lunes, 30 de octubre de 2023

La caja de herramientas de la ciencia


     Hemos comentado varias veces en el aula que no debemos considerar a los filósofos griegos Platón de Atenas (427 a 347 a.n.e.) y Aristóteles de Estagira (384 a 322 a.n.e.) como figuras “opuestas”, sino más bien “complementarias”. A pesar del engaño al que puede llevarnos la famosa escena central del fresco vaticano “La escuela de Atenas” de Rafael Sanzio, donde se ve al primero señalar hacia el cielo (hacia las “ideas”) mientras que el segundo señala hacia el suelo (hacia los “hechos”), Aristóteles fue durante más de 20 años discípulo de Platón en su famosa escuela de filosofía, la Academia, y ambos tuvieron ocasión de discutir ampliamente sobre las teorías del maestro, especialmente sobre la “teoría de las Ideas”, que el propio autor se afanaba en revisar en ese mismo momento, ávido como estaba de encontrar la verdad tras cualquier resquicio de incertidumbre. Las fuertes críticas de Aristóteles a esta teoría se deben a su obsesión por “purificar el pensamiento platónico” de todo error o duda, por tratar de "perfeccionarlo hasta el límite" (pues Aristóteles es sin duda alguna el mejor discípulo de Platón, en puridad “el más platónico de todos”, incluso por encima del propio maestro, “más platónico que Platón”).

     La mayor dificultad filosófica de todas, como supo ver el maestro de ambos, Sócrates de Atenas (470 a 399 a.n.e.), consiste en “definir” los "conceptos" con rigor y precisión. Este es el verdadero “meollo de la cuestión”, y con él se van a pelear tanto el ateniense como el estagirita. Comenta Bertrand Russell (1872 a 1970) en su obra “Historia de la filosofía occidental” (1945) que la “teoría de las ideas o formas” de Platón tiene una parte “metafísica” y una parte “lingüística”. La primera supone la existencia de unas entidades inmateriales llamadas “Ideas” que están separadas del mundo de los “objetos físicos” y serían sus modelos y sus causas, pues las ideas son “reales”, mientras que los objetos particulares son solo “aparentes”. La segunda supone la existencia de “palabras generales” que significan algo que no es “concreto” o “particular”, sino el “conjunto” de los objetos con características similares al que nos referimos en sentido “abstracto” y “universal”: “si la palabra «gato» significa algo, significa algo que no es este o aquel gato, sino alguna clase de «gatidad» universal. Ésta no ha nacido cuando ha nacido un gato particular, y no muere cuando él muere. De hecho, no tiene posición en el espacio o en el tiempo; es «eterna»”.

     Aristóteles comprende meridianamente este segundo sentido “lingüístico” de la teoría platónica, el hecho de que el término “Idea” refiere un conjunto de individuos particulares subsumidos bajo un “concepto general”, bajo una “clase natural”, y se ve obligado por tanto a idear una nueva herramienta de trabajo para el estudio de tales cuestiones que hoy conocemos como “lógica”, inaugurando una corriente de “pensamiento deductivo” (“lógica de predicados”) que consiste en partir de una serie de enunciados llamados “premisas” para llegar a otro llamado “conclusión”, que será la consecuencia de los dos anteriores por “necesidad lógica”. Según Aristóteles, el “esquema de demostración” más simple y al que se puede reducir cualquier otro es el “silogismo”: un “esquema lógico” tal que a partir de dos “enunciados” (en los que se conectan dos “determinaciones”) puede obtenerse una “consecuencia necesaria” de las premisas de partida. El silogismo enlaza un “sujeto” y un “predicado” mediante un “término medio”, y lo hace de formas diversas:

     Dependiendo de la “estructura” del razonamiento, tendríamos cuatro figuras posibles, según el “término medio” actúe en las dos premisas como “sujeto y predicado” (primera figura), como “predicado dos veces” (segunda figura), como “sujeto dos veces” (tercera figura) o como “predicado y sujeto” (cuarta figura). Dependiendo de la “cantidad” y las “características” de los predicados involucrados en el razonamiento, tendríamos cuatro enunciados posibles: “universales”, “particulares”, “afirmativos” o “negativos”, que se recombinarían para generar cuatro inferencias o argumentaciones: “universales afirmativos” (A), “universales negativos” (E), “particulares afirmativos” (I) y “particulares negativos” (O). En último término, la “fuerza probatoria” o “cogencia” del argumento depende por entero del “término medio”, tanto de su función lingüística como de su cantidad: los razonamientos A-E serían “contrarios” entre sí, los razonamientos I-O serían “subcontrarios”, los razonamientos A-I y E-O serían “subalternos” y los razonamientos A-O y E-I serían “contradictorios”. Ya disponemos de las “herramientas” (“lógicas”, “lingüísticas”) para el estudio tanto del lenguaje como de la realidad… podemos progresar ahora en el análisis de las ciencias(de la ”fisica” tanto como de la “metafísica”). Comenzaremos por la segunda de ellas.

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