lunes, 3 de abril de 2023

Dialéctica del amo y el esclavo... darle la vuelta a la tortilla


     Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770 a 1831) es el máximo representante del Idealismo alemán. Poseedor de una vastísima producción filosófica, su pensamiento se articula fundamentalmente en dos grandes obras: “Fenomenología del espíritu” (Phänomenologie des Geistes), publicada en 1807, y “Ciencia de la Lógica” (Wissenschaft der Logik) publicada en tres volúmenes entre 1812 y 1816. Por “Lógica" entiende Hegelel sistema de la razón pura”, esto es, “el reino del pensamiento puro”: todo aquello que nos concierne y de lo que hablamos está “mediado por el lenguaje”, y este se agota en “categorías lógicas”. Estas categorías lógicas son los “conceptos más generales” con los que operamos, y hablar de lógica no es entonces más que hacer conscientes tales categorías, de manera que se nos muestre la “estructura racional del mundo”. Por tanto, si bien la “Fenomenología” precede cronológicamente a la “Lógica” (editorialmente hablando), sólo será posible una vez se ha adquirido el “saber absoluto”, sólo cobrará sentido una vez alcanzada la Ciencia.

     Al principio de la “Fenomenología” tenemos la “conciencia” (Bewusstseinque aprehende el mundo de forma pasiva, la “conciencia sensible”, que atribuye a lo aprehendido una “realidad en sí”; pero esta certidumbre desaparece rápidamente, pues lo aprehendido aparece en forma de “objetos concretos”, que exigen su determinación. Ahora la conciencia “entiende”, es entendimiento, “conciencia de sí”, en la que la realidad es “realidad para ella”; pero en su deseo de dominar el mundo la conciencia encuentra resistencia, en particular la que opone “otra conciencia de sí”, por lo que ambas buscan reducirse mutuamente (aquí se sitúa la “dialéctica del amo y el esclavo”). Esta situación es transitoria, pues la parte que procede del todo ha de volver a convertirse en todo: surge la “conciencia estoica”, que pretende realizar su libertad “pensándola”, y fracasa, lo que nos lleva a una nueva figura, la “conciencia escéptica”, que renuncia a concebir el mundo como reductible al pensamiento. Pero para negar el mundo depende al mismo tiempo de él, y al reconocer esta contradicción pasa a ser una “conciencia infeliz”, escindida (que muchos intérpretes identifican con el "papel histórico del judaísmo"). Cuando el Dios de Abraham renuncia a su trascendencia y se encarna en Cristo se da un primer paso para esta superación: asumimos ahora que tanto “conciencia” como “conciencia de sí” se pertenecen y configuran mutuamente. Es el advenimiento de la “razón”, de la unión suprema de “conciencia” y “autoconciencia”, de “conocimiento de un objeto” y “autoconocimiento de un sujeto”.

     La “Fenomenología” describe el “vía crucis del Espíritu” (Logos) a lo largo de la historia, y su aparente extravagancia sólo cobra sentido cuando la consideramos como el despliegue necesario del sistema lógicamente constituido, que comienza con la "Lógica", pasa por la "Filosofía de la Naturaleza" y se concreta en la "Filosofía del Espíritu". Según Hegel, las tres maneras que ha adoptado el Espíritu en su manifestación son: “Espíritu subjetivo” (Subjektivität), “Espíritu objetivo” (Objektivität) y “Espíritu absoluto” (Idee), que constituyen la trama de la historia que culmina con la “consecución de la libertad”. El primer momento (subjetivo) manifiesta la relación del Espíritu “consigo mismo”, cuando se descubre como “conciencia” o “sujeto”, como ser pensante y libre, lo que se revela mediante la “antropología”, la “fenomenología” y la “psicología”. El segundo momento (objetivo) permite ver cómo la “libertad” se objetiva en las “acciones humanas”, se vuelve real en la historia a través del “derecho”, la “moralidad” y la “eticidad” (Estado prusiano). El tercer momento (absoluto) supone la conciliación de los dos momentos previos, por el que el Espíritu “retorna a sí mismo como pensamiento”, lo que se manifiesta por medio de las tres grandes totalidades de saber teórico-práctico de la humanidad: el “arte” la “religión” y la “filosofía”.

