jueves, 30 de septiembre de 2021

Heráclito se va de pesca

     De entre todos los filósofos de la Jonia, la figura más enigmática de todas es sin duda Heráclito de Efeso (550 a 480 a.n.e.), no tanto por la temática de su obra como por su estilo, pues escribía mediante "aforismos", buscando siempre el doble sentido, la ambigüedad, incluso la paradoja, motivo por el cual era conocido entre sus conciudadanos como “el oscuro”. Parece que prefería expresarse como la pitonisa del Oráculo de Delfos, que “no dice ni oculta, sino indica por medio de signos”. De hecho, ni siquiera fue bien comprendido por los grandes filósofos como Platón y Aristóteles, que lo consideraron un milesio más, ocupado en la búsqueda del “arché” (ἀρχή) de la “physis” (Φύσις), suponiendo erróneamente que lo habría concretado en el “fuego”. En realidad, parece más acertado enfrentar su pensamiento al de Parménides, su contemporáneo itálico de Elea, pues aunque sus teorías van a resultar radicalmente opuestas, serán estos dos autores los que llevarán la investigación filosófica a otro nivel, al renunciar a un tipo de explicación física concreta del “primer principio” en favor de conceptos mucho más abstractos.

     Heráclito escribió, que sepamos, un único libro “Sobre la naturaleza” (περὶ φύσεως), del que tenemos constancia por el historiador griego Diógenes Laercio, que trataba no sólo de física, sino también de teología y política. Comienza el texto hablando del “logos” (λóγος), un término que solemos traducir por “razón”, pero que no se refiere tanto a la facultad de razonar como a todo lo que se dice “de palabra” o “por escrito”, sea una narración o una conversación. Luego en primer lugar se trata de una forma de expresión contraria a otras como el “mito”, la “épica” o la “lírica”: el “logos” es la “forma común de expresarse”; y en segundo lugar, es también una “entidad real y objetiva” que “regula todos los acontecimientos”, una especie de “ley universal” inserta en todo, pero que resulta muy difícil de observar. Existe un paralelismo entre “logos” y “cosmos” (κόσμος): el logos es universal y común tanto al cosmos como a la ciudad (que es también un “pequeño cosmos”) y a nosotros mismos (que somos un “microcosmos”) y cuando el “logos” particular de cada uno no coincide con el universal, entonces los hombres actúan como si estuvieses “dormidos”, atendiendo solo a su inteligencia particular (“idían”), es decir, se comportan como “idiotas” (ἰδιώτης), pues no captan “lo común”.

     Este “logos” se puede alcanzar mediante el conocimiento, y éste comienza por los sentidos (Heráclito no desprecia los sentidos, como harían Pitágoras o Parménides, y contrariamente a ellos renegará del conocimiento basado únicamente en la especulación lógica y matemática), si bien “la verdadera naturaleza gusta de ocultarse”, pues es como “una armonía invisible” que está por detrás de la supuesta “estructura” que nos muestran los sentidos. Heráclito considera que la “lucha de contrarios” es el origen de todo: “la guerra es padre de todos… lo opuesto concuerda y de las cosas discordantes surge la más bella armonía”. Solo cuando se da “confrontación entre opuestos” surge una unidad armónica superior sin necesidad de que los opuestos desaparezcan, pues “es sabio convenir que todas las cosas son una”. Fijémonos que no dice, como sus predecesores, que “todas las cosas “proceden” de una” (el “arché” de los milesios) sino que “todas las cosas “son” una”. El todo es uno, pero esta unidad es “dialéctica” (διαλεκτική), pues ese es su logos”, su “razón de ser: una unidad en continua “tensión”. Es la doctrina del “fluir universal” o “pánta rheî” (πάντα ρεῖ): “todo pasa, nada permanece”, ya que el “logos” es permanente, y todo lo demás sucede según ese “logos”, como resultado de la lucha de contrarios, que es permanente y eterna.

     Un río, por ejemplo, es siempre el mismo, formalmente (siempre tiene el mismo nombre) y sin embargo sus aguas son diferentes, constantemente cambiantes: “sobre quienes se bañan en los mismo ríos afluyen aguas distintas y otras distintas”. Esto lo podemos ver de forma clara en la película “El río de la vida” (Columbia 1992) de Robert Redford, cuando el hermano mayor, Norman Maclean (Craig Sheffer) regresa al hogar paterno tras su periplo en la universidad y se reencuentra con su hermano pequeño, Paul Maclean (Brad Pitt) que se ha mimetizado con la naturaleza hasta llegar a comprender su “logos”. Os ofrezco dos momentos interesantes: el arranque de la película, espléndido, en el que el protagonista, ya anciano, reconoce la magia enigmática que le sugiere el río (en el que afirma reconocer las “palabras” de sus antepasados, hablando en su perpetuo fluir, en el que se confunde la realidad con la memoria) y la escena en la que, siendo aún joven, se percata de cómo su hermano, un paleto de pueblo sin estudios, comprende mucho antes que él en que consiste ese fluir, esa dialéctica, esa lucha, ese enfrentamiento permanente entre el “logos natural” y el “logos humano”, que en realidad serían uno y el mismo.


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