Para ejemplificar estos conceptos hemos seleccionado un hermoso pasaje de la película “El milagro de Ana Sullivan” (MGM 1962) de Arthur Penn, un magnífico duelo interpretativo entre Hellen Keller (Patty Duke), una chica ciega, sorda y muda, y Anne Sullivan (Anne Bancroft), la joven institutriz que intenta educarla. Aunque al principio la profesora debe centrar sus esfuerzos en enseñar "modales" a la joven, que ha sido criada bajo el consentimiento paterno y hace lo que le apetece (desde tirar objetos hasta comer con las manos), el interés de Anne no es otro que comunicarse con la pequeña, y conseguir que ella se comunique igualmente, y a tal efecto desarrolla un método de enseñanza basado en “signos”, que la profesora ejecuta con sus manos. El problema es que Hellen repite los signos de forma no comprensiva, esto es, sin darles significado (“como un mono”, llega a decir su hermano): en términos kantianos, diríamos que no es capaz de "asignar a cada signo un objeto de la realidad" o, más bien (por utilizar el famoso “giro copernicano” kantiano), que es totalmente incapaz de entender que "los signos son signos”, esto es, que “designan” objetos del mundo real, que los sustituyen o están en su lugar.
La propia Anne repite a la niña (sin que esta pueda oírla): “si tan solo pudiera hacerte comprender que cada gesto de mis manos es una palabra” (por tanto, no la propia realidad, sino sólo algo que nos permite hablar de ella, “representarla”). Finalmente, en la última y emocionante escena de la película, Hellen comprende. Y curiosamente, lo hace gracias a que aún recuerda su primera palabra hablada (justo antes de que perdiese el oído, y con ello la voz), y la repite en el momento en que entra en contacto con ese objeto: “agua”. Para ello ha tenido que partir de los "datos de la experiencia", pero a la vez ha sido capaz de "conceptualizarlos". Es entonces cuando Hellen finalmente comprende “qué es el agua”: sólo cuando “entiende el concepto”, cuando es capaz de “nombrarlo”, puede “construir” el objeto que tiene delante, darle significado, y a partir de ahí construir "juicios": “el agua moja”, “el agua está fría”, "el agua refresca"... (de hecho, los juicios no son más que el resultado de combinar conceptos por medio de la facultad del "entendimiento").
La posibilidad de generar juicios sobre la realidad nos permite justificar la “física” (y por extensión todas las “ciencias naturales”) como ciencias en sentido estricto, en tanto que tales juicios son “sintéticos a priori”: aportan información novedosa (“amplían nuestro conocimiento”) sin necesidad de recurrir a la experiencia (son “universales y necesarios”). Pero los meros “conceptos empíricos” (o los juicios construidos a partir de ellos) no bastan para comprender la realidad, esta debe ser “informada”, categorizada”, una labor que hace el “sujeto” a partir de los datos empíricos proporcionados por el “objeto”, a partir de las sensaciones arrojadas por la “sensibilidad”. La “realidad” (fenoménica, puesto que la realidad nouménica es inalcanzable) “se construye”, literalmente, “en la mente del sujeto”: es el “entendimiento” humano el que genera la realidad al aplicar al “fenómeno” las categorías: “totalidad”, “realidad”, “causalidad”, “existencia” (en el caso que nos ocupa) y que revelan a Hellen el hecho de que “el mundo está ahí”, listo para ser aprehendido. Un notable ejercicio de coraje el que vemos en la joven protagonista, y en su decidida maestra Anne, que bien podría inspirarnos a todos: “sapere aude” (“atrévete a saber”), en palabras del nuestro ilustre filósofo.
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