martes, 1 de febrero de 2022

Una moral por provisión


     Es una cuestión largamente debatida si la “moral provisional” (moral par provision) de René Descartes (1596 a 1650) es una moral “transitoria e imperfecta” a la espera de ser completada o, por el contrario, una moral “mínima pero suficiente” para los objetivos por él buscados. Algunos aseguran que las “reglas” de esta moral son “circunstanciales”: el filósofo las adopta “mientras llega a la formulación de algo definitivo” (al menos eso es lo que da a entender en el “Discurso del método”), pero el hecho es que no volvió a hacer más consideraciones sobre la moral en ningún otro lugar, lo que podría indicar que se trata de una “moral definitiva”. Las palabras que usa Descartes no implican necesariamente que “provisional” se contraponga a “definitiva”, puesto que “provisión” (en francés como en español) es un término jurídico que alude “a los fondos que se adelanten para responder a los gastos que sobrevengan”, lo que significa construir un “fondo previo” para el futuro, que hay que tener en cantidad suficiente para lo que nos depare la vida. En Descartes, lo que se adelanta de la moral es completamente definitivo, aunque se puedan añadir cosas (si bien él nunca rectificaría lo dicho primeramente). Las “reglas de la moral” no son por tanto contingentes, constituyen una “moral básica”, y se usan de la misma manera que las “reglas del método”:

     La “primera regla” considera las “opiniones de carácter social”, que cristalizan en un tipo de “religión” y de “política”, y se corresponde con la “evidencia” de las reglas del método. Desde el punto de vista práctico, supone un conformismo que aleja a Descartes de la revolución política y lo acerca a una reforma cautelosa de las artes y de las ciencias. La “segunda regla” también se puede corresponder con el segundo paso del método, e implica “firmeza y estabilidad en unos principios” aunque estos hayan sido dudosos en su origen. Esta fijeza se establece en función de los resultados, que dependen de la bondad de los principios, y si no mantenemos los primeros es imposible llegar a los segundos. La “tercera regla” implica “vencerse a uno mismo, antes que a la fortuna” y “cambiar los deseos antes que el orden del mundo”; pretende buscar una correspondencia entre el orden de la naturaleza y el orden de las autoridades, y supone un “orden afectivo”, un buen funcionamiento de la conciencia y de la conducta. La “cuarta regla” tiene una importancia más secundaria, pues implica “pasar revista a las distintas sabidurías”, como lo hacía el paso final del método, y este repaso tiene un sentido auxiliar a las evidencias (pues permite comprobar si lo son o no) y supone una aplicación práctica de las mismas.

     La correspondencia establecida entre las “reglas del método” y las “reglas de la moral” supone que existe una cierta homogeneidad entre la manera de especular pura y la “especulación práctica”. La filosofía cartesiana tiene como último principio la “conservación”, de tal manera que su "racionalismo" no pretende ser un "escepticismo". Esto no parece que tenga un sentido revolucionario, a pesar de que no se apoya en la religión o en la fe porque no las necesita. Desde el punto de vista de las evidencias, Descartes es muy "prudente", muy "conservador y conformista": entre las condiciones que hacen al sabio no incluye el cambiar la sociedad (lo que puede explicarse por su compromiso personal con la nobleza aristocrática y semiburguesa de la época). La moral y su doctrina del conocimiento tienen ambas una “función práctica”: asegurar que la conciencia esté a “salvo de toda duda”, y por tanto sea capaz de “conocer” en un sentido pleno, lo que posibilitará la nueva ciencia, que conduce a la felicidad. La filosofía, en el sistema cartesiano, es “sierva de la ciencia” a la par que “sierva de la vida”: esa doble conservación de la conciencia y del cuerpo se ve también en Benito de Espinosa: lo esencial en el hombre es el esfuerzo por “perseverar en su ser” (el “conatus” espinosista, que algunos autores interpretan como “esfuerzo por aumentar el ser”).

     Tomaremos prestadas de nuevo algunas escenas de la película “Alatriste” (Universal 2006) de Agustín Díaz Yanes, a partir de la serie de novelas juveniles “Las aventuras del capitán Alatriste” de Arturo Pérez-Reverte, en la que vemos al viejo capitán de los Tercios de Flandes comparecer ante el poderoso y temible Conde-duque de Olivares para dar explicación de un turbio y violento encuentro con unos extranjeros. El capitán Diego Alatriste (Viggo Mortensen), que tantos parecidos guarda con el Descartes mercenario en sus años jóvenes, muestra ante el Grande de España la misma “altivez y valentía” que acostumbra en la batalla, haciendo gala de una “prudencia y sensatez” que resulta “muy aristotélica” (pues es más que notable la deuda del racionalista francés con las virtudes éticas del estagirita griego) al no revelar el nombre del personaje que le ha hecho el encargo por el que es juzgado (el asesinato de los mencionados extranjeros, que resultaron ser el futuro rey de Inglaterra y su ayudante, y a los que el capitán perdona la vida). Lo mismo nos podemos encontrar en el desenlace de la película, una recreación de la Batalla de Rocroi, en la que Alatriste se muestra entero y elegante frente a la más absoluta adversidad, esa “fortuna” con la que es mejor no enfadarse. Las palabras finales de la película, relatadas por su ayudante Iñigo Balboa (Unax Ugalde), se corresponden con las primeras frases de la novela, que os invito a leer y disfrutar con todo entusiasmo.

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