lunes, 13 de marzo de 2023

Las teorías del contrato social


     Se conoce como contractualismo a la teoría política que establece que el origen de la “sociedad política” y del “Estado moderno” son “convencionales”, y que surgen como fruto de un “pacto o acuerdo” entre los seres humanos. Frente a la teoría política denominada organicismo, que sostiene que la “sociedad” es anterior a los “individuos” (y que de hecho es la sociedad la que constituye al individuo, ya que no existen hombres al margen de la sociedad), la teoría contractual sostiene que son los individuos los que constituyen la sociedad “por asociación” mediante un hipotético “contrato” (social contract). Definido así el “estado de sociedad”, deberemos aceptar la existencia de una situación previa (igualmente hipotética) anterior al surgimiento de este, que generalmente se conoce como “estado de naturaleza” (state of nature). Seguramente fue Thomas Hobbes (1588 a 1679) en su obra de 1651 “Leviatán, o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil” (Leviatan, or the Matter, Form and Power of a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil) el primero en describir esta situación de la siguiente manera:

     “Los hombres son todos iguales”, por lo que no tienen necesidad alguna de estar juntos (la sociabilidad no se antoja necesaria). Pero este escenario provoca un “derecho de todos sobre todas las cosas” (ius omnium in ovni), ya que todos los hombres gozan del mismo “derecho natural”, consistente en “la libertad de usar su propio poder, como se quiera, para preservar la propia naturaleza”. Esto obliga a una “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes) promovida por el ánimo competitivo, la situación de inseguridad y el deseo de gloria o fama. Es evidente que Hobbes tiene una concepción negativa de la naturaleza humana: “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus est). Esta situación es caótica y miserable: puesto que no hay agricultura, ni industria, ni ley, ni moralidad, en el estado de naturaleza reina un ambiente de desconfianza y el hombre siente un “temor continuo al peligro y a la muerte violenta”.

     Sólo puede ponerse término a esta terrible situación pactando la instauración de un “poder incontestable”, al que los individuos ceden “todo el suyo” (todos sus “derechos naturales”). Gracias a este “pacto” surgen tanto el Estado como la sociedad: es la fuerza de este “contrato” la que, al crear un poder irresistible, saca a una multitud de individuos de su estado de naturaleza y les confiere una “organización social y política”. El conjunto de seres así unidos se llama “Estado” (civil society), el que asume el poder se llama “soberano” (sovereign authority), y los pactantes pasan a tener la condición de “súbditos” (subjets). El poder del soberano es “absoluto”, “ilimitado”, “inalienable” e “indivisible”, sencillamente porque si no lo fuera no podría cumplir con la función para la que ha sido instituido: asegurar la “paz social” (motivo por el cual el monarca debe estar “al margen del pacto”, como garante del mismo, pero sin estar sometido a él). En último término, Hobbes está legitimando el poder de las “monarquías absolutas” como forma de gobierno más adecuada a las condiciones de la naturaleza humana.

     John Locke (1632 a 1704) en su obra de 1660 “Dos tratados sobre el gobierno civil” (Two Treatises of Goberment) adopta un punto de vista similar al de su compatriota Hobbes, pero le objeta que el hipotético “estado de naturaleza” no está regido por el “reino de la licencia” sino por la “ley natural” (law of nature), y es gracias a ella que el individuo tiene derecho a “castigar el crimen, protegerse a sí mismo y a los demás y obtener la reparación del daño”, llegado el caso. Pero precisamente esto mismo convierte a este escenario en algo inseguro. El único medio de conservar los derechos individuales con seguridad es la unión de los hombres en sociedad, mediante un “pacto” (igualmente hipotético) con el cual se construye un “cuerpo político” (goberment) con suficiente “autoridad” para salvaguardar “los bienes y los derechos de todos”. Nadie, a partir de ese momento, puede “tomarse la justicia por su mano”, puesto que la comunidad política resultante tiene como finalidad la “seguridad de todos” y la “defensa de sus derechos”.

     A diferencia de Hobbes, Locke entiende que no es necesario entregar “todo el poder” (todos los derechos) a la autoridad constituida sin reservarse los pactantes ninguno para sí mismos. El poder deberá estar vinculado al fin para el que fue instituido: la “salvaguarda de los derechos naturales”, que son básicamente tres: “la vida” (life), “la libertad” (liberty) y “la propiedad” (property), entendida ésta unas veces como “el conjunto de bienes y derechos propios del hombre”, otras como “los bienes que el hombre alcanza con su trabajo”.

