jueves, 6 de enero de 2022

La razón no se doblega ante la peste


     En este segundo artículo de la serie dedicada al Renacimiento vamos a tratar de analizar la tesitura política que tiene lugar en la vieja Europa de los siglos XV y XVI, y que bascula entre el “realismo político” y el “idealismo utópico”. El “desmoronamiento del orden medieval” traerá como consecuencia una situación política verdaderamente catastrófica: si bien es cierto que las ciudades-Estado italianas (Florencia, Milán, Urbino, PisaVenecia...) fueron los centros más avanzados del continente gracias a su intenso “comercio” (que alcanzará a India y China), a su prospera “banca” y a una fuerte “concentración económica y cultural” sin precedentes, también lo es que estas ciudades eran saqueadas por invasiones internacionales, entre otras razones porque la Iglesia Católica se había convertido en un verdadero ejemplo de corrupción y decadencia. En este periodo de crisis se forjan las condiciones para el florecimiento de nuevas “estructuras democráticas republicanas”, en las que los individuos más audaces, fuertes y emprendedores, serán a la par los más despiadados. Y si bien el Renacimiento se inicia en Italia a mediados del siglo XIV, su poder de fascinación alcanzará al resto de países europeos en tan solo unas pocas décadas.

     Según nos describe el historiador Jacob Burckhardt: “En la historia de Florencia se encuentran la más elevada conciencia política y la mayor variedad de formas de la evolución humana, y en este sentido bien merece la ciudad el título de primer Estado moderno del mundo”. Florencia se convertirá en la patria de las nuevas doctrinas y teorías políticas, pero también de los “experimentos” y de los “cambios”, de la “estadística” y la “interpretación histórica” en sentido moderno. Muchos son los historiadores que sostienen que Florencia es no solo la cuna del Renacimiento, sino también su prototipo, y ello debido a dos motivos: sus convicciones políticas y su “estructura republicana y democrática”; y la ambición intelectual y “alta preparación humanística y filosófica” de sus funcionarios, líderes y gobernantes. Bajo el amparo de la familia Médici se produjo una exaltación de la “cultura clásica” y del “concepto de la naturaleza” pagano que llevó a una relajación de las costumbres, una laicización de la vida y un paroxismo del lujo y el refinamiento. Un buen ejemplo de ello será la creación de la Nueva Academia Platónica, en la que destacarán autores de la talla de Marsilio Ficino, (1433 a 1499) y Giovanni Pico della Mirandola (1463 a 1494).

     Pero frente al sentimiento utópico de ciertos autores, tanto renacentistas como clásicos, una reacción realista cristalizará en la figura de Nicolás Maquiavelo (1469 a 1527), autor de una de las obras políticas más reseñadas de la historia, fechada en 1532 y que lleva por título “El Príncipe” (Il principe), cuyas claves interpretativas son, de un lado, su “concepción de la Historia”, entendida objetivamente, como “sustancia inmutable de la organización social” que no es vista como proveniente de la Naturaleza ni de la Divinidad, sino generada por los propios hombres en su tortuoso devenir histórico. Y de otro lado, su “concepción del hombre”, en un doble sentido: como aquello “idéntico a sí mismo”, cualquiera que sea el tiempo en que se le considere (concepción antievolucionista) y la idea de que en la naturaleza de los hombres entra “tanto el bien como el mal”, lo que nos lleva a la idea de que el político, si quiere triunfar, no puede hacer cálculos sobre la supuesta bondad o maldad de sus súbditos, sino que debe considerar siempre “el peor de los casos”, entendiendo que todos los hombres son malos y que éstos estarán dispuestos a manifestárselo a la primera oportunidad que se les presente.




     Diferencia Maquiavelo entre dos formas de gobierno: la “República” (romana), forma de Estado en donde existe una tensión tal entre sus distintos “Estamentos” que ninguno de ellos domina sobre los demás; y el “Principado” (florentino) en el que el “Príncipe” gobierna sin la oposición de otros nobles y con los ciudadanos convertidos en “súbditos” que “obedecen y cumplen las leyes”. Estos Principados se sustentan sobre tres pilares: “el conflicto y la guerra”, la separación entre “la acción política y la conducta moral”, y el equilibrio que todo Príncipe debe tener entre “virtud y fortuna”. A nuestro autor no le cabe duda de que lo que hace crecer a un Estado es el conflicto directo con otros Estados: el “arte de la guerra” es parte fundamental de la “educación” de un político, engrandece los Estados y aleja de ellos el declive y la corrupción. El Príncipe debe saber adaptarse tanto a las limitaciones personales como a las circunstancias externas, debe saber cambiar de opinión o estrategia cuando lo exigen los tiempos, poder disponer de recursos ante situaciones nuevas e imprevistas, y contar con la suficiente sagacidad para prever el futuro y adelantarse a él... en definitiva: “debe ser capaz de hacer de la necesidad virtud”.

     Pero frente a este desmedido realismo político, el Renacimiento verá nacer también interesantes “propuestas utópicas”, ocurrentes "concepciones ideales” (al modo del proyecto platónico) que trascienden la realidad y rompen las ataduras del orden existente, en tanto que articulaciones de las aspiraciones humanas. Destacaremos a tres autores: en primer lugar, Tomás Moro (1478 a 1535), cuya obra principal de 1516 se titula de forma extensa “Librito verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor Estado de una República y sobre la isla de Utopía” (Libellus vere aureus, net minus salutaris quam festivus, de optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopi) o simplemente "Utopía" (que juega con la etimología griega “ou-topos”: “en ningún sitio” o “fuera de lugar”), una isla en la que está abolida la propiedad privada y el uso de los bienes está libremente abierto a cada uno según sus necesidades. En la misma línea tenemos a Francis Bacon (1561 a 1626), que en “La Nueva Atlántida” (1627) idea un paraíso de la ciencia y la técnica (sin entretenerse en proponer formas nuevas de organización social y política) que aumente el conocimiento de las causas para incrementar los límites de la mente y de sus poderes sobre la Naturaleza. Finalmente, Tommaso Campanella (1568 a 1639) en su “Ciudad del Sol” (1623) presenta un régimen político teocrático, jerarquizado y comunitario fundado en una concepción más ético-religiosa y cósmico-mágica que propiamente burguesa.

     La película que os muestro a continuación se titula “Los señores del acero” (Orion 1985) del holandés Paul Verhoeven: corre el año 1510, y Europa entera esta anegada por toda suerte de conflictos, batallas, guerras y revueltas, fruto de la insaciable sed de poder y dominio de los “señores de la guerra”, viejos resquicios de una forma de entender el mundo, la sociedad feudal, que vive sus últimos coletazos. Porque estos caducos señores feudales tienen hijos que leen a Nicolás Oresme (1323 a 1381), Leonardo da Vinci (1452 a 1519) y Giordano Bruno (1548 a 1600), hijos que reniegan de las viejas formas, obsoletas, para apostar por la verdad a través de la ciencia. Me ha costado mucho encontrar un vídeo adecuado de esta película, así que os propongo esta mezcla que recupera algunos fragmentos en su original inglés. El arranque resulta muy interesante para comprobar cómo se toma un castillo al asalto, pero más interesante aun es ver a un joven y noble aprendiz cantarle las cuarenta al curandero, empeñado en hacer “sangrías” a todo aquel que tiene la lepra, en lugar de utilizar los “nuevos métodos” que nos aportan la medicina y la química (en un estado rudimentario, bien es cierto, pero algo es algo).

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