permanentemente, se diferencia del “bárbaro”, que habita en los límites de la ciudad, y de los “metecos” y las “mujeres”, que habitan en su interior pero no participan de la vida cívica plenamente. Esto que hoy puede escandalizarnos bastante da muestras del mundo paradójico e inarmónico en el que vivimos, pues la “polis”, como lugar de convivencia privilegiado, nace de la experiencia de la solidaridad en la guerra. La manera en la que combate el ejército griego frena las rivalidades individuales, porque el éxito colectivo depende del valor y habilidad con que cada ciudadano se mantiene en su línea de combate, blandiendo la lanza contra el enemigo y protegiendo a la vez con el escudo al hombre que tiene a su lado. El hombre solo puede llevar una vida buena por mediación de la “palabra”, del “logos”, es decir, como “ciudadano”, en el interior de la polis y en el esfuerzo conjunto con los demás hombres: salirse de estos límites significa que se es “una bestia o un dios”.

     Podemos sondear esta idea en la reciente pelÍcula "300" (Warner Bross 2007), adaptación cinematográfica realizada por Zack Snyder del conocido cómic de Frank Miller sobre la Batalla de las Termópilas, en el momento en que Leónidas (Gerard Butler) relata al jorobado Efialtes (Andrew Tiernan) el modo en que sus tropas combaten, y le rechaza para la batalla (hoy diríamos que de forma cruel) porque su evidente discapacidad física “pone en peligro al resto de sus soldados”. Es esta una práctica muy habitual en el ambiente militar. Por ejemplo, los antiguos guerreros sioux obligaban a sus jóvenes aprendices aspirantes a guerreros a “pintar sobre la arena” la configuración de las Pléyades de Tauro, como “rito de paso” esencial hacia la edad adulta, y eran “desechados como guerreros” si no lo lograban: no poder pintar las Pléyades significaba que no las podían distinguir con claridad en el cielo, esto es, que “no veían bien”, y un guerrero que no ve bien es un peligro potencial para el resto de compañeros, pues “la batalla es una actividad colectiva”, en la que todos los engranajes deben funcionar correctamente, y un solo eslabón débil en la cadena puede dar al traste con toda la operación militar y suponer la debacle para todo el grupo.


     La “politeia” (πολιτεία), término de difícil traducción que se suele significar como “política” pero que más exactamente equivaldría a “constitución”, se refiere tanto a la vida institucional como a la vida cotidiana. El horizonte de la vida griega conjuga ambos aspectos: el hombre es un ser “ético” y “político” a la vez, y resolver esta aporía supone un nuevo reto para la filosofía: porque si bien el hombre “ha de vivir en comunidad” y la vida humana está subordinada al bien de la ciudad, la vida contemplativa es más rica que el honor o el placer que la vida social nos reporta. En la cuidad los hombres pueden, mediante la adquisición paciente de “hábitos” y de “razonamientos” en cuestiones “prácticas”, haciendo uso de la “phrónesis” (φρόνεσις), alcanzar la felicidad o “eudaimonía” (εὐδαιμονία), de “eu”, bien, y “daimon”, espíritu: literalmente “tener buen hado”, un término que recoge tanto el aspecto subjetivo de “estar contento” como el objetivo de “llevar una vida digna”. Pero además de esto, los hombres pueden desarrollar una vida “contemplativa” o “theorethikós” (θεωρητικός) que no es un mero sobrevivir, sino un vivir conforme a una elección deliberada, propia de cada uno de nosotros. La “virtud” o “areté” (ἀρετή) es “aquello que nos hace mejores”, una “excelencia” propia del hombre que ha de desempeñar su función propia, su actividad racional y moral, en el sentido de realizar su “esencia”, de alcanzar su “fin” u “objetivo vital”.

     Esta función no es espontánea: la virtud hay que cultivarla desde la infancia: hay que inculcar a los niños “hábitos de comportamiento” que impliquen una actitud frente al mundo, y de ahí la responsabilidad de los padres en la educación. La virtud es, por consiguiente, un “accidente del alma”, que se divide en dos conforme a la propia división del alma: unas virtudes son propias del “carácter” (“virtudes éticas”), como la liberalidad, la amabilidad y la autonomía; mientras que otras son propias del “intelecto” (“virtudes dianoéticas”), como la sabiduría filosófica, el buen juicio y la sabiduría práctica o prudencia. Esta última, la “phrónesis” (de la que también hablaba Platón) debe entenderse como una “capacidad”: la de penetrar en las cuestiones prácticas, como resultado de una actitud cultivada y desarrollada por la experiencia. La prudencia no es solo tener buen juicio en general, sino que ha de resolver casos individuales: si la virtud o excelencia nos asegura que “el fin es el adecuado”, la prudencia nos refiere “los medios para alcanzar dicho fin”. El hombre bueno es el hombre prudente, capaz de elegir aquello que le beneficie a sí mismo. Y puesto que puede ser perturbado continuamente, la prudencia no puede realizar su función sin la “templanza” o “sophrosyne” (σοφροσυνη) que modela y controla la experiencia.

