Se conoce con la expresión genérica de “literatura patrística” a los escritos cristianos de los primeros siglos que ayudaron a la elaboración de una primera doctrina cristiana, y cuyas ideas han sido asumida por la Iglesia. La Patrística tendrá como misión elaborar una “terminología religiosa precisa y unificada” que le permitiera acabar con las interminables disputas entre las inúmeras sectas cristianas de la época (“gnósticos”, “maniqueos”, “arrianos”, “donatistas”, “pelagianos” y “nestorianos” entre otros). A estos primeros autores cristianos se les conoce como “Padres de la Iglesia”, y se suelen diferenciar conforme a tres etapas de actuación: hasta el año 200 destacan los llamados “Padres apologetas” (Justino, Taciano, Ireneo, Lactancio, Clemente y Tertuliano); los años 200 al 450 comprenden la conocida como “Patrística media” (Orígenes, Gregorio, Ambrosio, Jerónimo y Agustín); finalmente, a partir del año 450 la relevancia filosófica de la patrística comenzará a declinar (Boecio, Isidoro, Beda) quizás con la excepción del enigmático Pseudo Dionisio Areopagita. Desde el origen del cristianismo, tanto en el periodo romano como en el medievo, se reprodujo continuamente un conflicto entre la “religión” y la “filosofía”, conflicto que partió siempre del cristianismo, una vez que este fue reconocido como “religión oficial del Imperio” gracias al “Edicto de Tesalónica”, sancionado por Teodosio (347 a 395), y pudo al fin imponer por la fuerza su “ortodoxia” (ὀρθοδοξία).
Un buen ejemplo de este conflicto entre “cristianos” y “paganos” lo encontramos en el arranque de la película “Ágora” (Himenóptero 2009) de Alejandro Amenábar, que muestra los enfrentamientos entre ambos bandos en la Alejandría del siglo IV de nuestra era. Aunque la película desarrolla la vida y obra de la matemática, astrónoma y filósofa Hipatia de Alejandría (355 a 415), ejecutada a manos de los cristianos por su negativa a aceptar los dogmas de las Escrituras, lo más interesante de la cinta es precisamente el clima de enfrentamiento y desorden entre las dos facciones. El contacto entre ambas posiciones fue decididamente hostil, y es lógico que así fuera, dadas las profundas discrepancias existentes entre las “doctrinas filosóficas griegas” y las “creencias dogmáticas cristianas”. Inicialmente, el cristianismo se opuso radicalmente a la filosofía, y la filosofía, a su vez, atacó duramente al cristianismo. Pero posteriormente se produciría un proceso de asimilación de la filosofía griega por parte de los pensadores cristianos, que permitió que la nueva religión se formulara en un “cuerpo doctrinal” a partir de conceptos “básicamente platónicos”, y ello por dos razones: en primer lugar, porque la corriente platónica (definitivamente impulsada por el neoplatonismo) era la más vigorosa y dominante de la época; en segundo lugar, porque era la que ofrecía mayores semejanzas con la doctrina cristiana que estaba en germen.
Entre los siglos II al V, los primeros Padres de la Iglesia reaccionaron de modo diverso ante la filosofía, y como resultado cabe hablar de tres tendencias, que pueden resumirse como sigue: “concordancia entre cristianismo y filosofía” (utilización de la razón desde la fe, así Justino y Clemente); “irracionalidad de la fe cristiana” (la fe no necesita justificación racional, así Taciano y Tertuliano); y “racionalización de la fe cristiana” (reducción de la fe a los límites de la razón, así las corrientes arriana (Arrio) y gnóstica (Carpócrates) que, como hemos dicho anteriormente, fueron declaradas heréticas). La figura más destacada de la época será el numidio Agustín de Hipona (354 a 430) quien no plantea una demarcación clara entre “razón y fe”, tema que aparentemente no le preocupa demasiado, si bien distingue entre el conocimiento de las reglas eternas del mundo (“scientia”) y el verdadero conocimiento de Dios (“sapientia”). Agustín tampoco verá la necesidad de probar la existencia de Dios (dada la evidencia que nos proporciona la fe), como hará Tomás de Aquino (1225 a 1275), y se centrará sobre todo en determinar “qué es Dios” (cual es su “esencia”), tratando de dar respuesta a su “naturaleza trinitaria”, además de afrontar problemáticas como la “existencia del mal” en el mundo (tanto moral como físico) y la justificación del “libre albedrío” del ser humano.
Agustín será considerado el “gran maestro” durante toda la Alta Edad Media en materia de lucha contra la herejía, al afirmar la “unidad de la Iglesia” y el “fundamento critológico de los sacramentos”. Llegará a dar incluso una lista, por orden creciente de maldad, de los futuros condenados: “paganos”, “cismáticos”, “judíos” y “herejes” (a los que hay que llamar a volver a la Iglesia, primero por la persuasión y, si no se dejan, por la violencia). Nuestro autor manifestó una abierta hostilidad hacia la ciencia antigua y hacia el conocimiento del mundo natural, pues este solo sirve si ayuda al conocimiento de las Escrituras (lo que no suele pasar frecuentemente). Pero frente a Tertuliano (que postula una fe irracional), afirma que “la fe necesita de la razón” y propone una mutua colaboración entre ambas: “la fe debe preceder a la razón” dando los primeros principios evidentes (por “iluminación divina”) para elaborar una interpretación coherente de los datos de la experiencia. A partir de los primeros principios de la fe, la razón debe deducir verdades por si misma, pues la afirmación de la “verdad revelada” es el punto de partida para poder comprender. Pero por otro lado “la razón debe preceder a la fe”, demostrando la necesidad de creer y probando la verdad de lo creído. Agustín, a menudo irónico, respondía a los racionalistas: “Cree para comprender” (Crede ut intelligas) y a los fideístas: “Comprende para creer” (Intellige ut credas).
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