lunes, 15 de enero de 2024

Sobre el concepto de signo lingüístico


     Algunas consideraciones acerca de la "comunicación" y el "lenguaje", antes de adentrarnos en el mundo de la "lógica simbólica". Estamos tratando estos días el concepto de “signo”. Recordemos una vez más la definición que nos proporciona el pragmatista americano Charles Sanders Peirce (1839 a 1914): “un signo es algo que representa otro algo para alguien”; por ejemplo, la palabra la palabra “árbol” (algo) representa el objeto “árbol” (otro algo) para todos los que entiendan el idioma español (alguien). Por su parte, el estructuralista francés Ferdinand de Saussure (1859 a 1913) incide en la misma idea al definir “signo lingüístico” como la unión de un “significante” (la imagen acústica, la palabra escrita o signada de algún modo) y un “significado” (el concepto pensado, aquello a lo que hace referencia el signo, lo que queremos expresar); entre ambos, significante y significado, se establece una relación de tipo convencional que llamamos “significación” o “sentido”.

     Por otro lado, hay "signos" que nos remiten a "otro significado" ulterior, que está en parte manifiesto y en parte oculto en su significación inmediata: se trata de los “símbolos”, entendidos como “signos que significan un objeto que, a su vez, significa otra realidad”; por ejemplo, la palabra “paloma” designa a un tipo concreto de ave, que a su vez identifica otra realidad, en este caso la “paz”.  La relación del signo con el objeto simbolizado es no solo "convencional", sino también "cultural y social". Y es en virtud de esta relación simbólica que el “mundo” se nos presenta poblado de símbolos que remiten, más allá de los puros hechos, a una significación simbólica: las cosas, los fenómenos y los acontecimientos se nos convierten en “mensajes cargados de sentido". El lenguaje es así el instrumento imprescindible para “hacernos con la realidad”, porque contribuye en gran medida a dotar de sentido a los objetos de nuestro entorno y a nuestras propias vivencias: los objetos y las vivencias son tales en la medida que “los nombramos”, que los expresamos mediante símbolos.

      Para ejemplificar esto hemos seleccionado un pasaje de la renombrada película “El pequeño salvaje” (Les Films du Carrosse, Francia, 1969) de François Truffaut, que nos adentra en la singular vida del joven Víctor de Aveyron (Jean-Pierre Cargol), uno de los llamados “niños salvajes”. La película se centra (que podéis visionar completa en este enlace) en los esfuerzos del médico francés Jean Marc Gaspard Itard (interpretado por el propio Truffaut) por educar al joven Víctor en la comprensión de un lenguaje que le permita "comunicarse con los demás", pedir las cosas que desea o mostrar a través de signos orales sus propios sentimientos. Itard, tras profundizar en nociones básicas sobre el espacio (cuerpos, áreas, volúmenes…) le enseña al joven el "alfabeto", que él reproduce intuitivamente, sin comprenderlo, y es reeducado para hacer un esfuerzo de mejora en este sentido. Poco a poco, aprende a relacionar cada "signo" con su "significado" (y no solo eso, también cada "fonema" con su "morfema", desarrollando lo que conocemos como “lenguaje doblemente articulado”). El joven Víctor finalmente comprende el sentido de los signos al visitar a una familia amiga y pronunciar la palabra “leche” para solicitar que le sirvan un rico tazón de su bebida favorita. 

     Otro notable ejemplo del empleo de los signos lo encontramos en la película “El milagro de Ana Sullivan” (MGM, EEUU, 1962) de Arthur Penn, un magnífico duelo interpretativo entre Helen Keller (Patty Duke) una chica ciega, sorda y muda, y Anne Sullivan (Anne Bancroft), la joven institutriz que intenta educarla (para ver la historia completa basta seguir este enlace). Aunque al principio la profesora debe centra sus esfuerzos en enseñar "modales" a la joven, que ha sido criada bajo el consentimiento paterno y hace todo lo que le apetece (desde tirar objetos hasta comer con las manos), el interés de Anne no es otro que "comunicarse" con la pequeña, y conseguir que ella se comunique igualmente, y a tal efecto desarrolla un "método de enseñanza" basado en "signos táctiles", que la profesora ejecuta con sus manos sobre la palma de aquella. El problema es que Hellen repite los signos de forma mimética, no comprensiva, esto es, sin darles significado: no es capaz de "asignar a cada signo un objeto de la realidad", puesto que es incapaz de entender que los signos no son objetos, sino "signos”, esto es, artificios lingüísticos que “designan” objetos del mundo real.

     La propia Anne repite a la niña (sin que esta pueda oírla): “si tan solo pudiera hacerte comprender que cada gesto de mis manos es una palabra” (por tanto, no la propia realidad, sino sólo algo que nos permite hablar de ella, “representarla”). Finalmente, en la última escena de la película, Hellen comprende. Y curiosamente, lo hace gracias a que aún recuerda su "primera palabra hablada" (justa antes de que perdiese el oído, y con ello la voz), y la repite justo en el momento en que entra en contacto con ese objeto: “agua”. Para ello ha tenido que partir de los "datos de la experiencia", pero a la vez ha sido capaz de "conceptualizarlos". Es entonces cuando Hellen finalmente comprende “qué es el agua”: sólo cuando “entiende el concepto”, cuando es capaz de “nombrarlo”, puede “reconstruir” el objeto que tiene delante "desde el lenguaje", darle significado (y a partir de ahí construir otros enunciados: “el agua moja”, “el agua está fría”, etc.). Un notable ejercicio de coraje el que vemos en la joven Hellen, y en su decidida maestra, que bien podría inspirarnos a todos. En palabras de Immanuel Kant (1724 a 1804): “sapere aude” (“atrévete a saber”).

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