sábado, 18 de diciembre de 2021

De la esencia a la existencia de Dios


     Se conoce con la expresión genérica de “literatura patrística” a los escritos cristianos de los primeros siglos que ayudaron a la elaboración de una primera doctrina cristiana, y cuyas ideas han sido asumida por la Iglesia. La Patrística tendrá como misión elaborar una “terminología religiosa precisa y unificada” que le permitiera acabar con las interminables disputas entre las inúmeras sectas cristianas de la época (“gnósticos”, “maniqueos”, “arrianos”, “donatistas”, “pelagianos” y “nestorianos” entre otros). A estos primeros autores cristianos se les conoce como “Padres de la Iglesia”, y se suelen diferenciar conforme a tres etapas de actuación: hasta el año 200 destacan los llamados “Padres apologetas” (Justino, Taciano, Ireneo, LactancioClemente y Tertuliano); los años 200 al 450 comprenden la conocida como “Patrística media” (Orígenes, GregorioAmbrosio, JerónimoAgustín); finalmente, a partir del año 450 la relevancia filosófica de la patrística comenzará a declinar (Boecio, Isidoro, Beda) quizás con la excepción del enigmático Pseudo Dionisio Areopagita. Desde el origen del cristianismo, tanto en el periodo romano como en el medievo, se reprodujo continuamente un conflicto entre la “religión” y la “filosofía”, conflicto que partió siempre del cristianismo, una vez que este fue reconocido como “religión oficial del Imperio” gracias al “Edicto de Tesalónica”, sancionado por Teodosio (347 a 395), y pudo al fin imponer por la fuerza su “ortodoxia” (ὀρθοδοξία).

     Un buen ejemplo de este conflicto entre “cristianos” y “paganos” lo encontramos en el arranque de la película “Ágora” (Himenóptero 2009) de Alejandro Amenábar, que muestra los enfrentamientos entre ambos bandos en la Alejandría del siglo IV de nuestra era. Aunque la película desarrolla la vida y obra de la matemática, astrónoma y filósofa Hipatia de Alejandría (355 a 415), ejecutada a manos de los cristianos por su negativa a aceptar los dogmas de las Escrituras, lo más interesante de la cinta es precisamente el clima de enfrentamiento y desorden entre las dos facciones. El contacto entre ambas posiciones fue decididamente hostil, y es lógico que así fuera, dadas las profundas discrepancias existentes entre las “doctrinas filosóficas griegas” y las “creencias dogmáticas cristianas”. Inicialmente, el cristianismo se opuso radicalmente a la filosofía, y la filosofía, a su vez, atacó duramente al cristianismo. Pero posteriormente se produciría un proceso de asimilación de la filosofía griega por parte de los pensadores cristianos, que permitió que la nueva religión se formulara en un “cuerpo doctrinal” a partir de conceptos “básicamente platónicos”, y ello por dos razones: en primer lugar, porque la corriente platónica (definitivamente impulsada por el neoplatonismo) era la más vigorosa y dominante de la época; en segundo lugar, porque era la que ofrecía mayores semejanzas con la doctrina cristiana que estaba en germen.

     Entre los siglos II al V, los primeros Padres de la Iglesia reaccionaron de modo diverso ante la filosofía, y como resultado cabe hablar de tres tendencias, que pueden resumirse como sigue: “concordancia entre cristianismo y filosofía” (utilización de la razón desde la fe, así Justino y Clemente); “irracionalidad de la fe cristiana” (la fe no necesita justificación racional, así Taciano y Tertuliano); y “racionalización de la fe cristiana” (reducción de la fe a los límites de la razón, así las corrientes arriana (Arrio) y gnóstica (Carpócrates) que, como hemos dicho anteriormente, fueron declaradas heréticas). La figura más destacada de la época será el numidio Agustín de Hipona (354 a 430) quien no plantea una demarcación clara entre “razón y fe”, tema que aparentemente no le preocupa demasiado, si bien distingue entre el conocimiento de las reglas eternas del mundo (“scientia”) y el verdadero conocimiento de Dios (“sapientia”). Agustín tampoco verá la necesidad de probar la existencia de Dios (dada la evidencia que nos proporciona la fe), como hará Tomás de Aquino (1225 a 1275), y se centrará sobre todo en determinar “qué es Dios” (cual es su “esencia”), tratando de dar respuesta a su “naturaleza trinitaria”, además de afrontar problemáticas como la “existencia del mal” en el mundo (tanto moral como físico) y la justificación del “libre albedrío” del ser humano.