     Un notable ejemplo de la idea de virtud aristotélica lo tenemos en “Crash” (Lions Gate 2004) la excelente película coral de Paul Haggis, y si bien son varias las secuencias del film que nos servirían para ejemplificar las ideas previas, nos hemos decidido por esta trama: un joven carpintero hispano acude al negocio de un comerciante persa para arreglarle una “cerradura defectuosa”, y le sugiere que “cambie la puerta” al completo; pero este no le hace caso y al día siguiente se encuentra su negocio desvalijado como consecuencia de un robo. Furioso con el carpintero, al que cree “cómplice del delito”, acude con su hija mayor a una tienda de venta de armas y se compra un revolver, y posteriormente se dirige a casa del carpintero con ánimo de “venganza”, en la errónea suposición de que tiene algo que ver en el asunto. Cuando amenaza al joven, la hija pequeña de éste sale de su casa, se abalanza sobre su padre para protegerle con su “manta mágica” y sufre el disparo del arma (en el vídeo precedente se explica por qué la niña hace esto), pero milagrosamente, a la niña “no le pasa nada”. Si nos remontamos un poco atrás en el tiempo, vemos como, en el momento de comprar el arma, no es el comerciante sino su hija mayor la que “cierra el trato” y, consciente de las posibles repercusiones de la ira de su padre, decide llevarse a casa munición de fogueo.


     La “virtud” es un estado permanente, un “hábito” o “costumbre” (ἦθος), por lo que un solo acto virtuoso concreto no es garantía de virtud. Nos hacemos buenos, virtuosos en sentido pleno, mediante las “acciones repetidas”, por “elecciones deliberadas tomadas con conocimiento y ejecutadas con firmeza y coherencia”. Practicando actos buenos nos hacemos buenos, no es suficiente solamente la intención. Para Aristóteles, la virtud consiste en seguir el “término medio” (aurea mediocritas), teoría que posee estratos muy profundos en Grecia (“Nada en demasía” enseñaba Quilón de Esparta; “La precipitación es peligrosa” dice Periandro de Corinto; “La riqueza no tiene término, la saciedad, la hartura, la arrogancia engendra el orgullo aristocrático” comentaba Solón de Atenas). Se trata de un medio entre dos “vicios”: uno por “exceso” y otro por “defecto”, que consisten en sobrepasar o no alcanzar, en uno u otro caso, lo necesario en las pasiones y en las acciones. Este término medio es siempre “relativo a nosotros”, a las morfologías corpóreas humanas concretas. En el individuo es cosa buena el no hacer nada en demasía o hacerlo en pequeña medida: ni el miedo ni la confianza ni el deseo ni la cólera… aunque algunas acciones “no admiten término medio”, como el adulterio, el robo o el homicidio.

     La "virtud" siempre deberá estar determinada por la “razón”, y no es separable la “virtud intelectual” de la “virtud moral” ni a la inversa. Quien alcanza la virtud está destinado al gobierno de las ciudades (el discípulo peripatético sigue al maestro académico): de aquí viene la identificación que existe en nuestra tradición cultural entre la virtud política y la virtud ética. La "prudencia", por su parte, nos permitirá unificar todas estas virtudes. Aristóteles, y en eso discrepa con Platón, estudia al hombre concreto, no al "hombre ideal", y aunque considera que el hombre en su perfección es “el mejor de los animales”, hay que tener en cuenta que en ocasiones está “fuera de control” y se vuelve “incontinente”. Si la virtud ha de encajar en el “orden de la ciudad”, entonces la justicia será una virtud privilegiada. La “justicia” (δικαιοσύνη)  permite pasar de las “virtudes éticas” (recortadas a escala individual) a las “virtudes políticas” (recortadas a la escala de la vida en común). Lo justo es lo que resulta “conforme a la ley” y lo que “respeta la igualdad”, mientras que lo injusto es “lo contrario a la ley”, lo que falta a la igualdad, pues este es el mayor de los males, porque desgarra el tejido social que configura la convivencia.

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