     Por otro lado, “el poder se ejerce sobre todo el territorio de la comunidad”, que no es otro que las tierras de los pactantes Para conocer cuándo en un territorio dado se ha pasado del “estado de naturaleza” al “estado civil” (civil state), como Locke lo denomina, deberemos constatar la existencia de tres elementos: “leyes ciertas” (true laws), “jueces conocidos” (known judges) y “poder suficiente” (enough authority). Allí donde existen hay que suponer celebrado el pacto e instituida la “comunidad política”. De lo contrario, se está todavía en el estado de naturaleza: esto último es lo que ocurre con el Estado absoluto.

     Así pues, Locke va a distinguir tres “funciones” o “poderes” en un Estado constituido: “legislativo” (encargado de la redacción de las leyes: leyes justas), “ejecutivo” (encargado del derecho de gentes: jueces conocidos) y “federativo” (encargado de las relaciones exteriores y del derecho internacional: poder suficiente). Las ideas de Locke tendrán una amplia repercusión política a lo largo del siglo XVII en Inglaterra, ya que van a suponer la conquista de determinados derechos por parte de los “hombres libres” (citizens), los “propietarios”, paralela a la emergencia del Parlamento como orden político equiparado al Rey. En último término, Locke está legitimando el poder de las “repúblicas parlamentarias” como única forma de gobierno adecuada para preservar las libertades individuales. Esta propuesta de corte “liberal” tendrá su epítome con la “Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América” (1776), que transforma en un “hecho jurídico” lo que hasta entonces tan solo era una hipótesis de trabajo: “la constitución de un Estado a través de un pacto entre particulares”.

     Frente a este optimismo, Jean-Jacques Rousseau (1712 a 1778), va a sostener que nuestra sociedad actual está basada en la “desigualdad”, y que por tal motivo es “injusta” y ha “pervertido al hombre”. Todo está establecido como si hubiera tenido lugar un “pacto desigual y leonino”, en virtud del cual “los poderosos y ricos toman lo poco que les queda a los débiles y pobres a cambio de las molestias que sufrirán gobernándolos”. Ahora bien, la “igualdad” (égalité) es indisociable de la “libertad” (liberté), y una y otra son “derechos humanos inalienables”. En su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” (Dicours sur l´origine et les fondements de l´inegalite parmi les hommes) afirma que una sociedad como la nuestra, basada en la desigualdad y en la servidumbre, es “ilegítima”, incapaz de garantizar la plena libertad de los individuos: hace falta una transformación de la sociedad existente sobre un “pacto social igualitario” (nuevamente hipotético), conforme al cual cada uno cede todos sus derechos “a la comunidad”, sin reservarse ninguno para sí, porque ni lo necesita ni sería permisible que nadie se los reservara con la intención de utilizarlos en su particular provecho a expensas del interés común.

     Afirma Rousseau en su obra de 1762 “El contrato social, o Los principios del derecho político” (Du contract social, ou Principes du droit politique): “Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. Debemos distinguir por tanto entre la libertad natural, “que no tiene límites mas que en la fuerza del individuo, y la libertad civil, que está limitada por la voluntad general”. Y junto a estas dos formas de libertad, será necesario añadir una tercera, la libertad moral, “la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad”. Es precisamente esta libertad moral la que permite justificar la acción de gobierno tendente a asegurar unos servicios sociales básicos para la ciudadanía y una cierta redistribución de la riqueza que evite “que un puñado de favorecidos rebosen de superfluidades mientras que la multitud hambrienta carece de lo necesario”.

     La diferencia entre el pacto roussoniano y el hobbesiano reside en que el primero no instaura un soberano diferente de la propia comunidad: “el pueblo es el soberano”. La “voluntad general” (volonté générale) se expresa mediante la “ley”, aunque en los dos autores los particulares deben ceder sus derechos originarios (bien al “monarca” en el caso de Hobbes, bien a la “comunidad” en el caso de Rousseau). Los particulares “retienen sus derechos” (su “soberanía” por tanto) “en cuanto parte de la comunidad”, pero “no a título individual”. En estas condiciones, la voluntad general (la decisión de la mayoría, y su expresión más firme, la ley) es infalible, pues transforma los “derechos naturales” (droits naturels) en “derechos civiles” (droits civils), positivizados por la ley y garantizados por las instituciones del Estado, que no es otra cosa que la propia comunidad en su conjunto. En último término, Rousseau está legitimando el poder de la “sociedad civil” como garante de las “estructuras de gobierno”, pues solo una forma de gobierno que atienda a las “necesidades sociales básicas de toda la población” podrá considerarse plenamente justa, libre e igualitaria.

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