     Agustín será considerado el “gran maestro” durante toda la Alta Edad Media en materia de lucha contra la herejía, al afirmar la “unidad de la Iglesia” y el “fundamento critológico de los sacramentos”. Llegará a dar incluso una lista, por orden creciente de maldad, de los futuros condenados: “paganos”, “cismáticos”, “judíos” y “herejes” (a los que hay que llamar a volver a la Iglesia, primero por la persuasión y, si no se dejan, por la violencia). Nuestro autor manifestó una abierta hostilidad hacia la ciencia antigua y hacia el conocimiento del mundo natural, pues este solo sirve si ayuda al conocimiento de las Escrituras (lo que no suele pasar frecuentemente). Pero frente a Tertuliano (que postula una fe irracional), afirma que “la fe necesita de la razón” y propone una mutua colaboración entre ambas: “la fe debe preceder a la razón” dando los primeros principios evidentes (por “iluminación divina”) para elaborar una interpretación coherente de los datos de la experiencia. A partir de los primeros principios de la fe, la razón debe deducir verdades por si misma, pues la afirmación de la “verdad revelada” es el punto de partida para poder comprender. Pero por otro lado “la razón debe preceder a la fe”, demostrando la necesidad de creer y probando la verdad de lo creído. Agustín, a menudo irónico, respondía a los racionalistas: “Cree para comprender” (Crede ut intelligas) y a los fideístas: “Comprende para creer” (Intellige ut credas).

     Este mismo punto de vista será el adoptado por Anselmo de Aosta (1033-1109) arzobispo de Canterbury, al tratar de demostrar por la razón las verdades de la fe. Anselmo será el primero en mostrar un punto de moderación entre el rigor lógico de los filósofos y la intransigencia ciega de los teólogos, al comportarse como un “dialéctico” que valora la “gramática” y la “lógica” como “artes que enseñan a discutir y a pensar”, pues lo que se busca son “razones necesarias” para entender lo que se cree. Su famoso lema “la fe en busca de la inteligencia” (fides quaerens intellectum) sigue la línea agustinista de “armonía entre razón y fe”: la fe continúa siendo el punto de partida de la búsqueda intelectual, pero esta fe debe ser explicada por la “luz natural de la razón”, y hay que esforzarse en comprender lo que se cree. Por eso Anselmo parte de la fe para “demostrar a Dios por la razón” y se dirige al incrédulo, que no es más que un necio, pues niega lo que admite en su conciencia, quedando atrapado en la contradicción dialéctica. “El cristiano puede avanzar por medio de la fe hacia la inteligencia; no llega por el entendimiento hasta la fe, ni se aparta de esta si no la entiende… sino que cuando puede alcanzar la comprensión, se deleita, y cuando no puede, venera”. A tal efecto, Anselmo echará mano de su célebre “argumento ontológico”, un razonamiento apriorístico que se basa únicamente en premisas analíticas y necesarias para concluir que Dios existe.

     Para ejemplificar algunas de estas ideas, vamos a remontarnos un poco en el tiempo hasta la catástrofe aérea del Fairchild 227 ocurrida en 1972 en la cima de los Andes chilenos, que ha sido recogida por Piers Paul Read en una novela titulada “Alive: The Story of the Andes Survivors”, que a su vez dio lugar a dos notables películas, de las que destacamos la versión de Frank Marshall (Touchstone 1993) titulada precisamente “¡Viven!”. La vuelta a casa de estos héroes fue verdaderamente dramática, un contraste entre la alegría por su regreso y la tristeza por el reconocimiento de su “humanidad” (recordemos que se vieron obligados a practicar la “antropofagia” para sobrevivir, motivo por el cual fueron duramente criticados por muchos y despreciados por algunos). Uno de los supervivientes, Carlitos Páez (John Malkovich), da inicio a la narración de la película con una explicación de los sucesos realmente interesante: “La carencia de lujos materiales nos elevó a otro plano de la existencia, en el que fuimos conscientes de un plan espiritual superior”. Es entonces cuando comprende que Dios permanece escondido tras todo lo que nos rodea, tras las distintas “máscaras de la civilización”, y que es necesario desvelarlo, más allá de lo que nos enseñaron desde pequeños, en la escuela, pues es preciso volver a buscar de nuevo, encontrar su esencia: “Fue a Dios lo que encontré en aquella montaña”.

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