     Para ejemplificar la “dialéctica del amo y el esclavo” vamos a apoyarnos en la primera película del cineasta británico Ridley Scott, titulada “Los duelistas” (Paramount 1977), sobre un guion adaptado de la novela “El duelo” de Joseph Conrad (1857-1924) que narra la historia de la disputa real entre dos “oficiales húsares”, los tenientes Dupont y Fournier, (si bien Conrad sustituyo estos dos nombres por los de d´Hubert y Feraud), que se enfrentaron en más de 30 duelos durante el transcurso de las guerras napoleónicas. La película nos sitúa en Estrasburgo en 1800 para mostrarnos el duelo entre el teniente Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y el sobrino del alcalde de la localidad, que casi acaba muerto en el lance (podéis consultar esta escena en el siguiente enlace). Instigado por el alcalde, el general al mando de la brigada napoleónica francesa se ve obligado a enviar al teniente Armand d´Hubert (Keith Carradine) para “poner bajo arresto domiciliario” a Feraud: como la detención tiene lugar en uno de los “salones literarios” de la ciudad, un lugar público propiedad de una prominente dama de la aristocracia, Feraud se toma el hecho como una “afrenta personal” y exige una “satisfacción a su honor” en forma de “duelo a sable”.

     A partir de este momento se suceden una cantidad inusitada de duelos entre los dos oficiales por un espacio de 19 años (que por un motivo u otro siempre deben posponerse y reiniciarse en una siguiente ocasión): a florete y a espada, a pie y a caballo, y finalmente a arma de fuego. Aunque mi querido maestro Vicente Domínguez sugiere que esta es una adaptación encubierta de la “Ilíada” de Homero (de la “furia de Aquiles” contra su rival Agamenón… consecuencia de un “desencuentro” por culpa de una mujer), yo prefiero ver en esta película una recreación más genérica de la inevitable lucha entre “dos conciencias de sí”. Si bien los dos húsares son tenientes, y por tanto ostentan el mismo rango militar, Feraud se muestra superior al rival, quizá amparado en su mayor edad, y trata de someter a su homólogo a una “dialéctica de la violencia” insensata, atrapándole en una “deuda de honor” que el joven d´Hubert debe satisfacer a la menor demanda. Y digo insensata porque, con el tiempo, ninguno de los dos duelistas recuerda exactamente cuál fue el motivo de la afrenta inicial, lo que no impide que la "mancha de la deshonra" no deba ser borrada.

     El amo impone, el esclavo asiente… y necesariamente esta “dialéctica” deberá ser “superada”: llegado un momento, el esclavo se hará progresivamente consciente de su valor, de su poder (ya que habrá "sometido al amo a su propia voluntad") y definirá las nuevas reglas del juego. Tras un largo duelo final con pistolas, Feraud agota sus disparos y queda tendido ante d´Hubert totalmente expuesto, exigiendo el “disparo de gracia” por parte de su oponente: “la tortilla ha dado la vuelta”, la vida del amo está en manos del esclavo, pero éste no le ultima, y apelando a la tradición informa a su rival de que, a partir de ahora, “su vida le pertenece”, y que nunca más deberá responder a sus “llamadas al honor” para “batirse en duelo”, forzando a Feraud a “desaparecer”, pues d´Hubert lo considera a partir de ahora “muerto en vida”. El amo ha quedado neutralizado, el esclavo finalmente ha alcanzado su libertad… y surgen entonces la “conciencia estoica”, la “conciencia escéptica”, la “conciencia infeliz” (las consecuencias de este hecho se pueden apreciar en la demoledora escena final, que podéis consultar en este último enlace).

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